La franquicia roja de Venezuela en Europa (Parte I)
Los efectos perversos que puede causar el Estado con los recursos de todos los contribuyentes no son pocos y no son de corta duración. Si después de la larga e interminable lista de fallos todavía se lo defiende a ultranza, sin poner límites a su accionar y sin exigirle niveles de productividad aceptables, la explicación de esa defensa hay que situarla en otro terreno distinto al de la democracia y la eficiencia. El Estado que gasta más recursos de aquellos que percibe y que además lo hace de manera ineficiente está ayudando a la quiebra del Estado de Bienestar cuya construcción tanto esfuerzos ha costado. El Estado que con políticas y normas ahuyenta a la empresa y estimula el desempleo, está afectando la financiación del Estado de Bienestar y su viabilidad.
Por ese motivo resulta incomprensible y un contrasentido propiciar una más ancha y amplia distribución del bienestar si al mismo tiempo se declara la guerra a la empresa privada y no se mejora la productividad y eficiencia del Estado y de todo el tejido empresarial. En las décadas de los 80s y 90s, una buena cantidad de países europeos iniciaron un agresivo proceso de poda entre aquellas empresas públicas ineficientes creadoras de déficit y que restaban bienestar a los ciudadanos. Eran las “Hood Robin” que malversaban los recursos de todos y que era preciso eliminar para poder mantener el Estado de Bienestar.
En su discurso subrayan la contraposición empresa privada-Estado y se encargan de animar la confrontación entre lo privado y lo público por todos los medios. Se declaran enemigos acérrimos de lo privado y afirman que privatizar es negar la patria, lo que segun Orwell es cambiar las palabras para decir lo mismo que siempre ha dicho el marxismo. Llegan al extremo de considerar a la sola mención de la posibilidad de privatizar la gestión de un servicio como un acto antipatriótico.
Ante todo y por encima de todo son Estatistas y miran con desprecio a ese derecho humano fundamental, el ejercicio de la propiedad privada. Les encanta utilizar los recursos de todos los ciudadanos para sus fines privados. Lo corrobora la reciente declaración de la Alcaldesa de Madrid, quien decidió destinar los espacios públicos (que pertenecen a todos los ciudadanos) para que en ellos puedan vivir lo grupos sociales afectos a su proyecto, el “colectivo del movimiento okupa” (con ese mismo nombre designan a los grupos afectos al régimen en Venezuela). Lo llamativo es que calcan la práctica y los nombres: colectivos y círculos.
Su propósito es ejercer el control del Estado para imponer la hegemonía, cuyo sinónimo es imperio. Para hacerlo se valen de los argumentos formulados por Gramsci, quien abiertamente reconoce la paternidad del término a Lenin. Gramsci la define y amplía como la capacidad de dirección para convocar a los grupos subalternos. Sugiere que la alianza entre clase y grupos sociales debe trascender los planos político e ideológico y propone la inclusión de una nueva dimensión, la cultural. Afirma, basándose en lo dicho, que la hegemonía es aquella en donde se logra la conciencia de que los intereses no se encuentran limitados a los estrictamente económicos y se amplían para dar cabida a los intereses de otros grupos subordinados. La hegemonía, por tanto, se ejerce de un modo universal sobre todos los grupos subordinados y por ello es tanto dirección intelectual como moral (¿ Su moral?) que permite pasar del particularismo al universalismo. En este caso, el dominio trasciende el momento de la coerción y su ejercicio es posible debido a que los grupos subordinadas aceptan la dirección de quien dirige.
Para alcanzar la tan ansiada hegemonía es preciso destruir la institucionalidad democrática. Por esa razón, la crítica a las élites económicas y políticas y a las instituciones a las que acusa de “oligarcas” y responsables de la desigualdad, la austeridad y la crisis, está animada con ese propósito. Uno de los medios de los que se valen es el de reconstruir la historia como un modo de apoderarse del presente. Cuestionan la transición democrática en Venezuela y España y decretan su agotamiento: En Venezuela el “Pacto de Punto Fijo” y en España los pactos de la transición. Cuestionan la transición y los pactos a los que desprecian por considerarlos acuerdos entre oligarcas, pues no se tocó a las élites económicas venezolanas o aquellas que provenían del franquismo. Cuestionan también el papel del Rey y la monarquía, un actor clave en el proceso de transición democrática. Al hacerlo están horadando las instituciones democráticas. Por eso insisten en denominar al pacto de la transición como del olvido y quizá sea ello lo que explique el interés de algunos en continuar hablando de la “memoria histórica”, que no es ni puede ser ni lo uno ni lo otro.
Para remediar la situación proponen ahora sí la verdadera transición y sugieren una solución ya ensayada en Venezuela hace más de tres lustros: la reforma constitucional y el inicio de un proceso constituyente. Sostienen que en la transformación de la constitución está la médula de solución de la “crisis”. La franquicia venezolana que intentan aplicar en España demuestra de un modo fehaciente lo falaz que resulta el argumento. La experiencia venezolana le grita al mundo que esa transformación nada resuelve y todo lo agrava.
Ven en el cambio constitucional la posibilidad de imponer una mayor soberanía nacional que consideran perdida gracias a la integración a la Unión Europea. Les preocupa mucho esta pérdida de soberanía, se sienten incómodos en el modelo de cooperación e integración y les resulta difícil convivir entre las reglas y normas que se han elaborado de mutuo acuerdo y luego de un arduo proceso de búsqueda. Tampoco parecen sentirse a gusto ante el aumento de la movilidad y el mayor volumen de intercambios que desdibujan las fronteras convencionales. Su lema parece ser: integración para pedir globalmente y autonomía para destruir localmente y a placer. Cuando definen a España como un país plurinacional nos imaginamos que cada pequeño Estado tendrá que ceder algo de soberanía local para poder existir como nación. Aplican a España lo que niegan a Europa.
