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La estética esperpéntica del terrorismo

En la calle de Álvarez Gato, en el Madrid de principios del siglo XX, había una ferretería a cuyas puertas se situaban, a lado y lado, un espejo cóncavo y otro convexo. Al pasar frente a ellos, los espejos devolvían la imagen distorsionada del transeúnte. En aquel artilugio se inspiró Ramón del Valle-Inclán para crear el género del esperpento que presentó por primera vez en «Luces de Bohemia» (1920).

En la duodécima escena de la obra tiene lugar una conversación entre el protagonista, Max Estrella –un escritor bohemio y ciego–, y Don Latino –un anciano bohemio y cínico–. En algún punto Max dice: «Los héroes clásicos reflejados en los espejos cóncavos dan el Esperpento. El sentido trágico de la vida española solo puede darse con una estética sistemáticamente deformada… Las imágenes más bellas en un espejo cóncavo son absurdas».

Valle-Inclán hizo del esperpento una poética, una manera de hacer teatro reproduciendo la realidad española desde el reflejo de los espejos deformantes. ¿Pero qué sucede cuando estos espejos no motivan la poética de una ficción, sino el «modus creandi» de una realidad?

Estrenamos 2016 con una noticia que casi ningún periódico recogió: la masacre de Trípoli, donde el Estado Islámico ejecutó a 300 inmigrantes africanos. Y cerramos el año en Estambul con el atentado en una discoteca que dejó 39 muertos. Durante 2016, un tercio del mundo sufrió cientos de ataques terroristas que suman 21.224 homicidios y 26.654 heridos.

La noche de un jueves, una multitud se aglomera en el Paseo de los Ingleses para disfrutar de los fuegos artificiales. La alegría está en plena ebullición cuando el Día Nacional de Francia es puesto ante al espejo deformante del terrorismo. La muñeca de una niña quedó huérfana sobre el pavimento, evidencia del esperpento. Y una expresión cultural es grotescamente deformada hasta ser una lograda obra del horror. Hay en la matanza de Niza una estética espeluznante, una poética de la muerte que no debemos ignorar.

Otro tanto podría decirse del degollamiento de cuatro futbolistas en la ciudad siria de Raqqa. Entre el esperpento de Raqqa y aquel otro perpetrado también por el Estado Islámico a golpe de mazos en el Museo de Mosul no hay mucha distancia. Las esculturas del siglo VIII a.C. del Mosul y las víctimas de Raqqa también fueron forzadas a posar frente al grotesco espejo del terrorismo.

En la conversación que sostienen Max y Don Latino hay dos claves esenciales que nos permiten comprender la estética del horror: 1) toda belleza es absurda frente a un espejo cóncavo; 2) el sentido trágico solo puede concretarse por medio de «una estética sistemáticamente deformada».

Platón creía que lo bello es bueno. Y Aristóteles concebía la belleza como aquello que es valioso por sí mismo. Quizás por ello creemos a menudo que la belleza es un bastión donde sentirnos seguros. No pocos estetas han visto la belleza como la cima de la civilización, pero esta cima no está exenta del absurdo al ser expuesta al espejo cóncavo del terror.

Por tanto, la «estética sistemáticamente deformada» de la que habla Valle-Inclán es esencial para convertir la belleza en esperpento, y el esperpento es la antibelleza de los terroristas. Aristóteles añadió el valor del «placer» al concepto platónico de belleza, ese placer que hemos visto en el degollador del Estado Islámico al deformar grotescamente la belleza de la dignidad humana.

Pero hay algo que los terroristas ignoran, porque tendrían que haberse puesto frente a los espejos deformantes como el propio Valle-Inclán: hay un límite para distorsionar la dignidad humana. Solo aquello que tiene una silueta definidamente digna sobrevive a la desfiguración del espejo. Por más deforme que este devuelva la imagen esperpéntica, siempre podremos intuir la dignidad originaria. Eso fue notable en la decapitación de Kenji Goto. La dignidad humana del terrorista, en cambio, es una sombra informe que desaparecería como una mancha frente a los espejos del callejón del Gato.

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