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Adrian Ferrero

La escritura como traducción

El dramaturgo, director teatral, actor y traductor argentino Rafael Spregelburd planteaba en una entrevista que se le realizara en Argentina que para él había tres dominios en el marco de los cuales percibía la experiencia de la traducción en su vida. Por un lado, la que efectivamente él realizaba de una lengua a otras. En segundo lugar, la experiencia de la traducción que suponía asistir (o protagonizar) sus propias obras traducidas a otras lenguas. Por último, la experiencia de la escritura como traducción.

Como escritor no puedo dar cuenta de las dos primeras acepciones que Sepregelburd otorga a la noción de traducción más que muy puntualmente, pero sí de la última. Y detalladamente. En efecto, hay una experiencia según la cual escribir consiste en traducir a lenguaje escrito una idea, un conjunto de acciones, una descripción de un objeto, un intercambio entre personajes, las inflexiones de una voz, un monólogo, que concebidos desde el orden de lo imaginario se proyectan en todo su alcance y con toda una serie de mediaciones en virtud de manifestarse en su complejidad.

Hay momentos en que la palabra exacta que da cuenta de una emoción o de una acción, de un movimiento de la mente que deseamos volcar en la escritura, no aflora. En tales circunstancias el escritor vive ese momento desde la duda, desde el desasosiego, desde la imposibilidad, desde la impotencia, desde la incapacidad, desde la prueba, desde la necesidad de batallar con el lenguaje hasta dar con la expresión adecuada, con la palabra que mejor se ajuste a esa representación mental de la que aspira a dar cuenta.

Por otra parte, en ocasiones dar con la expresión más acertada no consiste solamente en hacerlo con una palabra exacta sino con el lugar adecuado para ubicarla en el seno de una construcción literaria más amplia. El lenguaje deviene lengua literaria a partir de la inclusión de un determinado léxico, de una determinada sintaxis, de una determinada sugestión que crea una atmósfera como producto de un uso de la lengua en el seno de un texto. Esto ocurre en distintos contextos de una obra literaria (novela, cuento, pieza teatral, poema, prosa poética, guión de cine, libreto de TV, libreto de radio, entre otros cruces que pueden darse entre ellos).

De modo que en esta inclusión esa decisión se afianza según un cierto afán selectivo que consiste en el qué se va escribir, cómo se lo va a hacer, cómo no se lo va a hacer para evitar así la obra literaria que no deseamos escribir sino esa que aspiramos elaborar. Porque un escritor también maneja la noción de un anti modelo de obra literaria. De construcción a la que no desea que su producción escrita se parezca en lo absoluto. Puede que eso tenga que ver con evitar la repetición de textos previamente escritos de modo de no reproducir formas previas gastadas, agotadas y tomar distancia de ellas. O bien puede tener que ver con tomar distancia de otras obras de su propio corpus que considera superadas. De obras que ya no forman parte de su horizonte y que aspira a superar.

Puesto en estos términos entonces escribir es traducir en la medida en que de un amplio repertorio de representaciones mentales y emotivas logramos atravesar el universo semiótico de la lengua en la que hablamos y escribimos hasta construir el texto literario ideal o el que más se parece a ese ideal. A un arquetipo al que jamás llegaremos a alcanzar pero sí parecernos. Escribir es traducir también un cierto texto y no otro. Habrá personas que cuentan con más oficio para escribir un género que otro. Se han ejercitado más en la prosa que en la poesía. O más en el ensayo literario que en el académico o en los artículos del periodismo cultural. Más en la escritura de crítica literaria que en la de teoría. En tal sentido, la experiencia de escritura, un cierto oficio en torno de una práctica resultan efectivamente decisivos. No da lo mismo haber escrito libros de narrativa (buenos), haber escrito y publicado poemarios (buenos) que no haberlo hecho. Lo mismo con el resto de los géneros. Haber conocido y estudiado en talleres de escritura la lengua poética no da lo mismo que no haberlo hecho. Haber aprendido, en el marco de una carrera universitaria de Letras, a interpretar textos, no es lo mismo que no haberlo hecho. De modo que aquí tenemos un punto de partida importante. Ese punto de partida que consiste en si estamos preparados, si tenemos una formación en un campo de la producción literaria y no en otros. Esto puede conducir a grandes obras maestras si el escritor tiene talento o a grandes desastres si no lo tiene. Hay personas incapaces de escribir buenos ensayos o artículos pero son brillantes narradores. Entonces: hay aptitudes, por un lado. Hay dotes. Hay dones. Y hay experiencia de escritura y formación por el otro en un determinado campo, en una serie de convenciones que se comienzan a desplegar a la hora de escribir. Estos atributos y experiencias en un punto se eligen. Es cierto, uno puede tener más facilidad para narrar que para interrogar desde el plano de la interpretación un conjunto de fenómenos o bien un texto literario o bien del acontecimientos del orden de lo real. En tal caso se supone que uno acudirá a ese don que tiene. ¿Por qué emprender una tarea que deja por saldo un desacierto absoluto? ¿por qué ejercer un oficio para el cual no estamos preparados ni en condiciones de responder a sus demandas más elementales de modo satisfactorio? ¿por qué improvisar en un territorio de la experiencia literaria que nos es ajeno? ¿por qué ser tan audaces como para arriesgarnos a ejercer un cierta clase de escritura que supone preparación cuando no disponemos de ella? Estas preguntas que resultan elementales, no todo el mundo tiene el discernimiento ni la humildad de formulárselas.

