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esteban ierardo

La espiritualidad africana

Repaso las noticias en un portal web. Veo lo que pasa en el mundo, la pandemia que nos agobia, el regreso del miedo en Afganistán; lo preocupante pero también la esperanza. Y como muchas veces, no encuentro nada de África. O cuando el gran continente negro aparece es generalmente por los aspectos de su realidad desoladora: sus guerras civiles, los niños soldados, la expoliación continua de sus riquezas desde los tiempos coloniales y, hoy, neocoloniales; o noticias sobre el sida y ahora el Covid 19, o sus grandes áreas de miseria, como el barrio de chabolas de Kibera en Nairobi, Kenia; o menciones a la cacería ilegal o a sus gobiernos, muchos de ellos corruptos, inflacionarios y regresivos; o el recuerdo del genocidio en Ruanda.

Aspectos esenciales para la comprensión y la preocupación respecto a la dolorosa realidad africana. Pero también es importante no olvidar el patrimonio cultural tradicional africano que, en este caso, recordaremos desde su visión de mundo, la profundidad de su sentimiento espiritual, su mística, su afinidad con la naturaleza. Una riqueza cultural en crisis, entre ramalazos de violencia, pobreza, marginación.

Hacia la espiritualidad africana 

Omangu corre tras su presa. Falló su primera flecha. Perdió la ventaja de la sorpresa. No se resigna. Corre. Exige a sus piernas para acercarse al antílope. Pero no lo logrará. El animal es más veloz. Por lo que Omangu sube una cuesta. Se resigna. El antílope ya está lejos.

Entonces, el africano contempla el paisaje.

Al pie de la colina primero ve una pradera, hierbas dispersas y secas, arbustos y pajonales. Pero, más allá, reconoce la selva. No mira la gran vegetación como algo ajeno a su piel. La siente como parte de su cuerpo.

Omangu quizá repite un rito de caza en una región relativamente aislada de la globalización, pero no tanto…. Quizá usa remeras y bermudas, visera, o incluso celular, y trabaja para alguna empresa internacional, pero sin pensarlo ni saberlo, sigue siendo hijo del África de la selva y la llanura, del río y el desierto, de las aldeas, los tambores y sus antepasados. El África con una forma de pensar el mundo anterior a la marca de Occidente y la cultura global.

Es problemático hablar de una filosofía africana sobreviviente, entre sus luchas internas, la pobreza, las epidemias, las prácticas neocoloniales, la indiferencia y la soledad. Pero desde Mozambique hasta el Congo, Guinea, Malí, Nigeria o Sudáfrica y Angola, entre cientos de etnias con sus lenguas ancestrales, algo subsiste de una concepción de mundo común. Y como pasa con los pueblos de concepciones míticas, no necesita auto-aclararse cuál es su filosofía, simplemente la vive. Es bajo la mirada europea que el pensamiento tradicional africano, y su percepción de la naturaleza, se hace consciente y se explícita y puede aclararse no a nivel de la experiencia espontánea sino del concepto.

Janheinz Jahn fue un escritor alemán, gran conocedor de la literatura y cultura africanas, y que conoció a Léopold Sédar Senghor, el famoso poeta y presidente del Senegal. En su obra Las culturas neoafricanas nos propone cinco obras específicas de estudiosos europeos que contribuyen a comprender, solo desde lo intelectual, claro, la experiencia de mundo africana.

En primer término, La filosofía bantú del padre Placide Tempels, monje franciscano que vivió como misionero en el Congo. Luego, en el río Níger, por varios años el etnógrafo francés Marcel Griaule estudió a los dogones. En 1946, un viejo cazador llamado Ogotommeli, durante treinta y tres días le narró al estudioso europeo el sistema de mundo de los dogones; testimonio que se plasmó en Dios del agua. En 1950, Germaine Dieterlen, publicó el Ensayo sobre la religión bamara. En 1947, la afroamericana Maya Deren después de un viaje con intención documental a Haití y profundamente impresionada por las prácticas vudú, publicó Los dioses vivos de Haití. La última obra mencionada, como clásico de la posguerra en el estudio de la cosmovisión africana, es La filosofía bantú-ruandesa del ser, de Alexis Kagame. Kagame habla de su propia tradición porque él mismo es bantú; se doctoró en filosofía con una disertación sobre la imagen de la realidad de los bantués de Ruanda, publicada por la Academia de Ciencias en Bruselas. A pesar de las diferencias entre los sistemas específicos de las obras señaladas, “estos sistemas coinciden en sus fundamentos” (1).

Así, lo que Kagame expone sobre los bantúes puede ser leído, en un sentido amplio, como caso testigo de una concepción continental a pesar de las diferencias específicas entre cada pueblo africano. Así, cuatro categorías fundamentales se manifiestan en el ordenamiento del mundo africano: hombre (Muntu), cosa (Kintu), lugar y tiempo (Hantu) y la modalidad de algo, sus cualidades o accidentes (Kintu).

