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La gala de la moda en el Met: El camp y sus vertientes

Como es de rigor, desde que la gala del Instituto de la moda en el Metropolitan Museum de Nueva York se transformó en una alfombra roja para las celebridades, la prensa internacional dedica páginas enteras a la inauguración de las muestras. La más reciente: “Camp: Notes on Fashion” que espejea el título del ensayo “Notes on Camp” de Susan Sontag, publicado en lo que fue su primer colaboración para la Partisan Review (1964) e incluido en su primera colección de ensayos Against Interpretation (1966). Doble debut, de unas anotaciones exhaustivamente citadas desde allí por críticos, académicos y teóricos culturales; y que con esta exposición pasan al lenguaje colectivo.

Pero si, por un lado, muchos puristas tanto de la moda como de la teoría crítica no concuerdan con la masificación de la gala y sus contenidos, desde que el Instituto tomó el nombre de la influyente editora de Vogue Anna Wintour el evento forma parte del imaginario popular, y ha aportado enormes beneficios a un museo que atravesaba graves problemas económicos y de liderazgo. Esto quedó demostrado en la escogencia que Wintour hizo de los maestros de ceremonias, pertenecientes a distintas áreas del poder mediático: la moda (Alessandro Michelle, director creativo de Gucci), el deporte (la tenista Serena Williams) y la música (los cantantes, compositores y actores Lady Gaga y Harry Styles).

Con todo ello en mente, el recorrido de la muestra exigió una apertura de miras y un abandonarse a la artificialización como hilo conductor a través de las obras; donde curatorialmente se superponían épocas y estilos, no solo a lo que la moda respecta, sino a las fotografías, cuadros, esculturas, instalaciones, videos y objetos expuestos. Ello, con objeto de enfatizar el carácter plural e inclusivo de una estética cuya esencia, citando a Susan Sontag, “es su amor por lo antinatural, el artificio y la exageración”.

Las notas de Sontag empezaron así a darle sentido crítico a un término que había estado en boca de muchos, desde que Jean Cocteau acuñó la expresión “camp” en un grupo de aforismos publicados por Vanity Fair en 1922. Por su parte Christopher Isherwood, en su novela The World in the Evening (1954), esbozó una definición del vocablo en términos de low y high, de acuerdo a su grado de seriedad; así, un joven simulando ser Lady Gaga se consideraría low camp, en tanto que el ballet y el estilo rococó, por ejemplo, serían high camp pues, bajo su elegancia y apariencia artificiosa, se esconde ese sustrato de seriedad que los empina por encima del mal gusto. Algo que muchos asistentes a la gala y autores de los artículos sobre la exposición no captaron, al equiparar la estética camp con el mal gusto per se, sin hacer distinción alguna.

A partir de aquellos antecedentes, el camp sirvió para denotar una estética de lo frívolo hasta el punto que, a mediados de los años sesenta era, según Esther Newton, “una palabra que en los círculos entendidos denotaba específicamente el humor homosexual”. Por otro lado, Matei Calinescu sugiere que el camp es “el renacimiento del kitsch en el mundo del high art”.

Evidentemente, no puede hablarse del camp sin tomar en cuenta el kitsch, que en las culturas de habla hispana adquiere las connotaciones de cursi. Camille Paglia ha considerado el camp “passé” e íntimamente asociado a la imagen del travesti que ella, a diferencia de Isherwood, lo considera high camp. Y Gary Indiana, en su reseña del film Careful de Guy Maddin (1993), incluido por él dentro del “camp llevado a un grado inquietante de seriedad”, sostiene que en nuestra contemporaneidad la gente ya no responde al estímulo camp como en el pasado pues, al disminuir la intolerancia hacia las diferencias, este ha perdido el efecto transgresor que lo prohibido garantizaba, transformándose en “una desmitificada reliquia de lo que podría llamarse preliberación homosexual”.

No extraña entonces que la exposición del Met haya atraído a un público muy variado, circulando ante los artefactos desplegados tras las vitrinas por espacios pintados de color rosa y ambientados con la dramática voz de Judy Garland interpretando, reiteradamente, una de las estrofas de su mítico “Over the Rainbow”. Ello, antes de entrar a la gran sala final donde una extensa instalación de trajes y accesorios quedó historiada mediante una serie de voces recitando distintas definiciones y opiniones sobre la naturaleza de lo camp.

Como ocurre con el kitsch y lo cursi, las connotaciones de camp dependen de la percepción del receptor; por eso en la muestra del Met encontramos muchas capas de sentido, donde la visión del ignorati y el cognoscenti, siguiendo la terminología acuñada por Andrew Ross, desvalorizó o revalorizó cada artefacto cultural, interviniéndolo con el bagaje particular de la propia mirada donde se inscriben preferencias, prejuicios y creencias.

Lo recargado de los espacios, concebidos como una continuidad de pasillos donde el nutrido público y las obras forcejeaban para hacerse lugar antes de llegar a la gran sala final, contribuyó a intensificar la sensación de abigarramiento y amontonamiento, intrínsecas a la isla de Manhattan, con lo cual la muestra no hubiera podido presentarse en una geografía más adecuada.

De la Grecia clásica a la postmodernidad, pasando por la Francia prerrevolucionaria, la era victoriana, la modernidad y el pop, escritores, artistas, modistos y diseñadores dialogaron, bajo la mirada crítica de Susan Sontag presente a través de sus textos, citas alusivas y representaciones fotográficas y fílmicas. Esto cumplió una doble función: homenajear a una icónica intelectual neoyorkina, de quien recientemente se publicó la biografía Sontag: Her Life and Work por Benjamin Moser, y proporcionar el marco teórico a las obras siguiendo el desarrollo de los cuatro rasgos fundamentales del camp según Jack Babuscio: “la ironía, el esteticismo, la teatralidad y el humor”. Ello, mediante un show que, desde su inauguración hasta su clausura, imantó la atención del espectador, poniendo en evidencia el poder del vestido como signo, en el sentido que Roland Barthes le dio al término en su Système de la mode (1967), y como depositario de los deseos y avideces del público en este milenio.

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