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La hora después del fin del mundo

Se acerca la hora del fin del mundo, al menos del fin del mundo que conocemos. Lo que viene, para utilizar un lenguaje pandémico, es asintomático, nadie sabe a ciencia cierta lo que nos espera.

Se pueden establecer las realidades que nos esperan, lo que no se puede prever es el resultado, se puede pensar como país, y es una realidad enormemente desigual, se puede pensar globalmente, como mundo, y la realidad es infinitamente desigual, se puede pensar en una persona, en María, en Juan, en Pedro, en Peter, John o Mary, y la realidad individual nos horroriza.

Lo infinito se materializa en una familia, lo país se refugia en un hogar, la incertidumbre de lo que viene comenzó ayer, se agudizó en el presente y, ese futuro, que nadie sabe a ciencia cierta lo que nos depara, se manifiesta en una persona.

Si pensamos como país, olvidaremos la realidad de una joven madre que, expulsada de su hogar, tiene que ir a vivir en una ocupación ilegal, otro barrio de invasión, en los fríos cerros que rodean Bogotá. Una joven madre, que, por su seguridad, dicen las autoridades, es expulsada de su último refugio, unas miserables y herrumbrosas latas de zinc sostenidas por suspiros de madera, y que sentada en su interior, su hijo en brazos, defiende con su gesto su casa, resiste la expulsión, lucha por dar un techo a su bebé, y en silencio, la mirada perdida, enfrenta la hora del fin del mundo con dignidad, toda la dignidad del mundo, la dignidad de una madre.

Si pensamos globalmente, económicamente, pensaremos en seis dólares, en el precio de una transacción que llevará comida a un hogar. Es Cúcuta, ciudad frontera suspendida entre Colombia y Venezuela, ciudad de hormigas circulando entre ambos países, de almas llevadas por el viento de la desgracia. Seis dólares, el precio de una transacción, el precio del cuerpo de una niña de 16 años. Nadie sabe a ciencia cierta cuánto costará el cuerpo de una niña tras el fin del mundo.

Si pensamos en la utilidad del ser humano, en la dignidad del ser humano, podemos pensar que tras el fin del mundo millones serán arrojados de sus trabajos o sus trabajos desaparecerán y se encontrarán vagando en las tinieblas preguntándose, ¿para qué sobreviví, si me quitan la vida?

Millones serán arrojados nuevamente a los caminos, caravanas errantes en medio de las nubes de tormenta que cubrirán el mundo, el país, la familia tras la hora del fin del mundo.

¿Alguien los recibirá?, ¿o dormirán en un pajar?, ¿o será en una jaula en la frontera?

Pero no pensemos solamente en Latinoamérica y el mundo, pensemos país, egoístamente pensemos país.

Un techo no son cuatro herrumbrosas latas de zinc y cuatro palos como en los fríos montes que rodeaban la hermosa Bogotá, son cuartos de cemento donde la pobreza se acumula, el olor a moho se acumula, el aire se enrarece. Cuartos que pese a todo protegen y dan dignidad al dar la sensación de hogar, dan seguridad al espantar el fantasma de la calle como hogar.

Millones no podrán pagar la renta, millones corren el riesgo de perder sus casas, millones podrán caer en los brazos insaciables e inmisericordes de la calle.

Nadie sabe a ciencia cierta cuántos lograrán conservar un techo y cuántos se sumarán al ejército que vaga buscando un dintel, una boca de metro por la que escape calor en las frías noches de invierno, no en la hermosa Bogotá, en la hermosa Nueva York.

Los muros darán respaldo a las espaldas de jóvenes familias, los padres con la cabeza gacha, los niños sonriendo en ese nuevo juego de infancia, adivinar quién pondrá una moneda en el tarro que, la boca abierta, suplica le pongan algo en su vientre.

Los que eran el futuro de la humanidad, infinito como la humanidad, el futuro del país, la esperanza de las familias, la justificación de tanto sacrificio, vagarán buscando una escuela donde aprender llevando con ellos su primer diploma: el de sobreviviente de la pandemia. ¡Honor a los graduados!

Pero nadie sabe a ciencia cierta qué necesitan aprender, para qué necesitan aprender, puesto que nadie sabe lo que nos espera tras la hora del fin del mundo, al menos del que conocemos.

Si pensamos políticamente, los vacíos discursos de neón a nivel mundial son infinitos, a nivel país son inútilmente finitos. Nadie sabe qué proponer que no sean desgastadas promesas, nadie sabe a ciencia cierta cómo funcionará el mundo que viene, lo único que se sabe a ciencia cierta es que los viejos discursos no sirven, que las viejas soluciones no sirven y que desaparecerán el día del fin del mundo, al menos del que conocemos.

Y el temor se instala nuevamente por lo que nadie sabe a ciencia cierta qué nos espera. Puesto que ignoramos cómo salir adelante sin replicar el pasado y sus lacras ¿asistiremos, tras el fin del mundo que conocemos, al nacimiento de una nueva realidad parida por una explosión social incontenible por lo que no se responde a las inquietudes del mundo infinito, del gran país, de la familia, o sobre todo, no se da repuestas a María, Juan, Pedro, Peter, John o Mary?

Se acerca la hora del fin del mundo, y nadie sabe a ciencia cierta lo que nos espera.

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