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La experiencia teatral neoyorkina reciente

Observar la cartelera teatral de la ciudad es ya de por sí un espectáculo. Nueva York ofrece, más que ninguna otra ciudad, una extensa programación para todos los gustos y bolsillos. Desde los grandes espectáculos de Broadway, cuyo monto puede llegar a ser astronómico, pasando por los festivales en la Brooklyn Academy of Music (BAM), donde por un precio módico puede disfrutarse de una amplia muestra de obras a nivel mundial, hasta las salas locales que reúnen trabajos de jóvenes dramaturgos o versiones de avanzada de obras clásicas y contemporáneas interpretadas por nuevos valores actorales.

En lo que va de año el gran espectáculo ha sido, sin lugar a dudas, Hamilton de Lin-Manuel Miranda que, para los amantes del hip-hop, ha constituido un crisol de experiencias y sensaciones cónsonas con el ritmo de esta música, extraída de los guetos norteamericanos, donde la comunidad afroamericana todavía se halla confinada. Un confinamiento, cobrando visos de urgencia desde los recientes enfrentamientos entre la policía y la población negra de Dallas, que se ha cobrado vidas de ambos lados y ha escindido aún más la percepción del problema racial en los Estados Unidos. Resulta entonces paradójico que un musical, macerado por la pobreza y la marginación social de las minorías raciales, se haya convertido en el espectáculo más económicamente rentable en la larga historia de Broadway. De hecho las entradas, para el performance final de Miranda el pasado 9 de julio, se cotizaron a un precio de hasta 1500 dólares cada una.

Otras contradicciones, igualmente urgentes, han venido acompañadas de la mano de obras como The Crucible de Arthur Miller. Esta nueva producción para el Walter Kerr Theater de Broadway, en la dirección de Ivo van Hove con música de Philip Glass, se ha constituido en un hito importante de la temporada, no solo por el poder intrínseco de la obra, sino por sus connotaciones presentes. Aquí el fanatismo de los miedos atávicos, que llevaron a la cacería de brujas en Salem durante el siglo XVII, espejea tanto la cacería de “rojos” iniciada por el congreso en el Washington de los años cincuenta del pasado siglo —intertexto de la obra de Miller— como los miedos contemporáneos, espoleados por la derecha norteamericana de la mano de su representante más vergonzoso: el billonario neoyorkino y candidato republicano a la presidencia, Donald Trump.

De hecho, Van Hove trasladó la acción al Brooklyn actual, para evaluar hasta qué punto la integración racial y el respeto hacia las creencias del otro son una realidad y no una ficción. Pese a encontrarnos en una de las ciudades más tolerantes, no solo del país sino del mundo, son patentes las grandes desigualdades entre sus habitantes a todo nivel. Desigualdades, que la globalización ha profundizado en lugar de cerrar, pues ha dado origen a una minoría de enorme poder adquisitivo, dedicada a explotar y manipular a la gran mayoría modesta, creando una ilusión de igualdad e interacción, desde las plataformas tecnológicas y las redes sociales, cuyos auténticos beneficiarios son las grandes corporaciones que deciden, manejan e imponen.

“¡Oh, qué duro es cuando se desenmascaran las falsas pretensiones!”, le echa en cara Abigail (Saoirse Ronan) a Proctor (Ben Whisham), cuando el odio y la intolerancia han envenenado a los restantes caracteres, denunciando así la hipocresía del colectivo. El recurso de ubicar la mayor parte de la acción en un salón de clase, hizo más aguda la sensación de pérdida y descorazonamiento, al convertirse el espacio del aprendizaje en un espacio de rencor, fanatismo, sectarismo y superstición, donde Van Hove puso a actuar a los personajes, hasta hacer trizas el frágil tejido social al cual se aferran para no perder su “integridad” y “respetabilidad”. En sus palabras: “El salón de clases es un espacio perfecto para mostrar el desarrollo de la gente que debería constituir una sociedad bien integrada pero que, al final de la pieza, se ha transformado en una sala de emergencia, un eral y una prisión”.

Una sensación similar nos dejó también la producción de The Cherry Orchard de Anton Chejov en BAM, adaptada y dirigida por Lev Dodin para el Maly Drama Theatre de San Petersburgo. Aquí la acción se centró en el modo como la pieza anticipó el cataclismo histórico que supuso la revolución bolchevique y los desgarramientos de las guerras civiles y mundiales del pasado siglo, pero sin perder de vista el lugar que los caracteres ocupan en el trazado de la Historia desde sus pequeña historias. Historias que quedaron interconectadas con las del público asistente, desde una puesta en escena que integró los espacios del teatro a la representación, borrando la distancia entre el escenario y la audiencia.