La filosofía clásica europea habla de la sustancia de las cosas y de la realidad en su totalidad. El ser o el fundamento es sustancia, en tanto permanece como esencia subyacente, inmutable, sin transformaciones. El ser es una idea, una esencia espiritual, lo que se llama una determinación ontológica. Pero para el africano, además de lo que permanece como sustancia, como identidad continua a través del tiempo, lo fundamental es la percepción de lo real como fuerza, fuerza vital, energía de crecimiento, movimiento, transformación, intensidad de vida. Es muy importante para esta dimensión africana la “fuerza vital”. Por eso: “el hombre es una fuerza, todas las cosas son fuerzas, el lugar y el tiempo son fuerzas al igual que las ‘modalidades’” (2).

La fuerza vital es una energía de vida universal de la que participan todas las cosas, los animales y los humanos. Es la intuición de un poder vital, místico, en definitiva. La fuerza vital es una fuerza impersonal que, como Codrigton dijo respecto a los melanesios, y esto es aplicable a los africanos, “está siempre ligada a una persona que la dirige…Ningún hombre tiene esa fuerza por sí mismo: todo lo que hace, lo hace con ayuda de seres personales, espíritus de la naturaleza o antepasados” (3).

Los humanos y todos los seres y cosas particulares acumulan esa fuerza. Los que más la acumulan se distinguen por su excelencia y perfección. Son los chamanes, los sacerdotes del pasado mítico.

Los antepasados también conservan esa fuerza. Son entidades invisibles que no mueren porque existen en otro mundo y, desde ese plano, “protegen a la comunidad…su existencia está enteramente orientada a la familia, a la que de alguna manera esperan regresar por medio de sus descendientes” (4). Los antepasados son espíritus protectores a los que se les debe adorar por ritos y danzas.

Entre los bantúes, una palabra alude a la fuerza vital presente en todo momento y lugar: Ntu. “Ntu es la fuerza universal en sí, pero jamás aparece separada de sus formas fenoménicas” (5). Ntu es el ser mismo, la fuerza universal cósmica. El pensamiento europeo separa el ser del ente (de las cosas naturales o artificiales). Como Aristóteles separa al ser absoluto, Dios como motor inmóvil, de las cosas movidas por él. Pero para el africano el ser y el ente no están separados; Ntu no es lo separado respecto al ente; como la separación entre espíritu y materia, un dualismo propio del pensamiento platónico cristiano, o de la filosofía cartesiana moderna. Por el contrario: “Ntu es aquello que son conjuntamente Muntu, Kintu, Huntu y Kuntu” (6).

El nommo es la palabra que despierta la fuerza vital dormida o latente en las cosas (Kintu). Esa palabra es atributo de Muntu, del hombre, por lo que este es “señor de las cosas”, pero no para ser su dueño sino para despertar e infundir la vida que no surgiría por sí sola.

La inteligencia o entendimiento propio del hombre es ubwenge. Esta inteligencia tiene dos caras: la inteligencia “actual” es la astucia, la sagacidad, la capacidad intelectual que viene de los libros; pero la segunda, la inteligencia “habitual” es la más importante porque es la comprensión de la vida, es la sabiduría, y “este es el saber de la naturaleza y de los nexos del mundo” (7).

Y la naturaleza es lo fecundo que, con la mediación de la acción humana, da vida, frutos, oro, peces, madera. Toda esa riqueza no procede de un Dios puramente espiritual, ajeno a este mundo, aunque lo haya creado. Por eso, los africanos no podían entender a los colonizadores holandeses que, en La Costa de Oro, por ejemplo, les decían que toda riqueza viene de su Dios altivo e inmaterial. Porque para ellos:

“Dios no les da mijo, maíz o trigo, sino que es la tierra la que se los daba cuando sembraban y cosechaban después en el momento justo. Y en cuanto a las frutas dicen que se las daban los árboles que ellos habían plantado. El mar les daba los peces y ellos tenían que pescarlos en él. O sea que no admitían que estas y otras cosas parecidas provenían de Dios, sino que eran producidas por la tierra y el agua y adquiridas por su trabajo” (8).

Toda riqueza viene de la tierra y el agua.

Y necesita de la participación humana por la siembra, la cosecha o la pesca. El africano vive así abierto al fértil mundo natural que depende de la fuerza vital, pero también de la acción humana que no es solo trabajo físico, sino también palabra fecundante.

Por ejemplo: la procreación de un nuevo ser no es solo por el semen, sino por el estímulo del “agua de la palabra”. Primero es la procreación y la reproducción físicas, pero el nacimiento de un nuevo Muntu, un hombre, se produce realmente cuando el padre o el hechicero le da un nombre al recién nacido y pronuncia ese nombre.

