Hace un par de años me encontré con un montón de huesos humanos apilados en la mitad de la calle. La imagen me atrapó por sorpresa y me hirió de forma profunda. Mi hermano, mi tío, mi prima y yo nos habíamos embarcado en la aventura de escudriñar los pueblos de la Cordillera Central de Colombia en busca de la familia de la que mi abuela María perdió el rastro en 1948. Después de varios intentos fallidos, gracias a la ayuda de varios campesinos y de los curas de dos pueblos, logramos identificar la localización de nuestros familiares. Llegamos al pueblo indicado en la mañana de un domingo de agosto. Lo hicimos porque sabíamos que los campesinos de las veredas cercanas bajarían a la cabecera municipal para asistir a la misa y adelantar sus compras. El sacerdote, en un acto de generosidad, había aceptado recibirme en su despacho y escuchó mi historia mientras se preparaba para celebrar una misa de réquiem. Fue él quien me indicó que la manera más apropiada para adelantar nuestra pesquisa era seguir la procesión mortuoria hasta el cementerio del pueblo donde además encontraría a alguno de mis antepasados. Tuvimos suerte y pronto nos encontramos con un par de parroquianos que resultaron ser familiares nuestros por dos líneas distintas. Juntos vimos salir el ataúd de la iglesia y nos unimos al cortejo. Nuestros recién descubiertos primos no tardaron en presentarnos con sendos familiares y así avanzamos a paso lento detrás de los dolientes. De repente, antes de entrar a los predios del cementerio, me choqué con una loza de hormigón y un hueso fémur en mitad de la calle. Levanté la mirada y vi que se trataba de una urna mortuoria abierta que había sido arrojada a la calle como desalojada del camposanto. Ninguno de los parroquianos se inmutó y el pueblo entero pasó de largo junto a las dos calaveras y el montón de huesos allí abandonados. Esperé a quedarme solo y tomé una foto abrumado por una idea macabra: quizá se trataba de antepasados o familiares nuestros. Luego me enteré de que el cementerio se encontraba en renovación y que el proceso incluía la remoción de los “muertos sin dolientes”. Hemos llegado tarde –le dije a mi hermano que regresó a buscarme. Vamos –me dijo como para consolarme– allí adentro hay varias lápidas con el mismo apellido y hay una anciana de la edad que hoy tendría mi abuela, es posible que se hubieran conocido.
Sin duda, la manera en que se trata el cadáver de un ser humano es un acto de habla tan permanente como las circunstancias mismas de la muerte. Más todavía si ha sido una muerte violenta producto de un enfrentamiento entre ejércitos, o de un acto de barbarie como los que cada vez más son publicados en videos por el internet. Los asesinos, tanto los terroristas de ISIS como los culpables de la desaparición de los 43 estudiantes de Ayotzinapa, México, se han convertido en gramáticos de la violencia. Para ellos la muerte es simplemente la tinta en la pluma con la que escriben en nuestra memoria. ¿Por qué lo hacen? Porque consideran que se trata de mensajes efectivos que tendrán repercusión publicitaria y redituarán en formas simbólicas de poder. Además, están convencidos de que pueden seguir actuando con impunidad.
Espero que los 43 estudiantes de Ayotzinapa nunca se conviertan en “muertos sin dolientes” como esos dos cadáveres que encontré, en mitad de la calle, cuando trataba de reconstruir la memoria familiar de mi abuela que vio a su familia desvanecerse en el aire, en medio de la violencia en Colombia.