Somos una revista independiente que sobrevive gracias a tu apoyo. ¿Quieres ser parte de este proyecto? ¡Bríndanos un café al mes!
Francisco Martínez Pocaterra

La hora de los sensatos

La política requiere más apostolado y menos cruzadas corajudas

Los veteranos de la Segunda Guerra Mundial (y antes, los de la Primera) generaron no solo una camaradería vigorosa entre ellos, compañeros en las trincheras, sino un compromiso con el futuro, con su nación y sus compatriotas, robustecido por las miserias experimentadas en el campo de batalla. George Bush (padre) sobrevivió en las aguas del Pacífico, luego de que su avión fuera derribado por los japoneses. El resto de su equipo fue presa de los tiburones. El expresidente Eisenhower comandó los ejércitos aliados. Son solo dos ejemplos. Hubo en ellos pues, los excombatientes de las guerras, líderes con altos cargos políticos y ciudadanos comunes, esa fortaleza que concede la guerra.

Si bien después de 1945 hubo escaramuzas y guerras, como la de Corea entre 1950 y 1953, y la de Vietnam entre 1965 y 1975, acaso las dos más significativas en medio de otras no tan noticiosas, el mundo vivió una relativa paz. Claro, lo hemos visto, al menos quienes hemos vivido un poco más de medio siglo, el Medio Oriente ha sido una zona de conflictos permanentes desde la fundación del Estado de Israel en 1948, y en África se han dado refriegas de todo tipo, incluidas limpiezas étnicas, pero mal podría decirse que han sido confrontaciones de tal magnitud que arriesguen la paz mundial. En todo caso, fueron muchas de ellas, parte de la Guerra Fría. Y si bien esta tuvo sus bajas, fue mayormente silente, librada en los callejones por matones y espías, y no en las trincheras por soldados, muchos de ellos reclutados.

En 1989, año del desplome del muro de Berlín y, desde luego, uno de los símbolos más ignominiosos de la confrontación entre Estados Unidos y la URSS, podría decirse, metafóricamente, que las tropas de la OTAN finalmente entraron en Moscú. Es cierto que tal cosa no ocurrió, pero Occidente, sin dudas, ganó aquella guerra de espías y soldados prestados por otras naciones. La URSS colapsó, sin que las bombas nucleares explotaran en Moscú o Kiev, a Dios gracias, y de aquel inmenso conglomerado de naciones y etnias que fue la URSS, quedaron Rusia y medianos y pequeños países en busca de su propia identidad. De aquellas batallas, solo sobrevivió el liberalismo, con sus gráficas de mercados y dividendos, y, desde luego, nacionalismos bien arraigados.

Tal vez tenga razón Fukuyama (un intelectual mucho mejor preparado que este modesto crítico), la lucha en los mercados de una economía global pautada por Occidente resultó aburrida para las masas, y, creo yo, para un importante número de analistas, cuya ceguera dogmática les impedía – y les impide – ver que Carlos Marx está muerto y enterrado, como asegura la canción de Joan Manuel Serrat. Fronteras afuera y en nuestras tierras.

Imagino yo pues, en ese mundo occidentalizado, regido por leyes que ciertamente atentan contra la esencia de infinidad de líderes, emergieron nuevos oponentes, que empezaron a ejercer acciones para favorecer su único y genuino apetito: la revancha de los perdedores. Autocracias iliberales de variado pelaje han ocultado sus resentimientos más viscosos hacia Estados Unidos (y, consecuentemente, hacia Occidente) en una nueva forma de «izquierda» (aunque sería más apropiado llamarla «anti-sistema»), la progresía (que ideológicamente puede ser de derecha o izquierda). Putin es, acaso, el más ruidoso, pero no lo son menos Donald J. Trump, ni la ralea de dictadores menores, desde Nayib Bukele hasta Nicolás Maduro.

Pagamos hoy, pues, ese cansancio, ese aburrimiento generalizado. Máxime cuando la influencia que ha ejercido la democratización de la información (gracias al Internet) ha creado una sociedad incrédula que paradójicamente todo lo cree. Por ello, no solo emergen corrientes disparatadas, como la de los «terraplanistas», sino que la necesidad de destacar es de tal magnitud, que en un holocausto alienígena (al estilo «La guerra de los mundos», de H.G. Wells) no faltarían quienes defendieran a los extraterrestres. La humanidad se ha atomizado en minorías intransigentes, cada una deseosa de dominar a las otras, sean los islamistas fundamentales (que más que sus creencias religiosas, abogan por la imposición de su cultura) o los movimientos en defensa de los derechos de las minorías, como los colectivos defensores de la diversidad sexual o los que abogan por la igualdad de las diversas culturas menos sonoras o etnias menospreciadas. La necesidad de hallar causas, sin negar que no son pocas de ellas justas, ha sacrificado la tolerancia. Eso es grave, muy grave.

No somos la excepción. Venezuela padece una atomización sin precedentes, y cada facción cree ser dueña de la verdad (cuya naturaleza ontológica es, si se quiere, una de las grandes interrogantes filosóficas). La pugnacidad no solo ocurre entre los seguidores del gobierno y los disidentes, que se manifiesta en el rechazo visceral y absoluto de unos por los otros, sino entre los mismos opositores, y, si se quiere, aun con mayor virulencia que la profesada hacia el régimen revolucionario. Por ello, podría afirmarse que la política está profundamente dañada en Venezuela y, por qué negarlo, en el mundo. En un estruendo de gritos y vituperios, nadie escucha más allá de sus propios alaridos.

La petulancia y la pedantería impregnan el discurso, cuando no la estupidez llana de quienes solo buscan «likes» en las redes sociales. El aporte concienzudo y respetuoso de las ideas ajenas ha sido sustituido por el pugilato estridente de egos exaltados. Resulta azaroso pues, remontar la cuesta para superar nuestra crisis, acaso una de las más graves de cuantas hallamos padecido.

No obstante, ser tolerante en un mundo intolerante resulta paradójico. Tal vez por ello, sin desoír las ideas contrarias, aun aquellas que nos disgustan intensamente, es menester hacer lo que muchos no saben cómo: apostolado. Soy católico y debo hacer apostolado, porque mi credo es, justamente, apostólico. Sin embargo, distinto de los cruzados del siglo XII (cuyas motivaciones eran más económicas que religiosas), que iban mandoble en mano «catequizando» infieles a sablazos, o los islamistas de hoy, como el talibán o ISIS, que andan cortando cabezas, el apostolado debe ser amoroso, cordial y jamás, impuesto, como en efecto lo sugería John Locke a fines del siglo XVII. En la política no es diferente. Aún más, cuando la democracia se basa precisamente en el disenso y el diálogo contante. Necesitamos pues, crear puentes, no solo hacia el chavismo, sino también entre nosotros mismos, los que disentimos del régimen revolucionario.

Sé bien que en todas las facciones hay gente sensata. Estoy al tanto, asimismo, de los intereses opacos que vegetan en ellas. Sin embargo, apelemos a los sensatos, cuyo interés sea la resolución de la crisis y no satisfacer sus egos o intereses oscuros, para nada compatibles con los anhelos ciudadanos.

Hey you,
¿nos brindas un café?