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esteban ierardo

La fascinación vikinga

La cultura popular cambia sus modos de expresarse. En la primera mitad del siglo XX, el cine mudo, las historietas, luego el cine sonoro, las revistas pulp… Hoy la industria de las series reina en las plataformas de streaming.

El éxito de ciertas obras, de la literatura, el cine, las series, puede ser señalada solo como la última moda; o, desde otra perspectiva, ya no tan simple o superficial, bien podríamos preguntarnos: ¿por qué ciertas propuestas son éxitos masivos, y otras  no?

Seguramente una primera explicación (una entre otras) es que ciertas obras mejor expresan las inquietudes de una época. Solo por dar dos ejemplos: el éxito en los 80 de The Wall, la película de Alan Parker con música de Pink Floyd, tal vez canalizó la gran angustia en Inglaterra, y otras partes de Occidente, por la educación represiva. Esto valdría también para La sociedad de los poetas muertos (1989), de Peter Weir, por caso; o, más cercano, Harry Potter, cuya inmensa aceptación entre los jóvenes desplazó el anterior interés por Tolkien como arquetipo de fantasía heroica medieval. El suceso de los niños magos también acaso se debió al rechazo de la educación estandarizada, normalizadora, autoritaria, sin la emoción del jugar y descubrir. Frente a eso, ¿qué mejor que una educación que exuda magia y libera el misterio y la aventura?

Y en lo reciente, un ejemplo de este tipo de éxito en el mundo online es la fascinación por Vikings, la serie de televisión de drama histórico, filmada en Irlanda y transmitida entre 2013 a 2021, en seis temporadas con 89 episodios. La historia del hombre del norte Ragnar Lodbrok y sus hijos, que invadieron y saquearon repetidamente Inglaterra y Francia. Gracias a Netflix, la saga vikinga atrapó a grandes audiencias. Ahora quizá lo haga nuevamente, a partir de su reposición en History Channel.

Una larga  historia con logros artísticos en su estrategia narrativa y fílmica. Pero ese no es nuestro tema aquí. En este caso, solo nos preguntamos por la razón de la atracción por lo vikingo (también hay otra serie sobre la temática, Vikingos Valhalla); y esto exige comprender, primero, el cruce entre la historia real y la que imagina la ficción, escrita por Michael Hirst, sobre el pueblo del Norte.

La seducción vikinga apareció en el siglo XIX. El tiempo del romanticismo como alternativa a la Ilustración,  y del nacionalismo e imperialismo en consolidación. En esa matriz cultural nació un estereotipo: los hombres de fuerza guerrera, con sus cascos con cuernos, una raza pura y fuerte, temible por su bravura, y obsesionados por la muerte en batalla que les abría las puertas de su más allá. El Valhalla. Allí llegaban guiados por las valkirias, las mujeres servidoras de Odín, que elegían a los caídos heroicamente  en combate  para  luego transformarlos en einherjar, los espíritus guerreros muertos en batalla.

El arquetipo vikingo decimonónico coincidía con la mentalidad racista y colonialista de la época. Entonces, visiones pseudo-científicas postulaban una fuerte raza de la que los germanos se sentían sus últimos exponentes. Ya en el siglo XX, el nazismo exaltó este imaginario, al que le dio una pátina de brumoso pasado mitológico, antes aprovechado por Wagner. Esa creencia colapsó con la caída de Hitler. Sin embargo, aún hoy, para las corrientes supremacistas, y su dogma de la superioridad racial blanca, lo vikingo, creen, es uno de sus antecedentes.

En el siglo XXI, “vikingo” es referencia a los escandinavos de las actuales Dinamarca, Noruega y Suecia, cuya edad de oro resplandeció entre los siglos IX al XI. La aridez de sus tierras los predisponía a los grandes viajes y el conocimiento de lo nuevo, en un empuje expansivo que los estableció en Islandia, luego en Groenlandia, y que los hizo llegar, por primera vez, a América en el 1021 d.c, según un estudio de la revista Nature.

El péndulo de su expansión se movió desde Canadá hasta Afganistán, pasando por Inglaterra, Irlanda, Francia. Asolaron y saquearon esos países. París sufrió varios asedios vikingos.

La época de los vikingos no era todavía la de las nacionalidades en maduración de los siglos XII o  XIII. Ser fiel a una tribu, una familia, un líder, era más relevante que la identificación con las naciones escandinavas todavía en gestación.

En esos tiempos, que coincidían con el auge del feudalismo, a los vikingos se los llamaba  wicing, rus, magi, gennti, pagani, pirati, denominaciones no  étnicas. Se habló después, en inglés de «danés» (danar), pero para referirse a la variedad de pueblos bajo la égida vikinga.

Esa falta de una identidad firmemente estructurada explica que, en pocos siglos, los vikingos se mezclarán con las poblaciones de las distintas regiones a las que primero llegaron como comerciantes y, a veces, como invasores y saqueadores.

Lo vikingo mismo era sinónimo de mezcla de culturas, eclecticismo, diversidad. No una esencia monolítica opuesta a la integración étnica. Los vikingos, así, se mezclaron intensamente con los cristianos irlandeses, o con los musulmanes del califato abasí, esa dinastía califal que terminó con la destrucción de Bagdad por los mongoles, en 1258. La “mezcla vikinga” era todo lo contrario de la pureza racial de nazis o supremacistas y su dogma de la raza incontaminada por lo “otro inferior”.

