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La crisis existencial de Europa

La crisis catalana, lo que ya muchos llaman la «primavera catalana»,  ya ha cruzado las fronteras. El ex presidente de la Generalitat, Carles Puigdemont, que fue detenido, encarcelado y después liberado por la justicia alemana, sigue con su periplo. Ahora, el estado de las cosas es que existe la disyuntiva entre la justicia alemana y la española, y será posiblemente el Tribunal de Justicia Europeo quien decida su extradición y qué cargos se le imputan. Finalmente, se ha conseguido internacionalizar el conflicto catalán y será la justicia europea quien decida el rumbo de los acontecimientos. Europa toma las riendas.

Hace poco menos de un mes que los franceses  lanzaron un documental de investigación sobre la crisis de Catalunya titulado  «España al borde de un ataque de nervios»,  que se puede ver en Youtube, en cuya presentación en Ginebra estuvo presente el expresidente Puigdemont. No sabemos cómo y por qué  se ha llegado a este punto, pero lo que parece claro es que el viacrucis de Puigdemont  por Europa (Bélgica, Ginebra, Dinamarca, Finlandia, Alemania) ha dado los resultados esperados, que eran internacionalizar el «procés» (proceso catalán), como bien dijo su abogado Jaume Alonso Cuevillas, contento del éxito y la atención que han despertado. En el documental francés, el propio ex presidente del Parlamento Europeo, Josep Borrell, compara a Puigdemont con el general francés Charles De Gaulle que se exilió a Londres, quien en su célebre discurso difundido el 18 de julio de 1940 llamó a la resistencia del pueblo de Francia tras la invasión nazi.

Analogías parece haberlas con éste y otros momentos históricos relevantes. En este contexto, muchos se preguntan si la situación generada por Puigdemont se les ha ido de las manos o si tal vez ya estaba previsto, pero algo está sucediendo a nivel europeo que está empezando a afectar la credibilidad y el futuro de la Unión. Ya hace tiempo que se viene diciendo que las democracias europeas se encaminan a la deriva. En Francia, la corrupción arrastra al ex primer ministro Nicolás Sarkosy, mientras se suceden las protestas sociales. En Alemania, las mayorías ya no existen y Angela Merkel salva su sillón gracias a las coaliciones. En Italia, aún es palpable la incertidumbre que dejaron las elecciones de marzo, con el Movimiento Cinco Estrellas (considerado anti-sistema) como el partido más votado. El Reino Unido se está despidiendo de su aventura europea, y sellando su salida.  Todo ello es un reflejo de que la población europea cada vez está más decepcionada de sus instituciones y sus gobiernos.

Cada vez son más altos los gritos, hasta el momento en oídos sordos, para  que Europa se ponga las pilas y emprenda reformas estructurales de gran calado. Autores como John Gillingham o George Friedman, por mencionar algunos, advierten en sus libros que Europa está al borde del precipicio, y que si no se toman las medidas necesarias podríamos asistir a su defunción. Estos autores, que abogan planes en concreto y específicos,  son considerados conservadores, pero ¿sus advertencias son exageradas? Difícil de saber para el ciudadano común, pese a que esta crisis existencial de Europa ya ha puesto en marcha a  los think tanks y estudios de organismos influyentes para esbozar políticas de reformas y planteamientos sobre el futuro. ¿Con o sin participación ciudadana? Está por ver.

En este sentido, el debate europeo nos lleva a referirnos al padre de la nunca aprobada Constitución europea, el francés Jean Monnet, quien dijo que Europa debía construirse sin que la gente se diera cuenta: «La Unión Europea será guiada hacia el superestado sin que la gente se entere lo que está pasando.  Se puede lograr a través de pasos sucesivos, cada uno con un propósito económico, pero con el tiempo se consolidará de forma irreversible como una federación». ¿Será esto lo que está sucediendo? Chi lo sa.

En la era de la información, lo que sí podemos confirmar sin tapujos es que no nos enteramos de nada y pocas informaciones se difunden para ayudarnos a descifrar lo que está sucediendo en el campo europeo en medio de una oleada de democracias debilitadas, y con su población más escéptica y desconcertada que nunca y no demasiado entusiasmada con el futuro, según las encuestas recientes.

No todo se explica. No todo tiene respuesta. No todo tiene sentido. No todo es justo. No todo es lógico. Para los euroescépticos, la Unión Europea se trata de un proyecto americano, después de la II Guerra Mundial y con la OTAN como anclaje. Ven a Europa como un instrumento anglosajón, aunque la mayoría de las veces rivalicen con EEUU y el Reino Unido (ahora pactando su Brexit). Con Rusia y China pisando los talones en el apartado comercial y financiero, las cosas son distintas y se considera que deben ajustarse. La tendencia  visionaria es un futuro de las regiones y asociaciones regionales, así como de las ciudades interconectadas de forma global.

Que Europa necesita reformarse aunque sea para adaptarse a las nuevas circunstancias ya casi nadie lo discute, especialmente en medio de su fracaso en la gestión del malestar social tras la pérdida gradual del Estado del bienestar y la inminente desaparición de la clase media como motor de las economías. Los partidos políticos tradicionales, quienes antaño liberaban las reformas, no pueden escudarse en que tienen una base fracturada y  no consiguen mayorías para aprobar sus proyectos.  No quedará otro remedio que hacer políticas multipartidistas (team working en lenguaje pedagógico) si los gobiernos como brazos ejecutivos ya no resuelven los problemas y las elecciones progresivamente pierden su trascendencia.

Con este panorama cambiante, Europa deberá convivir con Asia (el Sureste asiático, especialmente), un continente que despierta, pero no de cualquier manera, sino a lo grande, con sus progresos tecnológicos y su programas de Investigación y Desarrollo (I+D). Todo un desafío para Occidente. Esta apuesta por la tecnología y la ciencia (previa inversión en la educación) ha creado una clase media y una economía que camina a pasos agigantados.  Ya han dejado de ser solo países productores con mano de obra barata para constituir ahora una competencia comercial de gran calibre. En este contexto de mejora y con la hegemonía compartida, el control de las rutas comerciales será una de las claves del mundo globalizado.

En medio del torbellino político, es difícil predecir el futuro de Europa, si está en un proceso de descomposición o realmente de reestructuración cual ave Fénix y si el Brexit tendrá un efecto destructor o si será, por lo contrario,  un «mal que por bien no venga». Tampoco sabemos si la internacionalización del conflicto catalán tendrá la repercusión esperada o si pasará de puntillas, simplemente como un espejismo que nos haga observar y reflexionar sobre el estado presente y futuro de las cosas en Europa y su relación con el mundo.

Para el ciudadano europeo de a pie nos queda sólo cruzar los dedos para que esta crisis económica y financiera, y la geopolítica que subyace, no represente un retroceso en el día a día en apartados tan básicos y fundamentales como la sanidad y la educación, el derecho a la vivienda y a pensiones justas, así como en asuntos como los derechos humanos, la libertad individual y de expresión, el acceso a la tecnología y el compromisos con el cambio climático, entre otros. Inshallah!.

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