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La fiesta del deseo reconciliado

Sorprende leer los muchos alegatos que sostienen que legalizar la unión civil igualitaria es poner fin a la tradición y erradicar el sentido original del matrimonio, una institución cuyo sentido está -desde hace poco más de medio siglo y por diversas causas- en crisis. Pensar a la comunidad LGBT como  responsable de la ruptura de la tradición es seguir condenándola al ostracismo y achacarle una “culpa” que, en caso tal, se sostiene sobre muchos. Y sorprenden, también, los alegatos -sensatos si no se perdieran dentro del furor condenatorio- que indican que una comunidad que ha sido excluida, precisamente por un sistema patriarcal, no debería repetir sus esquemas y sus leyes. ¿Por qué quieren casarse los gays? ¿Por qué se casa la gente? Nos gusta pensar, ridículos que somos, que por amor, que gana siempre. No importa si, en dos o diez años, todas esas parejas gays que, a partir de ahora, se casarán en distintos lugares del mundo, se divorcian. El amor gana. Y de hecho, parece ser así: en la mayoría de los casos el amor -esa bella forma de la locura- hace que nos olvidemos de patriarcados y divorcios y soñemos con uniones para siempre. Tenemos derecho a ese sueño hasta que nos inventemos otro más divertido.

Ambas posturas -la que condena la ruptura de una tradición y la que condena la repetición de una tradición obsoleta-, situadas en los extremos -aunque sus argumentos sean, muchas veces, sólidos- parecen olvidar que todo este asunto se trata, básicamente, de la adquisición de una serie de derechos civiles y de un montón de seres humanos (no teorías, no abstracciones) que tienen lugar como entes políticos en medio de esa antagonía. El primer artículo de La Declaración de los Derechos Humanos reza que “Todos los seres nacen libres e iguales en dignidad y derechos”. En el artículo 7 se habla de nuestra igualdad ante la ley y en el 16, el que toca al matrimonio, nunca se especifica que sea exclusivo que mujeres se casen con hombres. Cuestionarse porqué la gente se casa es muy válido, también pensar en el quiebre de las tradiciones. Pero no estoy muy segura de que el derecho legal de la gente (toda la gente adulta y con consentimiento de ambas partes) a casarse por unión civil sea cuestionable. Si el término matrimonio es válido o no, si el matrimonio es obsoleto  o no, ya es asunto de otras disertaciones. Ya no vemos el sol -como me dijo una amiga- inmediatamente vemos sus manchas.

No puedo dejar de pensar en Stonewell Inn. En toda esa gente que, en 1969, levantó la voz para decirle a las autoridades de este país que ser gay no era ilegal. Y, por más que intente teorizar sobre el matrimonio civil igualitario, la emoción me gana. Tal vez también estoy ciega, a mi manera. He pensado mucho en la alharaca en torno a la decisión tomada por la Corte Suprema de los Estados Unidos, cuando una serie de países han venido haciendo lo mismo en los últimos años; he pensado en el poder que tiene este país en el imaginario colectivo. Pero luego recordé que esa lucha comenzó aquí, en Nueva York o, para no idealizar, se hizo visible en esa enorme cultura del escenario que es la cultura estadounidense. Pienso en Harvey Milk, asesinado; pienso en Allen Ginsberg, llevado a juicio por inmoral; en tantos otros cuyos nombres desconozco y no puedo evitar emocionarme: ser gay, en este país, no es ya una ilegalidad. La palabra legal tiene, más allá de su significado literal, un enorme poder simbólico. Y, aunque todavía falte mucho camino por recorrer, mucho, Stonewell Inn ganó, el 25 de junio del 2015, una partida. Me alegra estar aquí, me alegra ser testigo de ello; de la fiesta -y para decirlo con el poeta Armando Rojas Guadia- del deseo reconciliado.

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