Ya a cada momento, la obra extensa de Maurice Blanchot (1907-2003) alcanza una inmensa y sutil decantación, un esplendor y cierta fascinación por la depuración en cada una de sus reflexiones, en cada una de sus posiciones y pensamientos.
El libro “La Escritura del Desastre” , le aproxima mucho más a Ciorán o Jabés, por la necesidad interior de experimentar en el FRAGMENTO, conciencia y reflexión de orden nietszcheano, que ha sido en realidad una de las obsesiones más clara de Blanchot, y lo mismo las reflexiones sobre la palabra, que en muchos instantes lo hacen demasiado pesado y un poco desesperanzador, como decir la desesperanza de la razón.
En este libro Blanchot interioriza un poco más, reflexiona sobre su situación como lector, como crítico, como comentarista de libros, de exposiciones: literatura, filosofía, poesía. Todo él, en su centro, en su fluir, empieza lentamente a distanciarse, a separarse de ese contacto rutinario e intimidatorio de la lectura, del pensar y del saber: aquí una dilucidación y lo mismo un sentido de desesperación en el que se sume. El “desastre” no es más que la aparición de la desesperación y la fortaleza necesaria para vivirla; Blanchot aquí experimenta la reducción de la palabra, siente sin emoción la desaparición del conocimiento, contempla el desastre de cualquier saber.
Por ello dice, con ausencia, pero sin dispersión, sometido a los 86 años a pensar en la muerte como hecho irrevocable. La proximidad de la muerte le convierte en una especie de “Monsieur Teste” en el bello libro de Paul Valéry; escribe Blanchot, esta escritura sacrificada a la muerte por la vida: “El desastre, preocupación por lo ínfimo, soberanía de lo accidental… Nunca decepcionado, no por falta de decepción, sino porque la decepción que es siempre insuficiente”; “El Desastre: no el pensamiento vuelto loco, ni tal vez siquiera el pensamiento en tanto que lleva siempre su locura”; “La angustia de leer: cualquier texto, por ameno e interesante que sea (y cuanto más parece serlo), está vacío. No existe en el fondo; hay que cruzar un abismo, y no se entiende si no se da el salto”. Ya en Blanchot como lo percibimos, la presencia no es la de la palabra, sino la del principio de la ausencia, de la dispersión de la palabra, que retorna solamente como el vacío, como el abismo de la escritura, que aquí para él ya no es salvación sino desesperación o desastre; no podemos decir por ello, que Maurice Blanchot sufre en la espera, por el contrario, espera con paciencia el que exploten la palabra y el acto: la muerte. Un libro que nos pone en comunicación con la inminencia de la muerte.