De modo que en la traducción (para regresar al tema que nos convoca) existe un punto según el cual es el escritor mismo el que toma la decisión de si estará a la altura de aceptar el reto de traducir un estímulo o no, según los casos. De cómo lo haga. Según cuál será su herramienta para servirse de ella y producir una obra literariamente que considere valiosa. Un escritor debe ser consciente de sus limitaciones y de sus límites. Si no se ha ejercitado. Si no ha estudiado. Si ha leído poco teatro, por citar un ejemplo. ¿Para qué intentar escribir dramaturgia sin las herramientas específicas que requiere un género tan codificado como ese? Diera la impresión de que el guión de cine, el libreto de TV, el libreto de radio también requieren de una formación para la cual no todo el mundo está dotado. Nos encontramos con una cantidad de poetas y narradores formidable. En tanto en los otros géneros, incluso el ensayo literario (bien realizado), no encuentra la misma cantidad de cultores de naturaleza sobresaliente o incluso espacios de preparación. Se trata de una cuestión de estadísticas. Los talleres de escritura están plagados de narradores. Sobre todo de cuentistas. Hay talleres de poesía. Sin embargo buenos ensayistas no son lo que abunda. Y en lo relativo a artículos literarios en algunos casos nos encontramos con personas con formación, con estudios, con práctica en el oficio. Y en otros no. De personas que no trabajan con el menor nivel de exigencia ni saberes previos. Depende en buena medida también de la especialidad. Hay críticos literarios muy formados en un campo de los estudios literarios pero no en otros. Así como hay críticos con capacidad teórica y otros que no la tienen. Hay críticos con una gran cultura artística general mediante la cual están en condiciones de establecer relaciones entre distintas disciplinas del arte. Y hay otros que solo manejan una sola en profundidad pero no se han preocupado por incursionar en el conocimiento del resto de las artes. Hay escritores que han participado de experiencias de investigación creativa, con artistas de otras disciplinas, interdisciplinarias, o transdisciplinarias. Y habrá otros que solo se habrán consagrado a escribir un género literario o más de uno pero no entablado un diálogo con otros creadores y creadoras en proyectos colectivos. Esta circunstancia modifica la escritura. Para quien las ha realizado indudablemente le aportan recursos, le permiten adoptar puntos de vista, leer imágenes o leer paisajes, leer representaciones visuales o audiovisuales, por citar algunos casos evidentes.

De modo que en la traducción de este paisaje interior, por llamarlo de alguna manera, de este conjunto de estímulos que dispara un texto literario, habrá personas que tendrán en claro a qué recursos acudir de forma exitosa para dar cuenta de una obra literaria. Sabrán también cómo disponer de un determinado modo de empleo de esos recursos . Todo aquello que estilísticamente configura un modo de escribir (y no otros) que lo distingue no solo de lo que él considera algo mal escrito sino que lo distingue del arte o la escritura de sus colegas. Un modo de escritura que define la manera que establece entre esos estímulos interiores y la de resolver cómo hacerlos salir a la luz para que coagulen y se condensen en una obra literaria consolidada, sólida, contundente.

