A 400 años de la muerte de Cervantes, se ha dicho tanto que parece temerario escribir sobre un genio cuya vigencia asusta más que asombra. Leer a Cervantes es leernos, descubrirnos y explicarnos como herederos de un tiempo donde la duda y la certeza trabaron una lucha incansable para cambiar los signos de la realidad y transmutarla, transfigurándonos a nosotros, hombres desolados por la falta de certezas, o por su pérdida, o por el hastío de las certezas conocidas y que no encuentran suplentes capaces de llenarnos.
Esta historia de desencuentros entre el cielo y la tierra empieza con la toma de Constantinopla, cuando se pierde la esperanza en el advenimiento del reino de Dios y la fe decide mudarse a otros reinos muy de este mundo. La razón y el dinero se elevan a los altares como fuerzas supremas que moverán los hilos de la humanidad. El hombre moderno se conduce como un Dios en la Tierra , piensa que todo lo puede, que entre el oro y el intelecto no hay quien lo derrote, y se dedica a reemplazar a paso lento, pero seguro, la angustia metafísica por el pragmatismo, la eficacia y la precisión. Nace con todos los honores el mundo del cálculo. La vida entera se calcula. Para bien de unos y mal de muchos.
Cervantes logra penetrar la maraña de los contrastes feroces de su tiempo ( y de todos los tiempos) desde el temor que produce la crisis que pretende exterminar a los ideales conocidos. Puede que falle la vida y nos deje un mundo sin alma. ¿Todo es posible o todo entra en duda? ¿La razón y la fe deben batirse en duelo para que solo una de las dos explique lo real? ¿Solo hay una posible evidencia de verdad o hay múltiples sentidos que se admiten entre sí y procrean una realidad mayor y mejor? ¿Se trata, más bien, de que toca al hombre de cualquier tiempo y espacio redefinir la realidad con nuevos aliados que la retoquen para hacerla vivible?
Más que con la Iglesia, con quien topa Cervantes es con el Ideal menoscabado. ¿Qué hacer con la ética de los caballeros, tan románticos, ahora que se nos muestran tan ridículos? ¿Qué sentido tienen la verdad, la justicia, el bien y la virtud en territorios donde fingir es ser, donde mentir es un arte, donde el caos es el principio del poder y aquello de que “el fin justifica los medios” se ha hecho viral?, como diríamos en esta postmodernidad tan a la intemperie. Cervantes nos brinda el espectáculo de la tensión entre la parte oculta de la naturaleza visible que permanece inmutable en sus signos portadores de verdad, y la naturaleza inmediata , degradada a cosa común por un hechizo que la vuelve miserable. El que se anota a esa miseria se pierde el portento.
La magia que convierte en doncellas a las labradoras y en gigantes a los molinos y hace hablar a los perros es necesaria para ver la belleza de la vida y que esa belleza complete su sentido. Cuando Cervantes analiza la realidad la encuentra corrupta, cargada de mentiras que la pervierten en vez de enaltecerla, y decide ( desde la fantasía redentora) transformarla , imponiendo el ideal imaginativo como puente salvador. Lo maravilloso está oculto para que no sea destruido por las mentes que lo estrechan hasta la asfixia. Lo maravilloso está destinado a los Quijotes que apuestan por lo extraordinario disfrazado de ordinario. Lo maravilloso está ahí para quien lo admita dentro de sí. La realidad no es lo que vemos, es también lo que no vemos y está hecha a la medida de cada quién. De la capacidad que tenga cada quién para concebir su propia utopía e ir a buscarla. Lo de menos es encontrarla. Lo que vale la pena es la aventura de perseguirla.
Al final, la muerte del Quijote hace pensar en la derrota inevitable. Pero el personaje vive eternamente en páginas que siguen leyendo y citando las gentes contagiadas de su mal: querer cambiar el mundo y hacer que gane el orden poético ilusorio dándole dignidad dentro de un tiempo indigno que hace todo lo posible por humillarlo.
Mucho más acá de los cruzados, los pícaros y los místicos, pero a su servicio, Jorge Luis Borges en TLON, UQBAR, ORBIS TERTIUS reveló el secreto que Cervantes no consideró que se debía saber en su tiempo: que cuando el mundo fantástico se entromete en el mundo real , no se trata de una intrusión escandalosa, sino de la realidad cediendo ante su penetración ya que “lo cierto es que anhela ceder”. Los genios se dedican a complacer ese anhelo. Y nosotros disfrutamos de ese acto de amor.