Misterio y fastuosidad. Una mansión en las montañas frías de Córdoba recibe la visita de un grupo de personajes de la alta sociedad. Se encuentran ahí para ver algo que les cambiará la vida, algo sobre lo que no se podrá expresar quien lo haya entendido; quien haya sido desalojado de la indolencia y habite desde entonces una sensibilidad inefable podrá ver el sufrimiento, la agonía de quien padece irremediablemente. Han sido reunidos en ese lugar por Teddy Hernández, una versión sureña del Gran Gatsby, para ver un espectáculo teatral en el que una mujer sube a las tablas y agoniza, sufre, gime y llora desconsolada. La actriz se prepara solo para esa interpretación. Los invitados saben que han visto algo único. Unos se conmueven, otros, lo comentan, dejando claro que no lo entendieron.
El último joven (Seix Barral, 2012), del escritor y editor argentino Juan Ignacio Boido, es un libro de cinco relatos atravesados por la inflexión que convierte a los jóvenes en hombres. El quiebre emocional de los personajes que insta a dejar de ser espectadores para ser actores del mundo, se presenta en sus vidas delicada, sutil e inevitablemente. El desencanto ante el amor no correspondido y la necesidad de recordar para poder vivir («Todos tienen algo con su nombre»); la fractura de un amor cuando la infidelidad con tan solo ser soñada se instala como una grieta entre los amantes («Y lo demás escrito en las estrellas»); la imposibilidad de cuidar a quien se ama en la vida aunque sí en los sueños, como quien vigila para que el ser querido no tenga pesadillas («Lo que dejamos atrás»); el intento por hacer volar los recuerdos lanzando los libros de la biblioteca por la ventana para descubrir que aquellos siempre estarán escritos en algún rincón de la memoria adormecidos o agazapados, prestos a emerger en los sueños, y que solo la literatura puede asimilar, ordenar, domesticar («Poco después de abandonarlo todo»); constituyen los cuatro relatos que orbitan alrededor de la pieza principal, un relato de poco más de un centenar de páginas que contiene —en sus signos, significados, obsesiones, reflexiones, estilo y atmósfera— al resto, como si ese relato que está en el centro del libro alumbrara, irradiara su fuerza a los que lo preceden y suceden: «Teddy Hernández entra a la literatura». Quizá por esto, la lectura solo total de este libro es la que tendrá eco en el lector. Como recuerda un personaje: «(…) el estado físico, le decía un entrenador, no se mide por el tiempo en que se recorre una distancia, sino por el tiempo en que el corredor se recupera»; algo parecido sucede con el lector cuando cierra la última página de El último joven: se ha agotado y el tiempo de recuperación es largo, la lectura lo ha dejado sin fuerzas porque la potencia oculta de los relatos que reclaman atención, que exigen ánimo, sin preverlo lo ha dejado sin aliento.
Fantasmagoría y ensoñación. La mansión en la que se lleva a cabo aquel espectáculo teatral, esconde secretos, incógnitas que laten en cada línea, una amenaza de que algo sucederá en cada encuentro que se suscita entre los invitados; Teddy Hernández es el anfitrión, y pareciera que guarda secretos que quiere develar a Juan, el narrador que apunta lo que recuerda de aquella visita de tres días a la casa de ese hombre que despierta intenciones ambiguas entre sus invitados. El título del libro se desliza en este cuento, como se deslizan las influencias literarias en el narrador: Borges, Fogwill, Fernández, Sábato, etc. Este relato puede leerse como un cuento gótico en el que la propia casa es un personaje que envuelve, embruja, arropa con un manto fantasmal a personajes y lector por igual, pero develar lo oculto requiere reconocer que «Toda historia lleva otra dentro: una invisible, alrededor de la cual se teje la conocida». Juan Ignacio Boido ha dicho que «Teddy entra a la literatura» ha sido escrito para pensar en la Argentina de la década del noventa desde una perspectiva distinta a la de los informes, reportajes, crónicas con las que, en aquellos tiempos en los que la excepción se hizo norma, se intentaba explicar una realidad inasible por su propia inmediatez. Esa casa fastuosa en los confines de Córdoba acoge a poderosos, que van a ver a una mujer sufrir, solo sufrir, y para ello han montado un espectáculo excepcional; un encuentro elegante y decadente que quizás dé cuenta de una sociedad indolente, frívola e incapaz de conmoverse ante el dolor de los demás.
Este es también un libro que enhebra los sueños con los recuerdos, la memoria con el olvido, sin convertir la narrativa en experimentos oníricos ni surrealistas. Los sueños y el recuerdo de los sueños son la materia con la que Juan Ignacio Boido construye relatos acuciosos en detalles, obsesivos en la mirada sobre lo mínimo, pausados en el desarrollo, comedidos en sus desenlaces. Y con delicadeza todos ellos están sujetos a los libros, a la literatura, a las bibliotecas, al acto de leer que nunca es impune, y siempre acarrea lucidez. Una mirada sobre el mundo y sobre sí mismo que deja atrás la juventud para enfrentar la adultez. En ocasiones los libros dejan ver su arte, señalan la poética con la que se hicieron únicos, lo que los hizo posible; cuando ya se ha avanzado en la cincuentena de páginas se puede leer: «(..) Son cosas que nunca hablamos abiertamente, pero los motivos, estoy seguro, se esconden, como siempre revela la realidad a quien se detiene a observarla con el cuidado que en verdad requiere, en detalles minúsculos, inflexiones mínimas, gestos imperceptibles (..)»; de esos gestos imperceptibles —y que trascienden a su propia nimiedad— están hechos los relatos de El último joven.