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La culpa es de Adrían Guacarán

“Estuve tan ocupado escribiendo la crítica, que
nunca pude sentarme a leer el libro”

Groucho Marx

De ese montón de discursos, artículos y cartas abiertas desahogantes que ahora inundan las redes sociales y tratan de ordenar, de un modo u otro, el descalabro venezolano, me llamó la atención uno en particular: se trata de unas palabras de César Miguel Rondón a propósito de la graduación de bachiller de una de sus hijas en el Colegio Santiago de León de Caracas.  El discurso tiene el tono y la tópica de la ocasión y de un padre emocionado. Pero lo que destaca es la frase que es la del título: “Pido perdón”. Rondón, en una especie de arrebato de dignidad escribe: “En una reunión reciente, ante la pregunta de si estaban dispuestos a luchar por Venezuela, uno de ustedes, con mucho valor y honestidad, se levantó y dijo que no, porque estaba harto. Es comprensible, el país en el que han estrenado la vida no ha sido el mejor. Lo siento. Lo siento mucho y pido perdón. Perdón porque estoy hablando a nombre de esta generación a la que pertenezco que mucha responsabilidad tiene en este fracaso que hoy vivimos”. Un poco atónito compruebo que una figura pública, voz e imagen emblemática de la publicidad y los medios de comunicación, dice abiertamente sentir una cuota de responsabilidad en esto que se atreve a llamar abiertamente “fracaso”.

Sí, es un fracaso rotundo. La Venezuela de hoy es un conglomerado lamentable de desaguisados. La institucionalidad está liquidada. Y no sólo institucionalidad en términos de gobierno, administración pública o estructura democrática, sino todo lo que debe organizarse en torno a un orden y a una normativa elemental para poder engranar el funcionamiento mínimo de una sociedad medianamente decente. El país está arrasado. Las causas son mucho más complejas que un gobierno lacerante, incompetente y corrupto (cosa por lo demás, gravísima e intolerable). Todos los niveles sociales están estragados por el cataclismo moral. Todos los actores políticos han sido responsables, por acción, por omisión, por inoperancia o por incomprensión. Pero todos los actores sociales también son responsables. El gobierno siempre será reflejo de la gente. Si un gobierno es nefasto, la gente lo sustituye. Pero cuando un gobierno se incrusta en el poder y socava la institucionalidad durante décadas, la gente se hace cómplice. Pescar en río revuelto, salvar el pellejo, darle palazos a la piñata, raspar la olla o meter la mano en el guiso son expresiones coloquiales que nos abruman por su elocuencia aplastante. Lo que César Miguel Rondón hace es un mínimo acto de contrición que es, además, una invitación abierta a pensar un poco mejor dónde, cuándo y cómo empezó el descalabro. La Historia siempre puede afinar el espejo retrovisor y hacer que se pierda la visión: algunos dirán que todo empezó mal una calurosa tarde de agosto de 1498, en las costas de Paria. Otros dirán que muchísimo antes, cuando un grupo de aborígenes pudo cruzar el puente helado del estrecho de Bering o cuando los indígenas caribes emigraron desde el río Paraguay hasta las costas del mar que lleva su nombre. Otros hablarán de nuestra vida republicana y nuestro abrumador y violento siglo XIX. Otros dirán que culpa de Castro (Cipriano), de Gómez o de Pérez Jiménez. O la locura de Diógenes Escalante. O el golpe de 1945. O el asesinato de Delgado Chalbaud. O el fracaso del Falke. O el porteñazo. Y así, sucesivamente. Una historia compleja y abordada siempre desde el dogmatismo bolivariano creado por Guzmán Blanco. Esas palabras de Cabrujas son las que más eco retumban en mí sobre Bolívar: “Tenía un concepto de sí mismo tan apabullante, tan carente de paisaje; él se creía el centro del mundo y no veía esto sino como decorado, no le importaba la realidad, por eso llegó a tanto”. Y si nos obsesiona esa figura paterna a la que la realidad no le importa y el paisaje es él mismo, pues apaga y vamonós (sic).

