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La experiencia de leer: El peso de la responsabilidad

Tony Judt es uno de los más importantes historiadores e intelectuales del recién estrenado siglo XXI; fallecido en 2010, la editorial Taurus se ha dedicado a publicar toda su obra. El peso de la responsabilidad es un libro que complementa Pasado imperfecto, es su revés y confirmación.

Hay una manera de asumir la responsabilidad por las consecuencias de las decisiones tomadas ante las circunstancias. Una manera altanera, soberbia, orgullosa, beligerante; se asume la responsabilidad como una provocación para aquellos que han visto en el error, el equívoco, una oportunidad para mostrarse poderoso, fuerte, guapo, un «fui yo, y qué». En realidad no se asume la responsabilidad, se reconoce la autoría de unas ideas, opiniones o acciones para demostrar que no hay miedo y mucho menos ánimo de reflexión y enmienda. Asumir la responsabilidad en esos términos es estar convencido tozudamente que quien se ha equivocado es la realidad, el mundo, los demás. Pues, lo que se echa a andar es una sumatoria de abusos, errores y tropelías que, una vez desbordada, no podrá ser desovillada asumiendo la responsabilidad, no, sino corriendo con las consecuencias.

En El peso de la responsabilidad (Taurus, 2013), libro que nace primeramente de un ciclo de conferencias, las Bradley Lectures de la Universidad de Chicago hacia 1995, el historiador Tony Judt ensaya desde tres intelectuales franceses la manera ejemplar de asumir la responsabilidad. Esa que ante el equívoco se mira a sí misma para reflexionar, se reconoce en el error, y hay propósito de enmienda, sin abandonar principios que no por sólidos son inamovibles o exentos de evaluación. Esa responsabilidad ante sí y ante los demás, que se constata genuina, y está más allá de mezquindades ideológicas, chantajes partidistas, extorsiones morales de grupos, colectivos, o individuos que ambicionan poder, y en la carrera por alcanzarlo, comienza una justificación miserable de cualquier ruindad, olvidando que el medio por el cual se alcance el fin, determinará la naturaleza de ese fin. La responsabilidad descansa sobre el reconocimiento de la vida en libertad. Las ideologías justifican la maldad. La ideología la formaliza, le da estructura.

Tony Judt fue un historiador comprometido. Concepto complicado. En sus libros se despliega una ética de la sensatez, la moderación y la alarma ante la deshumanización que conduce a la negación de todo lo humano. Comprometido, que no servil. Y es en esta distinción donde aparecen las tres figuras que Judt toma como ejemplo de quienes asumen el peso de la responsabilidad cuando el mundo es un delirante aquelarre de consignas oxidadas y corroídas por las ideologías: León Blum, Albert Camus y Raymond Aron. Tres franceses en una Francia golpeada por la historia. Una Francia en la que los intelectuales siempre han tenido una influencia importante en la vida pública, principalmente en la política. Estos tres hombres decidieron combatir, resistir y desmontar una de las enfermedades más atroces que cualquier sociedad puede padecer: el comunismo.

Desde el coraje de León Blum ante el aberrante gobierno de Vichy y sus discrepancias irreconciliables con los comunistas, ante los cuales se hizo llamar «el enemigo número uno», este hombre de honradez inusual, insobornable moral y consistencia intelectual, hizo de sí un referente ético, ciertamente de otros tiempos. La lucidez irradiante de Albert Camus que combatió la divinización de la Historia, y de quien Hannah Arendt escribió, en carta a su marido en 1952: «Ayer vi a Camus: sin duda alguna, ahora es el mejor hombre de Francia. Está muy por encima de los demás intelectuales»; hasta la incontestable inteligencia de Raymond Aron que lo llevó a asumir quizás la única posición liberal ante la aplanadora totalitaria comunista [que aún padecen algunos países de este, el extremo Occidente]. Tony Judt disecciona sus contextos, sus escritos, sus posiciones, sus miedos y angustias, y hace un recorrido por la sociedad y el momento histórico que hizo posible la emergencia de hombres íntegros que ante la vileza, servilismo y complacencia ideológica no claudicaron erigiéndose en ejemplos de valentía, sin apartar la mirada sobre sus sombras y haciendo hincapié en sus posiciones intelectuales, contrarias a la hechicería de la izquierda comunista; la Francia triunfante de la Primera Guerra Mundial y la Francia genuflexa de la Segunda, las querellas políticas y las intelectuales que no vieron llegar la tormenta que se gestó en pleno siglo XX. Esos tres hombres asumieron el peso de la responsabilidad: el inmediato escarnio, la soledad, y luego, lentamente, cuando los años decantan la honradez de la cipayería y el ñangotado intelectual, el respeto y prestigio de propios y extraños.

