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La crónica de la discriminación: Mujeres solas no viajan

La relación que establecemos con las ciudades es una de las más complejas que existe por una razón sencilla: nos gusta la complicación y el drama de forma casi exagerada. Sin embargo, habría que definir «ciudad» no como un espacio físico, sino como los componentes de éste: paisajes, personas, situaciones y emociones que desata en nosotros. Debido a la inmensa gama de impresiones que se crean, en ocasiones, establecemos vínculos casi enfermizos que nos hacen regresar una y otra vez a un punto de partida. Edificamos una relación de amor-odio con los lugares casi más íntima que con las personas mismas.

Fue así que tras casi tres años de olvido decidí volver a Medellín, lugar en el que realicé un intercambio escolar, para reencontrarme con los fantasmas de antaño, o quizá sólo para escapar de los presentes.

Medellín se ha posicionado en mi mente como Wonderland en el contexto de Alicia, con sus contrastes, belleza e incoherencias. Regresar no fue una decisión, más certero sería decir que fue una falta de opción. Desperté un día y pensé «debo volver a concluir lo inconcluso, a decir lo que no dije antes y hacer lo que no quise hacer». Dos semanas después esperaba por abordar mi vuelo en el aeropuerto. El lugar estaba lleno de ancianos, algunos muchachos solos y bastantes matrimonios que se caracterizaban por formarse con mujeres casi de mi edad (entre los veintitantos) y hombres de cuarenta y más. Curioso. Subí al avión y siete horas más tarde había regresado.

Entrar al país fue cosa fácil: «¿mexicana?- sonrisa- Hágale pues, bienvenida». Salir es otra historia. Recoges el ticket y pasas a migración. Entras a la fila de revisión de equipaje. Te encuentras con un primer policía: «¿mexicana?, qué vino a hacer a Medellín?», «vine a ver a unos amigos», «ah, ¿tenés amigos aquí?». ¿Una conversación normal?, eso parecía. Siguiente paso, fila para que las maletas pasen por los rayos X. Y ahí comienza el drama, hacen que te quites los zapatos, situación que no me hubiese importado de no ser por que no le piden a todos que lo hagan, sólo a quienes ellos consideran sospechosos. La irritación surge de forma natural «¿dónde carajos piensan que voy a meter la coca si llevo sandalias?» pienso.

Un segundo policía revisa el bolso de mano mientras sostienen mi pasaporte y mi pase de abordar. Mi ripio comprado en El éxito y mis galletas Milo quedan al descubierto. Las preguntas empiezan de nuevo pero se extienden «¿es que vos tenés amigos acá?, ¿quiénes son?, ¿por qué te quedaste con ellos?, ¿en dónde viven?, ¿a qué se dedican?, ¿viajas sola? –mueve la cabeza negativamente- No, estás muy joven, bien pues sígame. Vamos a hacer un control antidrogas. «¿Un qué?» pienso yo. Pero no hay tiempo para pensar ni manera de protestar: él tiene mi pasaporte y mi pase, no puedo ir a ningún sitio sin ellos. Me conduce a una pequeña oficina. Otra chica esta de pie siendo escaneada con un aparato enorme.

La chica sale. El sujeto con mi pasaporte se acerca a su superior «mexicana y mírala, y encima viaja sola», «¿mírala?» pienso «sí, debo lucir aterradora por no dormir bien la noche anterior, pero esto es demasiado».

Un nuevo interrogatorio, mismas preguntas, mismo rostro inquisidor. «¿De pronto piensas que podrías estar embarazada?», «¡No!» ¡quién quiere pensar eso!. Me extiende una hoja «fírmala». «Qué yo permito que se me haga “voluntariamente” un examen de análisis de control antidrogas». Nada que hacer, aún tiene mi pasaporte. Firmo la hoja, ahora la máquina me escanea, me tiemblan las rodillas. Finalmente me devuelven el pasaporte y el ticket. Me siento inquieta e informo a mi hermano vía WhatsApp lo que acaba de ocurrir.

Antes de partir recibí mil advertencias, casos de personas con droga sembrada en sus maletas, acoso por parte de las autoridades, incautación de pertenencias personales, etc. «!Qué paranoia!» pensaba al escucharlas.

Espero a que mi vuelo salga. Vocean mi nombre y el de otras personas por los altavoces. El empleado de la aerolínea nos dice apenado que no nos permitirán abordar porque la policía confiscó nuestras maletas. Hay que ir a revisión primero. Nos conduce a una oficina ubicada en las pistas. Huele a moho y al fondo se puede leer una manta gigante «Para mantener al mundo libre de drogas». El miedo me invade. Yo desde luego no llevo drogas, pero y ¿si abren mi maleta y hay algo que no es mío? Seis policías revisan sin piedad las maletas con sus guantes de material extraño, todos son hombres. las dos mujeres policías sólo hacen trámites escritos. De las siete personas llevadas conmigo cuatro son mujeres jóvenes y atractivas, solteras.

«¿Cuál es tu maleta?» es la pregunta antes de comenzar a ultrajar el equipaje. Asfixiantes 15 minutos de espera observando como perforan las pertenencias de otros, no hay tiempo para sentir indignación por ellos, mi turno también llega. El hombre de mediana edad abre mi maleta: vestidos, minifaldas, plancha para el cabello, depilador, ropa interior de encajes y listoncitos. Su compañero lo observa: «man que pena con ella». Pero ellos tampoco tienen tiempo para sentir indignación por sus acusados. Y nuevamente el interrogatorio, y aunque su tono de voz es amable yo sigo asustada. Le ahorro las preguntas: «Hace tres años hice un intercambio. Regresé a ver a unas personas», «Viniste a estudiar» dice apesadumbrado. Su conmiseración me enoja más; no me sirve, mi vida íntima ya quedó expuesta frente a todos esos extraños. Mi botes de café, mis maletas y mi estabilidad emocional, de por sí fragmentada en el viaje, perforados.