Tal estrategia hizo aún más inmediata la sensación de aplazamiento y digresión que nutre el argumento y moviliza la acción; cual si con sus vanas discusiones los personajes pudieran detener el irremisible paso de la Historia, que terminará por desintegrar los últimos fragmentos de una forma de vida llegando a su fin. El acto de cubrir con fundas blancas muebles y paredes, donde simultáneamente se proyectaban escenas de la familia retozando entre los cerezos en una época más feliz y los retratos de sus protagonistas cual alter egos de sí mismos, ahondó en la sensación de pérdida y naufragio, con la cual Chejov cerró no solo su carrera sino su vida, al dramaturgo fallecer seis meses después del aclamado estreno de esta obra.

El muro de ladrillos con que en la escena final la escenografía selló no solo el paso al jardín, leitmotiv del argumento, sino la casa misma, se constituyó en alegoría del encierro interior de la sociedad previa a la revolución, ciega a los cambios necesarios para que el país entrara en la modernidad. Una modernidad que el marxismo-estalinismo siguió negándole y que ni el capitalismo salvaje, nacido con la desintegración del bloque soviético, ni el régimen autocrático de Vladimir Putin en el nuevo milenio han logrado extender, al interior de una colectividad fuertemente arelada a atavismos y tradiciones inmemoriales.

BAM igualmente trajo a los espacios del Harvey Theater el ciclo de los reyes shakesperianos que marcaron los hitos más importantes del medioevo inglés, Richard II, Henry IV y Henry V. Este extraordinario tour de force, dirigido por Gregory Doran para el Royal Shakespeare, le permitió al público neoyorkino apreciar el amplio registro de unas obras, fluctuando de la tragedia a la comedia, al interior de un marco histórico-social donde las guerras europeas y las intrigas internas por el poder imprimieron su sello a los turbulentos reinados.

David Tennant (Richard II), Jasper Britton (Henry IV) y Alex Hassell (Henry V) dieron vida a los monarcas cuya autoridad terminó de unificar lingüística y territorialmente a Inglaterra, además de incrementar sus posesiones europeas; si bien el precio fue sumamente alto, especialmente a lo largo de las guerras de los cien años, la guerra de las rosas y los conflictos con Francia.

En la pluma de William Shakesperare, estas enormes hazañas quedaron inscritas en la cotidianeidad de quienes formaban parte del entourage de sus hacedores, destacando por su agudeza e hilaridad la figura de Sir John Falstaff (Antony Sher), amante del vino, las mujeres y los bajos fondos, cuya actuación catalizará con su cinismo el reinado de Henry IV y educará a su hijo para asumir las responsabilidades de la corona.

Una minimalista mise-en-scène, con proyecciones digitales simulando ambientes y paisajes sobre un fondo negro, enmarcó con su sobriedad los excesos de estos reyes y la época, sirviendo de contrapunteo a los desplazamientos sobre la escena de cortesanos, plebeyos y soldados. Sus proezas, victorias, derrotas y debacles reverberan en nuestra contemporaneidad y hacen del bardo inglés, cuyo cuatricentenario se celebró hace apenas unos meses, un visionario de las pruebas que aún le quedan por pasar a la Gran Bretaña, todavía sacudida por las consecuencias del Brexit, puesto a instalar otro período de incertidumbre tanto para el país como para el resto de la Europa comunitaria.

Otro gran dramaturgo inglés pero de signo opuesto, Oscar Wilde, fue el protagonista de la pieza The Judas Kiss de David Hare, dirigida por Neil Armfield para el Hampstead Theater de Londres. Rupert Everett hizo de Wilde el protagonista, no solo de esta pieza, sino de las libertades recientemente ganadas por la comunidad homosexual en varios países del mundo occidental, haciendo de su actuación un estamento político a favor de las minorías sexuales. Tal cual escribió para The New York Times, en ocasión del estreno de la obra en BAM: “Todos nosotros dentro de nuestra comunidad —gay, lesbiana o transgénero— todavía estamos discutiendo, vibrando, marchando alborozados por ello. Tal como Wilde predijo, nuestro triunfo está no obstante manchado por la sangre de muchos mártires, pero hemos progresado mucho desde aquella mañana de mayo de 1895, cuando un juez condenó a un hombre a dos años de trabajos forzados por ser homosexual y recibió una ovación de pie por ello”.