Los vikingos también incorporaban individuos de otros pueblos para reponer sus pérdidas en los lugares donde incursionaban. Muchos de los gobiernos afectados por las invasiones vikingas amenazaron con castigos a quienes se les unieran. El modelo vikingo no era entonces el simplismo de atacar, saquear y volver al hogar. Su acción encajaba en un proceso mayor de expansión geográfica. Y su conocimiento de otros pueblos no venía solo de sus incursiones, sino de sus vastas redes de comercio, y  su familiaridad con el Mar Báltico, como zona de encuentro entre eslavos, frisones, escandinavos, e incluso comerciantes o esclavos del mundo árabe.

En 2014, en Escocia, se produjo un excepcional descubrimiento: el tesoro de Galloway con piezas procedentes de Irlanda, Gran Bretaña, Escandinavia y hasta de Turquía. Otro ejemplo del gen ecléctico vikingo.

El mezclarse de lo vikingo con otros pueblos no los privaba de ciertos rasgos comunes, como el nórdico antiguo y la unidad mitológica de su adoración de Odín (su divinidad máxima), Thor (su dios del rayo), o Freyja (su diosa del amor, la belleza, la fertilidad); o la arquitectura doméstica; las técnicas de combate. Y, ante todo, la cualidad de los distintos grupos vikings era su habilidad para la construcción de barcos, las tecnologías náuticas, y su pareja habilidad para surcar los mares, o los ríos que, como un entramado de venas y arterias, se extendían en la vastedad de Eurasia.

La propia noción de lo vikingo como nacionalidad diferenciada fue consecuencia de los mitos nacionales que empezaron a proliferar en la Baja Edad Eedia. Cuando lo vikingo se orientó hacia su identidad nacional era ya porque había pasado su edad de oro y su fuerza ecléctica. En la Islandia del siglo XIII, Snorri Sturluson, ya cristiano, codificó las sagas en las Eddas. Ese personaje atrajo a Jorge Luis Borges por su compilación de lo heroico, mitológico y poético escandinavo. Borges entendía, incluso, a las sagas como antecedente de la novela moderna. El Snorri compilador era lo vikingo que se despedía de sí mismo. Cuando la Cruz finalmente se impuso al temible rayo de Thor en la tormenta, lo viking era ya un solo pueblo, no el crisol de muchos. Algo que no debe entenderse por otra simplificación: lo vikingo convertido al cristianismo por la fuerza de la espada o la evangelización. Lo que prevaleció fue más bien la comprension de los nuevos tiempos, y la conveniencia.

Eso seguramente movió a Harald Blåtand Gormsson (en español Harald «Diente Azul» Gormsson), el rey de Dinamarca y Noruega, a bautizarse en el año 960. La leyenda dice que el rey Harald fue visitado por un sacerdote germano que quería convencerlo de que existe un solo dios, el cristiano, y nos los muchos dioses vikingos. Harald le dijo que de ser así, su dios lo protegería si le ponía un hierro rojo en la mano. Pero el sacerdote pasó la prueba. Y Harald se convirtió al cristianismo, y dispuso que su reino se convirtiera también a la fe cristiana.  Pero lo real era que el Sacro Imperio Romano Germánico creado por la dinastía sajona u otoniana ya asomaba; y el que sería su fundador, Otón I, ya era el poderoso rey de la Francia Oriental. Y Otón le exigió a Harald su bautismo como única forma de sobrevivir. Harald entendió. Se bautizó. Y luego tuvo lugar un sincretismo entre creencias; y, por ejemplo, los martillos de Thor  se representaron con forma de una cruz cristiana.

¿Pero todo esto puede explicar el fenómeno cultural de la fascinación por lo vikingo en la era del streaming? Solo parcialmente. La serie Vikings saca partido de una narrativa de opuestos culturales; por un lado, los vikingos paganos como enemigos acérrimos de lo cristiano. Ya hemos advertido que esto no coincide con la realidad más compleja de los hechos. Sin embargo, esta no supone una contraposición entre un bien superior (supuestamente el cristianismo) y un mal a superar (la barbarie vikinga).

De hecho, lo vikingo de la ficción, como El séptimo sello de Bergman, gusta de modernizar la mentalidad medieval. Así, Floki (Gustaf  Skarsgård), uno de los personajes más entrañables, primero es lo vikingo que odia lo cristiano pero que luego, lentamente, pasa por un proceso de iniciación y transformación que lo hace comprender que la vida está más allá de los dioses vikingos o del dios de la cruz. Por otro lado, el monje guerrero, el obispo Heahmund (Jonathan Rhys-Meyers), no es un tipo de templario, sino una personalidad contradictoria. Por un lado visionario convencido de la verdad cristiana y, por el otro, el hombre de la ambición y la lujuria. Algo muy medieval que, de todos modos, trasmite algo más moderno: la comprensión de que la violencia domina a todos por igual.

Y esa violencia es la que fluye a raudales en combates numerosos, algo que también satisface el gusto permanente del público por el  espectáculo de la brutalidad medieval en el que la vida no tiene ningún valor.

En la ficción, los cristianos son por lo general víctimas de la agresión vikinga. El combate contra lo cristiano siempre seduce. Pero también los personajes que integran en sí mismos dos mundos culturales antes separados. Ese es el atractivo del monje Athelstan  (George Bladen), primero fervoroso cristiano “puro” que luego siente que su espiritualidad no es incompatible con la manera pagana de venerar a sus diversos dioses y de liberar la vida con desenfreno.

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