Me piden que firme una lista y otra, mi nombre aparece a lado del número de mi equipaje. No hay opción, firmo o no salgo de Medellín.

Una hora más tarde estoy en Panamá. El alivio comienza a llegar, pero al parecer es demasiado pronto. Las personas comienzan a formarse para el abordaje rumbo a México. Escribo a mi hermano: «ya pasó todo, estoy en Panamá».

Abro mi El libro del tratado de la melancolía. Un hombre con gafete me observa, pienso que es mi idea, comienzo a leer. Pero debo verme amenazadora con mi libro. «Seguridad nacional» dice el hombre casi gritando y sin más me saca de la fila, me quita el pasaporte y el pase de abordar. «¿Vienes de Medellín?» pregunta idiota, el vuelo no tiene otras conexiones. Inicia el bombardeo de preguntas, mucho más agresivo y estresante que antes, menos de 10 segundos para responder, ni siquiera me deja terminar de contestar antes de hacer otra pregunta. «¿A qué fuiste?, ¿quiénes son tus amigos?, ¿por qué tienes amigos en Medellín?». Cansancio mental. Mi voz comienza a sonar irritada.

«¿Cuánto dinero llevabas?, ¿cuánto es eso en la moneda de acá?», «¿cómo voy a saber yo eso?», le grito. «Dime quién te compró el pasaje y cuánto equipaje documentaste». Mi paciencia se extingue. «Yo lo compré, no necesito que alguien pague por mí y llevo una maleta, ya la revisaron en Medellín, si la va a revisar usted también pues que sea ya». Me mira furioso, devuelve mis documentos y deja que me vaya. Detrás de mí escucho los comentarios: «¡qué pesar!, tan joven y bonita y ya metida en esos líos».

«¡Metida en qué, maldita sea!», pienso. Pero el daño está hecho, la gente me mira al embarcar, y yo muero de miedo, aún falta la revisión en México, las advertencias vuelven a mi cabeza. Casi al llegar comienzan a vocear nombres de personas en el avión, porque los estarán esperando los de seguridad al desembarcar. Suplico por que mi nombre no esté en la lista, esta vez no está. Un anuncio más «por medidas de seguridad nacional todo el equipaje se demorará, las autoridades mexicanas retienen todo el equipaje de vuelos provenientes de América del sur y el Caribe».

Bajo del avión, llamo a mi hermano, estoy asustada, cansada, triste y con los derechos más pisoteados que un corredor del metro en hora pico. Última parada antes de salir: la aduana en México. «¿De dónde vienes?» pregunta la mujer que revisa mi pasaporte, «de Panamá»; no miento, sólo no doy información completa. «¿Viajas sola?» dice perspicaz «sí, sí viajo sola» respondo histérica. «Puedes irte».

Discriminación, no hay más. nunca he sido feminista, esa postura es para mí una tontería que genera más inequidad, yo simplemente creo en la paridad. No pido que se respeten mis derechos y el del resto de las mujeres por ser mujeres, sino simplemente por ser personas. ¿Desde cuándo la independencia económica femenina deriva en un caso de seguridad nacional?, o ¿es que me debo casar con un cuarentón que me mantenga para poder viajar?

Realmente me siento fastidiada y jodida. Señores encargados de la seguridad nacional, si así quieren llamarlo, es momento de que sean coherentes, ¿quién les da derecho de segmentar y elegir sólo por las características comunes de la gente?, es que las mujeres menos agraciadas, las casadas y quienes viajan con sus parejas no pueden transportan droga?, ¿los europeos no lo hacen también?, ¿sólo porque es Medellín todos deben ser “mulas”?. No funciona así, ¿dónde está la equidad? Si lo que temen es el paso de sustancias revisen a todos, no sólo a quienes cumplan con un estándar de estereotipo y prejuicio internacional.

No somos las mujeres solteras y jóvenes quienes dejan escapar a los capos de la cárcel o quienes se vinculan con ellos y aceptan sus favores, son las mismas autoridades, conocen las rutas y a los culpables, pero debe resultar más sencillo acosar al viajero que busca el reencuentro con el pasado que trabajar en capturar a los verdaderos contrabandistas.

Sí quieren “un mundo libre de drogas” revisen sus parques, por los que yo he transitado y observado a pleno día a los muchachos consumiendo de todo. Trabajen en parar el narcomenudeo en lugar de fomentarlo y encubrirlo por “mordidas” o “vacunas” irrisorias.

En tanto la discriminación y el racismo sigan fungiendo como medios para evaluar si se debe revisar a alguien al viajar resultará mucho más sencillo que quienes de verdad se dediquen a transportar algo, lo que sea, encuentren nuevas formas de movilizar sus mercancías. ¿De verdad creen que son tan tontos para seguir utilizado al estereotipo para introducir sus materias?. Así, seguiré a la espera de un mundo ya no ideal, pero sí por lo menos congruente, en el que las personas dejen de ser catalogadas por su género, edad, estado civil, preferencia sexual, etc.. Italianos, colombianos, hindús, mujeres, hombres, niños y ancianos al final son todos los mismo: simplemente personas.

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