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Roberto Ponce Cordero
Roberto Ponce Cordero - ViceVersa Magazine

Entre la fascinación y el horror

Uno de los aspectos más sorprendentes y quizá hasta paradójicos del documental Grizzly Man (2005), de Werner Herzog, es que en cierto sentido no se trata de un documental filmado por Werner Herzog, al menos en su mayor parte. Sin embargo, no sólo es ésta una película muy “herzoguiana” sino, además, la primera obra del director alemán que consiguió captar la atención y la alabanza unánime de la crítica especializada, así como un cierto impacto en el Zeitgeist imperante, desde el final de su ciclo de cinco filmes protagonizados por su actor fetiche, Klaus Kinski y, muy especialmente, desde Fitzcarraldo (1982).

En efecto, el núcleo de Grizzly Bear está conformado por imágenes de carácter amateur pero, como dice Herzog y este documental demuestra, de impresionante belleza, tomadas previamente por el aventurero conservacionista norteamericano Timothy Treadwell durante los trece veranos en los que convivió con osos grizzly en regiones completamente apartadas de Alaska y durante los cuales, amén de simplemente ser capaz de sobrevivir casi hasta el fin –cosa nada sobreentendida en compañía de ejemplares de una especie cuya denominación científica es “ursus arctos horribilis”–, consiguió también en cierta manera convertirse en uno de ellos hasta ser devorado (junto con su novia Amie Huguenard) por un oso hambriento procedente de otros lares y, por lo tanto, desconocido. Así, ante la cantidad y la calidad del material existente, la labor propiamente de cámara de Herzog se reduce, en esta película, a la realización de entrevistas póstumas con diversas personas que conocieron personalmente a Treadwell o que por lo menos estaban relacionados con eventos de su vida (o, en su defecto, su muerte) y pueden aportar, de ese modo, ciertas luces sobre su irresistible personalidad maníaco depresiva, su motivación interior y, significativamente, el valor intrínseco de su trabajo y de su bravuconería, o la carencia final de dicho valor, para el estudio de los animales de Alaska y para el proyecto conservacionista en general.

 

 

Si esta película es muy idiosincráticamente de Herzog, entonces, no tanto por las imágenes –muy pese a que, en su magnificencia, en su carácter contemplativo y en su calidad de documentos de lo sublime, éstas se asemejan a las obsesivas tomas del paisaje tan recurrentes en casi toda la obra anterior del director alemán– sino más bien por el hecho de que Herzog haya encontrado, en Treadwell, una figura tan desmesurada y tan, en una palabra, demente como las de sus filmes kinskianos. Ya desde el aspecto físico, Treadwell tiene algo de Kinski: aunque la fisionomía infinitamente blanca del alemán destacaba especialmente en el contexto de la selva húmeda tropical insoportablemente verde y de sus habitantes humanos (pero representados casi como del todo pertenecientes al mundo natural y, como tales, prácticamente subhumanos), el no menos blanco y rubio Treadwell contrasta también con el medio en el que se lo muestra, sobre todo cuando está rodeado por los osos que, al fin y al cabo, y de manera casual pero en última instancia acaso significativa, son precisamente osos pardos.

Más allá de eso, tanto Treadwell como los personajes interpretados por Kinski –y como, hasta cierto punto, los mismos Kinksi y Herzog también– persiguen incansablemente un sueño descabellado que el mundo exterior alcanza a admirar con fascinación horrorizada, pero nunca del todo a entender, y que acaba siendo, en mayor o menor medida, la perdición de quienes gastan su vida y su, de entrada, más bien ausente cordura por realizarlo. En The White Diamond (2004) –otro documental similar de Herzog, aunque uno en mi opinión muy inferior, quizás entre otras cosas porque el soñador de esta película, el científico londinense Graham Dorrington, simplemente no está tan beatíficamente loco–, el director alemán dice, en una escena clave, que hay “stupid stupidity” (arriesgar la vida de un miembro del equipo de filmación injustificadamente, por ejemplo), pero también “dignified, noble stupidity”. Huelga decir que la estupidez de Aguirre en su búsqueda del Dorado y de la gloria personal por encima de las jerarquías medievales de España; la de Fitzcarraldo en su absurdo plan de vencer la fuerza de la gravedad para poder fusionar la belleza de la ópera con lo descomunal de la selva; y la de Treadwell en su afán suicida de desvanecimiento personal y de regreso a un pasado salvaje y natural inexistente son, todas, estupideces, sin lugar a dudas, pero que pertenecen, también sin lugar a dudas, a la categoría de estupideces nobles, augustas, sublimes.