La obra en dos actos de Hare centra los eventos previos y subsecuentes al juicio y la condena del dramaturgo. En el primer acto nos hallamos en el hotel de donde la policía se llevó a un Oscar Wilde seguro de sí mismo y de su decisión de no huir de Inglaterra para enfrentar a sus detractores, y en el segundo, asistimos a la decadencia de un hombre destruido por la enfermedad, el abandono y el olvido de quienes tanto lo habían celebrado, recordando desde su exangüe exilio en Nápoles, la vida y la espléndida carrera que quedaron truncadas por la intolerancia de la época.

En la actuación de Everett, la figura de Wilde cobró visos mesiánicos, por su poder de escudriñar en la conciencia de amigos y enemigos, a fin de exponer la hipocresía de quienes hicieron de él el chivo expiatorio de sus propios miedos. Y ninguno como Lord Alfred Douglas, admirador, oportunista y ocasional amante de Wilde quien, aun viendo el estado lamentable del poeta, siguió anteponiendo sus nimiedades al drama del escritor. Aquí la presencia del autor acaparó la escena sin anegarla, manteniendo un mesurado balance entre lo emocional y lo intelectual, especialmente en los monólogos del protagonista, donde Everett mantuvo en vilo al auditorio, entregado al fraseo y los gestos del actor.

Si bien Everett apuntó en una entrevista su intención de llevar al cine el texto de Hare, se hace difícil visualizar el paso a la pantalla de una obra, que exige el grado de intimidad y cercanía inherente al trabajo sobre las tablas. Por lo pronto, sin embargo, esta producción de una pieza que, estrenada en 1998, no tuvo entonces la resonancia actual, seguirá su recorrido por los teatros del mundo. Y, tal cual ha ocurrido en numerosas ocasiones, se hizo necesario esperar por el actor que lograra darle todo su sentido y más, a fin de transformar un fracaso previo en un éxito rotundo.

Otro triunfo actoral fue la producción de Long Day’s Journey into Night de Eugene O’Neill, dirigida por Jonathan Kent para la Roundabout Theater Company de Nueva York y el American Airlines Theater de Broadway. Jessica Lange (Mary Cavan Tyrone), Gabriel Byrne (James Tyrone), Michael Shannon (James Tyrone Jr.), John Gallagher Jr. (Edmund Tyrone) y Colby Minifie (Cathleen) constituyeron el magnífico elenco, dable de extraer los múltiples matices de cada personaje, sin caer en el melodrama y el exceso.

Si bien esta obra, montada póstumamente, es quizás el mejor testamento que O’Neill pudo dejarnos, la producción del Roundabout Theater enalteció al dramaturgo, manteniendo la tensión de un argumento donde los Tyrone se constituyen en el ejemplo perfecto de disfuncionalidad producto de las drogas, la enfermedad, el alcohol y, sobre todo, del desencanto consigo mismos y la sociedad de su tiempo. Una sociedad que, al momento de escribirse la pieza, se hallaba inmersa en la Segunda Guerra Mundial. No extraña entonces que O’Neill, quien obtuvo póstumamente el Premio Pulitzer con la obra, quisiera exorcizar sus propios demonios, mediante un texto que espejea además en parte su propia biografía.

La violencia, el alcoholismo, la recriminación descarnada, las frustraciones por lo que pudo haber sido y no fue, tan cercanas al dramaturgo, tuvieron en la dirección de Kent un lugar primordial en el desarrollo del guión. La veteranía de los actores contribuyó especialmente al éxito de la pieza, desde un histrionismo de gran complejidad y fuerza, donde el público pudo asistir a la desintegración de los valores familiares de manera total y lapidaria.

Jessica Lange en el papel de la matriarca encargada de mantener una apariencia de felicidad conyugal, pese a su adicción a la morfina, Gabriel Byrne como el violento y alcohólico actor cuya carrera quedó mutilada por su sexismo y adicción a la bebida, Michael Shannon, como el hijo cuyo cinismo y desencanto ante el mundo se aúnan a su dipsomanía y personalidad autodestructiva, y John Gallagher Jr., como el hijo soñador de frágil constitución minada por la tuberculosis, se sumergieron profundamente en la catarsis del drama, manteniendo sin embargo una saludable distancia para con sus respectivos caracteres, pudiendo mostrarlos en todo el esplendor de su miseria.

La incomunicación de este microcosmos familiar, espejeó ampliamente la imposibilidad de negociar y el ansia de poder de las grandes potencias que llevó al estallido de la guerra, arrasando a su paso con incontables sueños y deseos. Algo que, ante la falta de compasión y exceso de ambición de tantas sociedades en nuestra contemporaneidad, se hace mucho más urgente hoy, cuando pareciera que el mundo se acerca cada vez más a una conflagración global por culpa de los mismos fanatismos que desencadenaron las del pasado siglo.

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