No soy historiador ni tengo autoridad para adentrarme con firmeza en los confines del pasado. Cuando hablo de historia, siempre encubro una especie de autobiografía acomodaticia. Así que yo, agradecido con las palabras de César Miguel Rondón, tengo que repensar los años ochenta y buscar allí esas “responsabilidades” aludidas. Tengo que retrotraerme a una niñez tímida, vaga, dispersa, pero acuciosa e intuitiva. Y puedo dar fe que los años 80 fueron nefastos. Mucho de lo que hoy vivimos, encuentra origen directo en ese aletargamiento ominoso que vivió la sociedad en esa década. Especialmente en Caracas al ritmo del “ta barato dame dos”. Basta revisar documentales como “Mayami nuestro” de Carlos Oteyza o “Los 80” de Yulimar Reyes, para alborotar algunos espasmos nauseabundos. Venezuela no está mal sólo ahora. Estaba muy mal desde hace mucho. Lo que ha ido ocurriendo es el proceso de visibilización de la desgracia. A un punto ya intolerable a los ojos. En los ochenta había un aparato tan sofisticado de negación, tan perturbadoramente tenaz para soslayar los conflictos, que sólo significó una represa para generar la explosión, casi literalmente: el Caracazo es el final de los 80 en todo sentido y es, a la vez, el inicio de la Venezuela trágica en anagnórisis, es decir, reconociendo, con sangre, su propio destino y su propia tragedia.

Sábado Sensacional, el Miss Venezuela, la sifrina de Caurimare, la inauguración del Metro de Caracas o del complejo cultural del Teatro Teresa Carreño, las luchas intestinas adecas entre CAP, Piñerúa, Octavio Lepage, Lusinchi, Alfaro Ucero o Morales Bello, los acuerdos tras bastidores con los sindicatos, la pobreza indetenible en toneladas de barriadas creciendo en las cimas de los cerros, mientras la gente se debatía entre Tío Rico y Efe o entre el CCCT y el Paseo Las Mercedes o entre Venevisión y Radio Caracas, entre Oriana y Macu, la mujer del policía, entre si lo peor es el Whisky de Lusinchi o el copete de Blanca Ibáñez. Todo al son de Daiquirí, de Colina, de Ilán, de Fernando y Juan Carlos, los Melódicos, Menudo, Témpano, el joven Yordano, Karina, o Melissa, la reina del rock. Un auge de cosas buenas y gratas, mezcladas con cosas repugnantes. Es decir, la definición exacta de lo grotesco. Esa mañana del 18 de febrero de 1983 en la que murió el dólar a 4,30 empezó a condicionar el parabán que ya no estaba sosteniendo con firmeza el parapeto. Pero quedaba mucha utilería por agotar. El 27 de febrero, con máculas severas, terminó el montaje.

Los años ochenta fueron terriblemente dolorosos. Mucho más de lo que suele admitirse. No sólo las luchas de reivindicación social fueron silenciadas o reprimidas. La puerta de la UCV en Plaza Venezuela era un foco simbólico de lo que venía anunciándose. Por qué no decirlo sin tapujos, la cuarta fue tan nefasta como la quinta. O mejor aún, ambas forman parte de un proceso mucho más amplio y complejo de degeneración moral y descomposición social que encuentra en el gobierno de hoy la imagen más elocuente de lo que somos: un fracaso. Lo que queda es pedir perdón, para empezar a recomponer. Esos optimismos fingidos y sobreactuados calzan mal al intento honesto de recomposición. Para quien siga intentando defender con argumentos serios la postura de la querencia patria como consigna tiene que empezar por admitir que en Venezuela mueren 25 mil personas por armas de fuego al año, un porcentaje alto de la población está dedicado al bachaqueo, matraqueo, contrabando, extorsión, tráfico de influencias, atajos lucrativos y toda variedad y gama de ilícitos. La institucionalidad está socavada a todo nivel, público y privado. Los ricos son más ricos y los pobres más pobres. Los militares viven su orgía perpetua entre whisky y aduana. La inflación no puede ya ni medirse y se perdió el respeto a la cultura y a la mística del trabajo. Quien quiere recomponer tiene que empezar por admitir los problemas. Alguien en estos días me decía que Medellín logró bajar sus índices de violencia e inseguridad de los años 80 y hoy en día es una de las ciudades más seguras y prósperas de Colombia. Algo similar sucedió con la Nueva York de los años 70. Hay que desmitificar la idea de que es imposible arreglar el país. Sí puede hacerse: hace falta eficacia, acciones competentes, voluntad política, revisión profunda de nuestro pasado pero, sobre todo, admitir los problemas de forma abierta y oficial. Y asumir la responsabilidad colectiva. De lo contrario, caeremos en la retórica abstracta de creer que el país es lo que vive uno solo y si uno está bien entonces todo está bien. Por ese camino, habrá quien invente la teoría de que la debacle empezó con el timbre agudo de Adrián Guacarán cantando “El peregrino” en Montalbán en 1985.

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