Los extremos se tocan, aunque prefieren evitar la división geográfica entre izquierda y derecha y su nacionalismo, que como todo nacionalismo es retrógrado, semejante al que demanda Le Pen en Francia. No decir abiertamente que son de izquierdas y que se autodefinen como progres tiene un carácter táctico (hay que recordar que el fin justifica los medios), pues de lo que se trata es de no espantar a posibles votantes y sumar, intentando cumplir la máxima de uno de su mentores intelectuales, tranversalizar las demandas sociales. Por ese motivo se decanta por usar el término “pueblo”, más neutro, vacío y amplio al mismo tiempo. Contrasta este ocultamiento y el uso de la noción tan vacía con el debate que sugiere Sophie Heine en su libro, en el que analiza la necesidad de una nueva izquierda.
Se niegan y oponen a lo que denominan políticas de austeridad del gasto público, a las que responsabilizan de todos los males habidos y por haber. En lugar de buscar formas que permitan la financiación del Estado de Bienestar, están dispuestos a gastar más de lo que tienen y restarle viabilidad al futuro del Estado de Bienestar. En lugar de propiciar el ensanchamiento del tejido empresarial, su productividad y competitividad y el empleo para poder financiar nuevos servicios de la seguridad social, promueven la destrucción de la empresa y la productividad. Para disimular la animadversión a la propiedad privada se dicen defensores de las cooperativas y las pequeñas y medianas empresas. Al parecer piensan que la pequeña propiedad es inocua y que es posible la coexistencia con un modelo estatista y centralista, que la realidad se ha encargado de negar de un modo reiterado.
Se amparan en la defensa de la democracia a la que siempre adjetivan: participativa, descentralizada, protagónica y creen que a mayor número de consultas mayor es la democracia. Como si al hacerlo lograran diferenciarse y de este modo vender la idea de que son más demócratas, aunque como sabemos su propósito es claro, destruirla. Llegan a sostener que no aceptan la constitución de la que se valieron para acceder al gobierno, o negar las normas que no comparten y que hacen posible la convivencia. Comparten su disposición a violar las normas que les disgustan.
Como ejemplo de lo que es posible hacer para romper amarras con los poderes asfixiantes ensalzan lo que han hecho países iberoamericanos, a los que utilizan como modelos de la franquicia. En su lista no están Chile, Perú, México o Colombia, cuyo aporte a la reducción de la pobreza y a la incorporación de más de 50 millones de ciudadanos latinoamericanos a las clases medias ha sido decisiva.
Los países seleccionados, y no es casualidad, son Venezuela, Ecuador, Bolivia, los que utilizan el moquete y se autodefinen como socialistas del siglo XXI. Países distintos con una misma franquicia. Hasta hace nada países ensalzados como consta en escritos y es posible ver en You Tube, de los que hoy se desmarcan por resultar impresentables: deterioro económico, cerco a la libertad de expresión, represión y presos políticos. El silencio en torno a Venezuela es más inexplicable todavía, por cuanto de los países mencionados es el que ostenta el mayor nivel de ingreso, que ha culminado en una escasez monumental, tarjeta de racionamiento digital y que exhibe la tasa de inflación de las más elevadas en todo el mundo.
Del modelo venezolano y del difunto presidente, al que alabaron hasta la saciedad (son muchas las evidencias), calcan toda la estrategia: la división de la sociedad entre oligarquía y pueblo, desmarcarse tácticamente de la división izquierda-derecha, la necesidad de una nueva constitución, la animadversión a la empresa privada identificada como monopolio y defensa de la cooperativa y la microempresa. Calcan la estrategia, la táctica y hasta lo eslogans y hoy se desmarcan por los daños irreversibles que ocasiona la proximidad con ese socialismo. Ahora se han convertido en corderitos socialdemócratas a los que les atrae Finlandia o el modelo de los países nórdicos. Por cierto, estos últimos se adelantaron a la crisis y adoptaron las medidas necesarias que hoy les permite mostrar importantes cifras de crecimiento de su PIB, una elevada productividad y un tejido empresarial competitivo e innovador.
Lo mismo le ocurrió a Grecia. Primero la ensalzaron y ahora, después de los nefastos resultados en tan poco tiempo, se distancias y recurren a la fórmula ya conocida: Venezuela no es Cuba, España no es Venezuela y tampoco Grecia y Grecia tampoco es España o Venezuela. Llevan razón. Grecia representa un pequeño porcentaje del PIB europeo mientras que España representa un poco más del 10%. Las diferencias no ocultan las similitudes del discurso y de la práctica que exige la franquicia.
Hasta en su actitud con respecto a los medios de comunicación muestran sus semejanzas. La consideran un servicio público. Para que esto resulte posible los medios deben estar en manos del Estado ( ¿o del gobierno?). También en este punto destilan su animadversión a la propiedad privada. Son tan demócratas que proclaman la necesidad de proteger la libertad de los periodistas frente a los propietarios de los medios que, como cabe esperar de esta franquicia, representan a los malos del western.
No cabe duda de que tanto en Iberoamérica como en Europa es necesario continuar avanzando en el terreno de la igualdad y para ello es necesario más libertad y no menos como sugieren los franquiciados rojos. Quienes adversan las libertades y la democracia han sido derrotados conceptual y sobre todo en el terreno práctico. Pero el virus es resistente y se producen nuevas cepas y franquicias que requieren de nuevos antivirus. Es un reto de los demócratas en todo el mundo para los que Venezuela se ha convertido en un importante laboratorio.