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Harrys Salswach

La experiencia de leer: Venganza tardía

El pensador alemán vuelve su mirada sobre la infancia para rebelarse, ya nonagenario, contra toda convencionalidad pedagógica

Ernst Jünger participó en las dos Guerras Mundiales. En la Primera se alistó como voluntario en el 73 Regimiento de Fusileros; durante la Segunda, como capitán, estuvo en el alto mando alemán en la Francia ocupada. 103 años vivió Jünger. Nació en Heidelberg en 1895 y murió en Wilflingen en 1998. En el año en que celebraba su centenario de vida, concedió una larga entrevista al periodista Antonio Gnoli y al filósofo Franco Volpi. Fue como entrevistar al propio siglo XX europeo. El hombre de Tempestades de acero (Tusquets Fábula, 2013), el pensador que estuvo en los funerales de Heidegger, el entomólogo del que Goebbels dijo «A Jünger le hemos tendido puentes de oro, pero nunca ha querido cruzarlos», escribe a los 96 años una novela, a todas luces autobiográfica, sobre la infancia escolar. Hubo hombres que fueron niños.

Venganza tardía. Tres caminos a la escuela (Tusquets, 2009) narra la historia del pequeño Wolfram y sus caminatas hacia la escuela, acompañado del abuelo de larga barba quien, pipa en boca, le animaba a observar con detenimiento la naturaleza, pero eso sí, sin olvidar que la puntualidad era un principio de orden que no podía permitirse soslayar. Tenía que llegar a la escuela sin falta a la hora establecida. Desde el inicio de la novela estará presente una tensión que recorrerá todas las páginas: el impulso aventurero de conocer el mundo y la rigidez de las estructuras colegiales.

La caminata hacia la escuela constituye para el joven Wolfram la verdadera pedagogía. Matorrales, piedras, insectos, los patos del lago, flores, árboles, fueron el objetivo del curioso niño de 9 años, la vocación entomóloga, botánica, nacería en esos recorridos: «Y si observas con una lupa cada hoja de ese bosque, no encontrarías dos que se asemejan», le comentaba el abuelo. La mirada acuciosa sobre aquellos microcosmos se ensancharía sobre el mundo muchos años después. La capacidad de asombro quizás haya sido la fuerza vital que explica la longevidad del autor, inseparable del personaje. Nonagenario, Jünger, en el retiro solitario en la Alta Suabia, luego de ver el mundo de los hombres durante un siglo que nació con una guerra, y continuó con varios exterminios, observaba de nuevo el microcosmos que Wolfram descubría cada mañana al andar camino a clases.

Pero el camino tenía que llegar a su fin cada mañana. La escuela era para Wolfram el lugar de la angustia, del temor, del rechazo, de la imaginación amenazada. Enfrentarse cada día a profesores resentidos porque fracasaron en sus proyectos de vida, enfrentar cada día a unos compañeros de clase que lo veían como distinto fue el reto al que Wolfram debía darle cara cada día. Y lo hizo. Y echó mano de la literatura para ir gestando en su interior el carácter necesario para gestar la valentía que lo llevaría a convertirse en un pequeño Sócrates que desafiaría la arbitrariedad profesoral que tanto lo atormentaba. Esta novela es más que una historia de iniciación, es una historia de coraje.

Wolfram padece ciertas anomalías anímicas: se paraliza como sumido en ensoñaciones, tartamudea hasta el punto de balbucear las palabras, se desmaya como si entrara en trances catatónicos. Será atendido por el médico de la familia, un personaje entrañable que conducirá estos síntomas hacia instancias intelectuales que Wolfram-Jünger sabría potenciar durante su larga, polémica, aventurera y reflexiva vida. Así, la figura del abuelo transmisor de sabiduría y disciplina, la del infeliz profesor de matemáticas Hilpert uno de esos maestros cuyas debilidades y flaquezas emocionales retuercen la propia y la ajena humanidad, la del sobrino del médico, Siegfried, un joven mayor que Wolfram irreverente y desenfadado que le mostraba al pequeño cómo era el mundo de los adultos, conformarían el carácter del colegial junto a los versos recitados de Schiller, cánticos litúrgicos, versos satíricos que divertían al abuelo, las aventuras de los héroes de Karl May, el Robinson Crusoe de Dafoe, y el temor de una madre que le comentaba al médico «Me preocupa que el niño lea demasiado. Le sorprendo leyendo en plena noche, sí, incluso cuando comienza a clarear. ¿No podría eso agravar sus ataques?».

Ernst Jünger, el hombre que escapó de su casa y se alistó en la Legión Extranjera, que ahondó en la naturaleza del nihilismo en Sobre los acantilados de mármol (Destino, 1990, Tusquets, 2008) y su carácter demoníaco poco antes de que estallara la Segunda Guerra Mundial, aquel que una tarde pasó por la casa de Carl Schmitt luego de escucharle decir «el Führer crea el derecho» y le preguntó «¿Ya has preparado la ametralladora para defenderte?», escribió Venganza tardía para ajustar cuentas con una autoridad que lo desafió, empequeñeció y atemorizó, y de la que pudo librarse, para muchos años después de tanto andar, de camino en camino, descubrir que su jardín le brindaba el título de esta novela: «una certeza mayor que cualquier sistema filosófico». 

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