A principios de año pasado me fui al campo, en plena montaña, a un caserío perdido en la selva de la Cordillera de la Costa venezolana, cerca de Colonia Tovar. Para quienes me lean desde Europa y Estados Unidos, quizás les resulte difícil imaginar un camino por dentro de la selva nublada, un camino de tierra sembrado de peñascos, con baches que se tragarían casi entero a un auto y precipicios que cortan la respiración. Viajar a La Florida es una aventura, ciertamente, pero también es un suplicio que los lugareños han asumido como natural. Yo hice ese viaje durante una hora, de pie en la plataforma de un Jeep viejo al que le sonaba todo, aferrándome apenas a una baranda para no caer al camino.
Al llegar al sitio nos esperaban las personas y sus aplausos. Llevábamos juguetes para los niños del caserío, unos setenta. Allí la pobreza no goza de los afeites de las estadísticas. La pobreza fuera de los libros y de los números tiene rostro humano, y es siempre próxima.
Los floridanos son personas sencillas y amables. Generosas en su precariedad. Uno de los mejores caldos de gallina me lo he bebido allí, y en cantidades que avergonzarían a cualquier señor de salva. Un hombre recio de campo me arrimó una silla para que me sentara, en una sociedad en que ni las damas ya pueden gozar del piropo cortés del asiento cedido. Aquel día descubrí que es falso el aserto tan manido de que la pobreza hace mezquinas a las personas. Tan lejos de la orgullosa civilización, me sentí interpelado por unos hombrecitos y mujeres que sabían mucho de la dignidad humana porque la respetan a cada tanto.
Sobre la plataforma del Jeep que nos trasladó, tres labriegos compartían su sopa. No había entre ellos interponiéndose un teléfono móvil con sus aplicaciones porque no hay señal allí. Hacía mucho que no experimentaba esta sensación de disponer absolutamente de la atención de mi interlocutor. Se me hizo extraño que alguien no me postergara privilegiando su iPhone. Fue raro sentirme persona, reconocer que era y existía.
Me planté a charlar con una chica de veinte años que acunaba a su bebé en brazos, y le pregunté por la electricidad. Llegó hace cuatro meses –me dijo–. No pude evitar sentirme a principios del siglo XX. Era como viajar en el tiempo, así que intenté explorar lo que pudo sentir por entonces alguien ante la llegada de la luz que nunca había tenido. Su respuesta me desconcertó: No sé. Solo tenemos un bombillo fuera de casa. Luego de cuatro meses, toda su ambición en torno de la electricidad era un bombillo fuera de casa. Desde aquel costado de la civilización tuve una perspectiva bastante crítica de lo que hemos hecho con esto que llamamos estándar de vida.
No estoy muy seguro de que nosotros vivamos mejor que mis amigos floridanos. Metidos en esas cápsulas de asfalto y cemento llamadas ciudades, cruzando de mal humor avenidas en bólidos de metal, viendo a todos como potenciales enemigos, llenando al año decenas de formularios y maldiciendo cada vez que el agua falta en el grifo o se quema el bombillo del sanitario… no estoy muy seguro de que la realidad de La Florida sea peor que nuestra sofisticada cotidianidad.
Allí supe cómo los vecinos se organizan para ayudar a los más pobres de una comunidad de por sí muy empobrecida. Los hombres hablaban de ir juntos a reparar el camino, mientras las mujeres acordaban hacer otra sopa para sus maridos e hijos cuando bregaran con las piedras y los baches. Las sillas que había en el solar donde nos reunimos provinieron de todas las casas.
Pero hubo algo por sobre todo que me impresionó. En un país políticamente tan polarizado como el mío, en el que los políticos parecieran actores de un reality show con máxima sintonía, los lugareños de La Florida nunca los mencionaron. No existen. Los dioses del Olimpo político están tan lejos que ya los olvidaron. Y sin embargo, creo que en mucho tiempo no volveré a toparme con personas más optimistas y esperanzadas que los floridanos, porque esperan, con certeza, la mano callosa de su vecino.