 

El camino hacia la soledad

Tony Judt dirige el foco de su inteligencia sobre Blum, Camus y Aron, y va abriendo el diámetro de su mirada hasta comprender un entorno que por más lejano no rompe el hilo que lo vincula a cada uno de ellos. Es una mirada centrífuga, pero que vuelve a su centro. Son tres textos que parten de estos hombres, se expanden alrededor, nunca los pierde de vista, y vuelven a ellos para recordar que la modestia y la inteligencia, la valentía de confrontar a los propios compañeros de viaje intelectual, el silencio y la soledad, pueden ser virtudes que tengan trasiego público cuando se reconocen distanciadas de la discusión rabiosa, del impulso vesánico, de la revancha y la extorsión ideológica del momento. Luego, el tiempo hará criba, y se descubrirá que el peso de la responsabilidad siempre estuvo comprometido con la libertad y la vida. El compromiso con la consigna revolucionaria no es tal, es complicidad.

A León Blum le toca afrontar y resistir varios frentes, que no esquiva y que lo fortalecen. Hombre de una complexión moral sólida pudo ser primer ministro de Francia entre 1936 y 1937, y aplicó políticas socialistas en beneficio de la clase obrera (cuarenta horas de trabajo semanal, negociaciones colectivas, vacaciones pagas que por primera vez disfrutarían los franceses) sin convertirse en un chamán del marxismo que pretendía acelerar la historia para liberar al mundo de la opresión malvada del capitalismo y entregar el Edén conquistado a las generaciones futuras; Blum no deliraba. Pensaba. Y pensaba con la sapiencia del lector privilegiado por la inteligencia, la paciencia y el compromiso con el saber. Blum fue crítico literario y según los entendidos, uno de los mejores lectores de la época. Enamorado de Stendhal, y reconocido por Anatole France y André Gide.

Hombre nacido en 1872 y fallecido en 1950, le tocó vivir a caballo entre dos siglos, y desarrollar su carrera política entre los conflictos bélicos que cambiarían el mundo irremediablemente. De convicción republicana, defendió, con una inteligencia que incomodaba a sus retractores (el resentimiento es atemporal), un socialismo humanista en rechazo de cualquier forma violenta de hacerse con el poder que no fuese a través de las urnas electorales y no con las urnas fúnebres que los comunistas están siempre prestos a producir. Su intervención en la defensa de Emile Zola en un juicio relacionado directamente con el caso Dreyfuss lo convenció de participar en la vida pública francesa. Asumió sus decisiones con la modestia de quien sabe no tener la razón absoluta, intentando mantener una neutralidad para que las consecuencias de sus acciones beneficiaran a la sociedad, y supo rectificar cuando tuvo la oportunidad de hacerlo, como cuando regresó brevemente al gobierno en 1938 y enfrentó el fascismo con mayor fuerza desde el Frente Socialista, siempre manteniendo a los comunistas «ese grupo nacionalista extranjero» a raya. Y es que además a Blum le tocó vivir los tiempos más oscuros del antisemitismo. Él era judío. Cuando Blum presentó su Gobierno a la Cámara, un diputado le espetó: «Su llegada, señor Primer Ministro, constituye sin duda una fecha histórica. Por primera vez, este antiguo país galorromano va a ser gobernado por un judío (…). Para gobernar esta nación campesina que es Francia sería mejor tener a alguien cuyos orígenes, aunque modestos, se hallen profundamente enraizados en nuestro suelo, en vez de a un sutil talmudista.» El diputado se llamaba Xavier Vallat, y sería el primer comisionado para asuntos judíos del próximo gobierno de Vichy.

Antisemitismo y antiintelectualismo en la Francia heredera de la Revolución. Ocupada por los alemanes en 1940, el otrora héroe, el mariscal Pétain entregaría a Blum a los nazis luego de un juicio del que no pudo ser culpable más que de haber nacido de padres judíos. Sobrevivió a Buchenwald y regresó a Francia al finalizar la guerra, y formó un gobierno que asumió algunas políticas económicas que no se había atrevido ejecutar en años anteriores. La moderación de Blum fue lo que lo diferenció del resto de los políticos y hombres públicos de la Francia de entreguerra, encerrados en sus diatribas mientras se le venía encima Hitler. Ese hombre del que Maurras dijo que había que «matar a tiros, pero por la espalda (…), desecho humano al que debería tratarse como tal», fue el hombre que le dio a Francia una República de decencia, mesura y decoro justo antes de que la vergonzosa sumisión y obediencia se instalara en el epicentro de la liberté, igualité y fraternité.