Cada autor o autora está al tanto también de que saber traducir de una lengua a otra entrena naturalmente para escribir mejor. Para ello hace falta tener recursos de frase a frase, no solo de palabra a palabra. Ser escritor y al mismo tiempo ser traductor favorece a mi juicio de modo superlativo la dimensión expresiva y la dimensión receptiva del escritor. Yo soy un convencido de eso. Los escritores que además son traductores son capaces de elegir con mayor acierto el conjunto de componentes que hacen de una obra literaria lo que es. Las notas que la definen como tal. Hay saberes que la traducción literaria de una lengua a otra aporta al escritor y que indudablemente lo dotan de una destreza a la hora de detectar matices, registros, cualidades, atributos, que quien conoce una sola lengua no maneja en lo absoluto de la misma medida. O no de ese modo al menos. Saber una sola lengua supone una trampa en el monolingüismo que si bien puede que enriquezca al escritor hasta límites altísimos si es un sofisticado lector y un refinado conocedor de su idioma, también lo empobrece porque desconoce las expresiones equivalentes en las lenguas extranjeras. Por lo tanto, desconoce otra clase de contrastes que se dan en otros universos semióticos. Un ejercicio saludable que a mí me ha resultado útil en tanto que escritor en lengua española es como argentino leer autores latinoamericanos, por un lado e ibéricos por otro. Esta posibilidad de cotejar las variantes del español nos pone en comunicación con universos significantes de modo importantísimo. Y también leo literatura en traducción, pero la evito.

Quien lee en otros idiomas tendrá un profundo registro estilístico de un autor extranjero. Estará en condiciones de cotejarlo con los de su país. También habrá un contraste en el uso de una lengua respecto de la otra que le permitirá cobrar consciencia respecto del valor de las frases y de las palabras de su propia lengua (y de la ajena, en contrapunto). Y también tengo la convicción de que cada género debe ser traducido por el escritor que lo cultiva en forma más frecuente, que lo hace de modo más contundente. En su radicalidad, conocer a fondo la historia de esa obra literaria en la Historia del género del que forma parte. De la época en la que fue concebida. De sus notas características. De sus formas. De su evolución. Del estadio de la lengua en el seno del cual viene a inscribirse esa obra. Habrá una distinción entre la obra que traduce y las anteriores. Y, como bien señala el traductor y escritor argentino Marcleo Cohen, conocerá la Historia de la lengua en la que se ha traducido. Por citar un ejemplo: Shakespeare ha sido traducido a la lengua española por muchos responsables a cargo de las mismas. El conocimiento de la Historia de esas traducciones resulta importante a la hora de traducirlo. Se pueden consultar esas traducciones. Y afirmaba Marcelo Cohen que resultaría aconsejable que un autor cada treinta años volviera a ser traducido. En especial los clásicos.

Si digo que escribir es traducir, también lo es atravesar un universo interior hacia otro exterior a través de un dispositivo estrechamente ligado a un aprendizaje y a una práctica. Ese dispositivo, es la lengua española (en mi caso). Dado que he leído mucho, estudiado, hecho crítica y teoría, escrito distintos géneros, traducido fugazmente poemas y cuentos puntuales de otra lengua y a otra lengua, he leído cuentos míos traducidos a otra lengua, se supone que eso me coloca en un lugar de privilegio para dar cuenta de ese uso expresivo del idioma. Dispondré de un aparato sofisticado a través del cual dar cuenta de ese peculiar universo interior que constituye una experiencia subjetiva que deberé traducir a una experiencia intersubjetiva: la lengua literaria.