Antes de esa palabra-nombre hay solo una cosa (kintu); solo después nace un Muntu, cuando a la vida meramente biológica (buzima) se le agrega el principio espiritual (magara). Esa vida espiritual o magara es la que lo distingue del animal. El nombramiento del hombre es “el semen de la palabra” que da magara a través de la fuerza vital.

Nommo es la palabra no del lenguaje corriente sino de un proceso liberador de las fuerzas de los minerales, de la tierra y los elementos, de las plantas y los animales, y que aviva también al hombre vivo, a los muertos y a los dioses.

El mundo mismo es gracias al semen de la palabra. El adivino o el hechicero sabrán sustituir la palabra que causó desgracia o enfermedad por otras palabras para conjurar el mal. La magia nace de esta mística de la palabra.

Pero la palabra-nombre africana no es la del lenguaje adánico de la tradición judeocristiana, por el cual las cosas solo son efectivamente creadas cuando Adán le da un nombre para que solo sean para el hombre. Para el África profunda, la palabra no es la de la dominación del sapiens sobre el mundo natural, sino la palabra como participación y difusión de la fuerza vital que el hombre puede activar y reproducir, pero que siempre recibe como don o vehículo espiritual de la fuerza vital.

La palabra no se disuelve en los enunciados del conocimiento científico, como en la zoología, la biología o la física occidentales. La palabra es la fuerza vital universal que anima y enciende al hombre, las cosas, el tiempo y el espacio, a lo que cambia, muere, se regenera y transforma. La fuerza vital es inseparable, entonces, de la palabra y la naturaleza, como su expresión y poder.

Así la vida del africano “depende de las fuerzas naturales e invisibles…Es una fraternidad con la totalidad del mundo, de la cual nosotros hemos perdido hasta la noción misma” (9).

Por eso, para el pensamiento africano tradicional, la naturaleza no es el reino de la materia ordenada por leyes universales y mecánicas, de fundamento racional y matemático. O no es la creación únicamente de un Dios omnipotente cuya voluntad es solo espiritual. Ni el materialismo científico ni el espiritualismo cristiano. La naturaleza es el campo de circulación de la fuerza vital, de la que participan los humanos y los espíritus de los antepasados, los animales, los insectos, los elementos, el viento y la tormenta. Lo visible y lo invisible. En el pensamiento tradicional africano la naturaleza es percibida sin dualismos o separación entre lo vivo y lo muerto, entre lo material y lo espiritual. Es energía o fuerza vital universal multiplicada por el ritmo de la palabra que se manifiesta también como encantamiento, canto o música ritual de los tambores.

Fuera de teorizaciones, el africano se sabe naturaleza. Por eso empezamos con la percepción de la selva por Omangu, cuando sentía que su cuerpo era las plantas, la humedad, la tierra, la lluvia que moja los brazos verdes y selváticos, o el sol que los acaricia y acalora. Por eso “el africano no vive “con” la naturaleza ni “en” ella, sino que “es” esa naturaleza que participa de todo el universo” (10).

Esa percepción del mundo aun es parte del inconsciente cultural africano, al menos en las regiones no urbanas, como poder de los ritos y las danzas, los amuletos y las máscaras. Pero como una visión del mundo que, de a poco, se disuelve fundamentalmente en las ciudades integradas a lo global por la tecnificación. La fuerza vital y el sentimiento de unidad con la naturaleza se mantienen solo como una luz tenue, lejana.

Y Omangu vuelve hasta su pueblo, a su vivienda sencilla.

Hay un televisor encendido, sus hijos comparten un celular. Tiene que vestirse de occidental para ir a trabajar a un depósito de una empresa extranjera. Al salir contesta un llamado telefónico. Reflexiona, está preocupado por la pobreza y el futuro. Pero, aun así, algo lo hace ver el cielo, donde se acumulan las nubes, viene una lluvia, y, con paso lento, escucha otra llamada: los tambores, los lamentos de sus antepasados, de los vivos y los muertos, y el movimiento de las plantas, el viento; y siente que la selva está despierta, respira y sube, se eleva, para abrazarse con el cielo.


Citas

(1) Janheinz Jahn, Las culturas neoafricanas, México, F.C: E., p, 135.

(2) Ibid, 137.

(3) Citado en Mircea Eliade, Tratado de Historia de las religiones, Biblioteca Era, p.45.; en pp.42-45 puede consultarse también sobre la noción de mana equiparable a la fuerza vital africana.

 (4)  Hans A. Witte, “Antepasados”, en “Comunidad familiar y fuerzas cósmicas. Conceptos básicos de las religiones de África occidental”, en Historia de las creencias y de las ideas religiosas, Barcelona, editorial Herder, p.287.

(5) J.Jahn, op.cit, p.138.

(6) Ibid.

(7) Ibid, p.171.

(8) Ibid.

(9)  J. Jahn, op. cit, p170.

(10) Beatriz Hilda Grand Ruiz, África, su pensamiento tradicional, p.158, editorial Clepsidra, 1991.

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