La destreza de Judt radica en hacerle ver al lector cómo Blum mantuvo una dignidad ante las circunstancias más adversas (sus propios miedos e inseguridades), y con una retórica elocuente, un uso del lenguaje en función de lo que creía correcto, se convirtió en ejemplo de fortaleza moral. Ante un mundo que se hacía pedazos, Blum se pertrechó de la sustancialidad de la Razón y la Moral que explosionaría ante sus propios ojos y cuya onda expansiva padecería Camus sobreviviéndola dolorosamente y se convertiría para Aron en una herramienta desde la cual desarticular la prometéica creencia de haber descubierto los mecanismos de la Historia, y quien con una lucidez esplendorosa desnudaría a todos aquellos intelectuales que quisieron hacer fiesta de la fragilidad y nobleza del autor de La peste. En ocasión del juicio a Pétain, Blum dijo públicamente —y en respuesta al comunista Jacques Duclos quien pedía un juicio con «santo odio» para el mariscal— que «no, un juez no tiene que odiar. Tiene que mantener en su mente tanto un vigoroso aborrecimiento del delito como una escrupulosa imparcialidad hacia el acusado. Ese es el terrible dilema de toda justicia política». Es el personaje a quien Judt le dedica más páginas, quizás por ser su olvido el más injusto.

 

Otros caminos fuera del rebaño

Le toca el turno a Camus, y Judt va tejiendo datos, citas de los cuadernos, pasajes de sus novelas y obras de teatro, artículos y diatribas públicas con los intelectuales comprometidos de la Francia de la Ocupación y la postguerra. El inclemente Sartre, quien fue uno de los más implacables críticos de Camus, le reconocería en ocasiones que la virtud del pensador fue su destiempo. Camus se fue distanciando cada vez más de la diatriba política y de la figura del intelectual comprometido en aras de una búsqueda personal que paradójicamente resonaría en la sociedad. Y fue un camino doloroso. Camus se fue decantando por una manera de ver la descomposición de Occidente en sus cimientos y no en sus circunstancias o coyunturas, aunque extrajo de ellas los síntomas del malestar. Camus aunque no se considerase tal, asumía el peso de una responsabilidad pública como intelectual comprometido desde su Argelia natal hasta la Francia liberada luego de la Segunda Guerra Mundial. El hombre de la Resistencia, instruido a sí mismo, quien dedicó el discurso del Premio Nobel a su maestro de escuela, quien soportó el vilipendio de los pensadores y académicos educados en los mejores colegios e institutos de París, y sobrellevó tales ataques con un ensimismamiento que lo condujo a una rara lucidez, fue desarrollando una sensibilidad que lo alejó de sus contemporáneos y le permitió ver lo que otros negaron. 

En palabras de Judt «pasó de ser un apasionado radical a un reformista moderado antes de convertirse en la voz de la ‘razón’ y el desapego, una postura escasamente distinguible de la retirada a la decepción privada y al silencio». Camus vio en el endiosamiento de la Historia la falaz justificación de cualquier tropelía criminal. En principio necesitó referentes en el bando opuesto de la promesa revolucionaria, en el franquismo, el fascismo o el nazismo para poder denunciar la violencia ideológica de las políticas en las cuales todavía tenía esperanzas: «Al surgir tales comparaciones estaba, en efecto comprando el derecho de criticar al comunismo, a apuntar a los campos de concentración rusos y a hacer referencia a la persecución de artistas y de demócratas en Europa del Este. Pero el coste en capital moral era alto. Lo que en realidad deseaba hacer Camus —o tener la libertad de hacerlo si así lo decidía— era condenar lo condenable sin recurrir a equilibrar o contrarreferenciar, a invocar estándares absolutos y medidas de moralidad, justicia y libertad cuando fuera oportuno hacerlo, sin echar miradas temerosas tras él para ver si estaba cubierta su línea de retirada moral».

Y lo haría. Condenaría la violencia revolucionaria. Y el resto de los intelectuales enceguecidos lo condenaría. Este es el capítulo más conmovedor de El peso de la responsabilidad y quizás sea porque la nobleza de Camus se abre paso a través de la suma de datos y citas, vacilaciones y desconfianza en sí mismo, ataques y críticas demoledoras, Judt lo reconoce, y se siente, tal vez, también conmovido aunque mantenga la sindéresis en cada página que le dedica. Coincide con otros pensadores en ver a Camus como un moralista, de tradición francesa, y que comparte cierto destiempo con la figura de Blum ante la Francia que le tocó vivir. Camus vio desmesura en el hombre moderno, y fue la prudencia la que con humildad lo llevó a auscultarse a sí mismo, y a preguntarse por los límites. El ensayo que se presenta perfecto y se lee con una angustia compartida cierra con una pregunta que le hizo Camus a Sartre, Malraux, Koestler y Sperber: «¿No creéis que somos todos responsables de la ausencia de valores? ¿Y si nosotros, que venimos todos del ‘nietzscheanismo’, el nihilismo y el realismo histórico, anunciamos públicamente que estábamos equivocados; que los valores morales existen y que por lo tanto haremos lo que tenga que hacerse para establecerlos e ilustrarlos? ¿No creéis que eso podría ser el comienzo de la esperanza?». Esta pregunta requiere una valentía que no proviene de la ingenuidad ni la candidez, proviene quizás de quien se ha asomado al vacío y de vuelta ha preferido a la humanidad. No se puede estar en desacuerdo con Hannah Arendt, Camus fue un buen hombre.