Por otra parte, ese universo interior será más complejo en la medida en que se haya nutrido de experiencias sensibles y de diversas formas o géneros literarios. No solo literarios, por supuesto. Pero sobre todo literarios. Porque tiene que ver con el uso estético de la lengua. Y al mismo tiempo en la medida en que realice lecturas y escriba consolidaré una poética. Lentamente. Y una ideología literaria que irá mutando. Tampoco subestimaría artes como el cine, la pintura, la música. La pintura permite, por ejemplo, tener un conocimiento acerca de formas, descripciones, colores, contrastes, una captación y una construcción instantánea y total por lo general en lo relativo a una representación del universo real tanto figurativo como, en su variante más libremente ejercida, arte abstracto. El arte abstracto disuelve las formas, las desarticula, problematiza las formas con las que habitualmente la representación da cuenta del orden de lo real al devolvernos otra clase de representaciones de esa realidad que no son las frecuentes. O que no lo han sido durante un larga etapa de la Historia del arte. Son formas de la representación que han irrumpido cuando cundió el arte de esa escuela. El cine contiene el lenguaje como uno de sus componentes, también hay procedimientos que pueden y hasta hay experiencias de haber sido transpuestos a la escritura literaria y a la inversa. El cine narra historias, también, tiene argumentos, tramas principales y secundarias, personajes. Se escriben sinopsis acerca de sus argumentos. Existe un guion. Puede narrar articulada o desarticuladamente. Contiene momentos de tensión, de distensión, descripciones, ilustraciones, también da cuenta de una época durante la cual fue realizado.
La música, en un sentido muy distinto, en relación al lenguaje, según las combinaciones a las cuales sometamos las estructuras sintácticas, según el léxico elegido, la puntuación que elijamos, modeliza su melodía, la peculiaridad de su sintaxis se ve afectada por ella de modo vibrante. Tanto antes, durante, como después de haber escrito, muchos escritores escriben con música. Muchos también han sido intérpretes o grandes melómanos. Saben de la estrecha relación entre el sonido de las palabras y la notación musical para provocar un determinado efecto en el lector/oyente. El universo significante del lenguaje entra en directa correlación con el arte y la notación musical. Hay autores que leen en voz alta los textos que escriben. A partir de allí los modifican (o no). Son conscientes de que cada texto tiene una cadencia, un ritmo, un tono, una altura. Tiene tonos. Y, nuevamente, una tensión que se manifiesta en esos movimientos, en esos sonidos que pueden ser muy altos o más bajos. Más lentos o más veloces.

De modo que traducir también consiste en enriquecer la experiencia de nuestra capacidad expresiva a través no solo de lo más obvio: la literatura sino de las distintas formas artísticas. Los escritores somos personas para las cuales el lenguaje resulta una herramienta sensible. No nos da lo mismo utilizar una palabra que otra. Cada palabra tiene su peso específico, un magnetismo, irradia significados y también irradia significantes que tienen efectos en el contexto de la sintaxis y y en el lector, a partir de la construcción de un texto de naturaleza singular. De modo que en la medida en que se enriquezcan esos saberes se enriquecerá la capacidad expresiva de un autor o autora. Los escritores trabajamos los silencios. Antes, durante y después de la lectura. El blanco de la página. La posibilidad del trabajo con lo icónico en ciertos ejemplos de autores que se sirven de ellos.

Como para cerrar, diría que esta riqueza interior en estrecha relación con la capacidad de dar cuenta de ese mismo universo de la experiencia privada, da por resultado obras de portento o bien obras de escaso valor estético, como lo adelanté. En la medida en que nuestra sensibilidad sea capaz de concebir, percibir, experimentar el mundo exterior y el mundo interior, por un lado, y que tengamos (además de disponer) un control mayor de nuestros recursos para dar cuenta de los estímulos interiores, la obra que seamos capaces de crear será de excelencia.

Soy partidario de una formación sólida en arte mediante lecturas, cursos, talleres, carreras universitarias ligadas al arte o las humanidades, posgrados, diferentes instancias asociadas a la preparación de un escritor en lo relativo a saberes pero también al ejercicio de su oficio en esos contextos. A la producción de textos en esos distintos ámbitos que lo exponen a exigencias muy distintas. Y también soy partidario de un trabajo con la sensibilidad que se logra teniendo acceso al resto de las artes, según las inclinaciones en mayor o menor medida. Si es más o menos sistemático, mejor aún. De esta manera estaremos mejor dotados para ser mejores creadores, concebiremos ideas más elaboradas para la realización de una obra literaria. Seres capaces de pensar en producciones literarias cada vez más exigentes. Tendremos a nuestra disposición mejores y más herramientas a las cuales acudir para de ese modo ser mejores traductores de nuestras representaciones mentales a la lengua en la que decidamos escribir nuestro universo subjetivo, al orden del discurso. No menos importante, además de conocer otras artes, es conocer otras humanidades. Consisten en formas de concebir modos de pensar.

De este modo, seres capaces de construir una retórica con mayor riqueza, con mayor acierto y, finalmente, encontrar las palabras más certeras para dar cuenta de ese universo tan secreto como aparentemente innominado, hasta que por fin lo nombramos: una operación que por momentos se nos presenta como un imposible. Pero en verdad más que imposible, es perfectible.

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