La similitud entre los personajes de Kinski y el mismo actor alemán y Treadwell es tal, de hecho, que Herzog la remarca explícitamente en uno de los momentos más emotivos y densos del documental. En efecto, cuando Treadwell empieza, frente a la cámara y de manera maniáticamente performativa o performativamente maniática, a insultar sin motivo aparente ya no sólo a los cazadores o turistas que invaden, según él, la región en la que solamente él, por supuesto, tiene derecho a estar (al fin y al cabo, él no es realmente un ser humano sino uno más de los osos), Herzog comenta, desde el off, que él ya había visto antes, en sets de rodaje, los ataques de furia incontenible pero, como él mismo dice, “incandescente” y “artística” de otros actores. Aunque no menciona en ningún momento a Kinski con nombre propio, ni menos aún al no menos complicado –pero sí menos irascible– Bruno S., resulta obvio que Herzog está refiriéndose a sus propios clásicos pasados y muy concretamente al que sigue siendo su más famoso actor. Al fin y al cabo, la última película de Herzog con una resonancia similar a la de Grizzly Bear había sido Mein liebster Feind (1999), documental dedicado a la problemática relación existente entre el director y su alter ego, así como espectáculo de interés para los espectadores menos analíticos y más puramente voyeurs por las rabietas de Kinski que en él se nos muestran.

Es interesante, por cierto, que justamente en esta parte de la película Herzog comente que Treadwell deja de ser camarógrafo y pasa a ser “actor”. Y es que Treadwell, de hecho, nunca deja de serlo: en una de las entrevistas del filme, un viejo amigo de juventud comenta que Treadwell solía estar “looking for a different persona”, hasta el punto de haber intentado, durante un tiempo, pasar por un inmigrante australiano para esconder el hecho de ser, banalmente, un all-American boy procedente de Long Island City. Y por cierto que el intento, en este caso, fracasó por la incapacidad de Treadwell de adoptar convincentemente el acento australiano: por lo visto, como actor él no era del método sino más bien uno de esos que, como Jack Nicholson o Humphrey Bogart, en definitiva sólo pueden interpretarse a sí mismos.

Más allá de eso, es interesante el hecho de que Herzog mencione que Treadwell se convierte en actor porque, al menos en cierto grado, el director alemán no “encontró” el material filmado y el diamante en bruto de la personalidad abrasadora de Treadwell en la naturaleza, as it were, sino que contribuye, tanto con la edición de las imágenes como con la dirección que le da a las entrevistas, a la construcción de un Treadwell mítico que quizás por eso es tan fácil de poner en diálogo con otras figuras de la obra herzoguiana. Es Herzog el que crea el suspenso al final de la cinta y hace parecer a posteriori trágicamente inevitable, pero al mismo tiempo grandiosa (trágica en el sentido literario, que no coloquial, del término, pues), la muerte de su protagonista, enfatizando incluso lo inexorable con sus subtítulos (“a few hours before death”) y comentarios.

Comentarios que, más que ninguna otra cosa, son intrusiones autoriales admisibles e incluso deseables porque el autor que se está entrometiendo es, precisamente, Herzog, pero que si se tratara de cualquier otro director seguramente molestarían al espectador y francamente arruinarían la experiencia estética de la película. Cuando Treadwell lamenta, por ejemplo, el hecho de que los osos a veces se coman a los bebés de su especie por diferentes razones (ya sea por falta de presas en el medio ambiente o porque los machos quieren esparcir sus propios genes y necesitan que las hembras dejen de dar de lactar a la descendencia de otros machos) o de que maten a los zorros que, de acuerdo con la mirada humana, son tan “tiernos”, Herzog explica que lo que pasa es que, en el fondo, el norteamericano se equivoca, ya que la naturaleza no se basa en la armonía sino, por el contrario, en el “caos”, en la “hostilidad” y en el “asesinato”. Asimismo, Herzog duda de la mirada humana que hace que casi “naturalmente” veamos ternura en los ojos grandes y narices pequeñas de los zorros, o en las expresiones humanoides de los osos: cuando Treadwell comete la aparente estupidez estúpida (a diferencia de la estupidez noble y augusta y sublime de su vida misma) de regresar a la región de los osos después de que éstos han iniciado el período de hibernación y enfrentándose, así, a animales hambrientos que no han podido aprovechar el verano para engordar lo suficiente y que, encima de todo, ni siquiera lo conocen de antes, Herzog comenta que es allí donde él ve la verdadera cara de la naturaleza, que no se manifiesta realmente en el comportamiento y en el aspecto físico de los osos acostumbrados a la presencia de Treadwell sino más bien en la “overwhelming indifference of nature”. Después de todo, en opinión de Herzog, “there is no thing as a secret world of the bears. And this blank stare speaks only of a half-boiled interest in food”.

Lejos de comulgar completamente con todos los preceptos de la Weltanschauung de Treadwell, entonces, o de ser indiferente o equívoco ante éstos (como lo sería por ejemplo gracias a su silencio abnegado en Little Dieter Needs To Fly [1997]), Herzog se distancia explícitamente de su lunática empresa, cosa que resulta bastante inusual en el contexto de la obra ficcional o documental del director alemán. La admiración que siente por el hombre oso y su determinación indoblegable, sin embargo, es más que obvia y es también expresada sin tapujos. En esta tensión entre la fascinación y el horror, en este sitio de la fascinación horrorizada, es donde se ubica la película, quizá, del mismo modo que era en ese lugar que se hallaban los filmes de Herzog y Kinski así sea por el solo hecho de que los dos artistas, al mismo tiempo, sabían que realizaban el trabajo de sus vidas en conjunto pero estaban, igualmente, que se mataban.

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