Tony Judt cierra este impecable trío de ensayos con la figura de Raymond Aron como si lo que ha ido conformando desde Blum hasta Camus desembocara en el filósofo de las libertades que estudió como ninguno de los profetas del comunismo al propio Marx. Aron propuso formalmente que el hombre no podría conocer absolutamente la Historia. Y desde ahí desmontó, no sin cierta ironía, la insensatez de sus adversarios intelectuales. No fue un pensador periférico como lo ha podido ser Camus, ni un hombre que ante el desmembramiento del orden en el siglo XX se comportó como un caballero del XIX como Blum; sin embargo también fue la distancia ante sus contemporáneos lo que hizo de este brillante pensador un solitario rodeado de muchos. Anota Judt «A su modo de ver, los problemas de la modernidad ya no podían analizarse según los simples modos de antaño: propiedad privada versus propiedad pública, explotación capitalista versus igualdad social, anarquía del mercado versus distribución planificada». Raymond Aron fue de los primeros en entender que luego de la Segunda Guerra Mundial el mundo se achicaba, y que los conflictos mundiales iban a ser conflictos locales, la globalización era irreversible, y llegó a decir: «Uno está o bien en el universo de los países libres o bien en el de los países situados bajo el duro régimen soviético. De ahora en adelante todos en Francia tendrán que hacer su elección». Y muchos la hicieron. Pero no asumieron responsabilidad sobre los equívocos sino que prolongaron su obstinación hasta el final. Cualquiera que en aquellos tiempos de polarización política no simpatizase con los comunistas y la Unión Soviética era de inmediato acusado de agente de Estados Unidos [no tengo que explicar esto, lamentablemente] y Raymond Aron se ganó así la enemistad de por vida de la intelectualidad francesa, quienes desde sus adolescentes sueños revolucionarios no podían ver que oponerse a toda autoridad no es un plan de sociedad libre, «la lección del totalitarismo era la importancia del orden y la autoridad bajo la ley, no como una concesión a la libertad, no como la condición de otras libertades venideras, sino sencillamente como el mejor modo de proteger las ya aseguradas». De ahí su admiración a Tocqueville. Aron no fue figura de simpatía para el jipismo de Mayo del 68. El prohibido prohibir era una soberana estupidez: «La Universidad, toda universidad, requiere de un consenso espontáneo en torno al respeto por la evidencia y por la disciplina voluntaria. Romper esa unidad social sin saber con qué sustituirla, o para destruir a la sociedad misma, es nihilismo estético; o mejor, es la erupción de los bárbaros, ignorantes de su barbarie», apuntaba Aron. Sin duda ha debido ser insoportable para un soñador de izquierdas. Uno de los problemas de la izquierda que enfrentó Aron fue el irresponsable engreimiento. La responsabilidad de Aron sobre la cosa pública era su compromiso con el aporte funcional de sus opiniones políticas, la pregunta que le funcionaba era ¿qué haría usted si fuese ministro de Gobierno? Es decir, Aron siempre se preguntó qué haría él en el lugar del otro. Junto a la lógica rigurosa para argumentar sus puntos de vista, fue un hombre de una inteligencia clarividente. Contrapuso la Razón a la Historia y no hizo de aquella una servil empleada de esta.

El peso de la responsabilidad es un libro que condensa en tres figuras el espíritu de la Francia de entreguerras, del papel de los intelectuales en la vida pública, y de la responsabilidad de las sociedades cuando deciden a quien escuchar, a quien atender. Blum, Camus y Aron son encarnaciones de la inteligencia y la mesura. Tres carácteres muy distintos que se conjugan en la prudencia y la sensatez, y que Judt les rinde homenaje en un libro elegante que se lee sintiendo la admiración de su autor hacia quienes considera hombres íntegros (en el sentido de reconocer sus propias mezquindades, debilidades e inconsistencias y sacarle provecho) que hicieron girar el pensamiento de Europa cuando muchos estaban embrujado por la hechura del hombre nuevo. Es un libro que reconforta, que reconcilia a quien lo lee con la discusión de las ideas, con la honestidad intelectual y la dignidad del conocimiento, la modestia cuando se está cerca de la verdad y la humildad cuando se está equivocado, virtudes enlodadas por la ruindad de la gritería burdelera que encuentra altoparlantes en la rijosa patulea revolucionaria [y cada vez con más frecuencia en la voz común].

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