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La crisis chilena

Chile ha sido, sin duda, el país latinoamericano que, en estas últimas décadas, ha logrado el mayor éxito socioeconómico. Chile era considerado por los argentinos como el “hermanito pobre”, ahora la situación se ha revertido. Chile ha sido de lejos la sociedad latinoamericana que no sólo ha tenido el mayor crecimiento económico sino que ha logrado la mayor reducción de la pobreza, el aumento del bienestar social, el crecimiento de las clases medias y la movilidad social, la expansión de la educación y hasta disminuyó la desigualdad, aunque siga siendo alta. ¿Qué pasó?

Mi profesor en Harvard, Samuel Huntington, en su seminal obra “Political Order in Changing Societies”, nos recordaba que en general se cree que la pobreza y el atraso económico generan la violencia y la inestabilidad política. En realidad, si bien es cierto que los países con altos niveles de desarrollo económico y de movilización social tienden a ser más estables y pacíficos, no es verdad que los países más pobres y atrasados sean los más inestables y violentos. Efectivamente, una sociedad extremadamente tradicional y atrasada es ignorante, pobre y estable. Lo que genera la inestabilidad política no es la falta de modernidad, sino los esfuerzos por lograrla. La modernidad implica estabilidad y la modernización inestabilidad. Fenómenos como el aumento del alfabetismo, la educación de masas, la urbanización y la presencia de los medios de comunicación provocan un incremento en las aspiraciones y expectativas de la sociedad que, al no ser satisfechas, conllevan a la acción política, el aumento de la participación tiende a generar inestabilidad y desorden. Si la movilización social incrementa las expectativas, es casi un lugar común creer que el crecimiento económico aumenta a su vez la capacidad de la sociedad para satisfacerlas, contribuyendo a reducir la frustración social y la inestabilidad política. En realidad, se trata de una verdad a medias, ya que el crecimiento económico, en una sociedad en modernización, fomenta también toda una serie de fenómenos sociales que, directa o indirectamente, incrementan el nivel de frustración social. Efectivamente, el crecimiento económico en sus primeras etapas tiende a ensanchar la desigualdad entre ricos y pobres, al mismo tiempo que la movilización social tiende a socavar las bases de la legitimidad de esa desigualdad, creando así condiciones para la inestabilidad política. También el crecimiento económico eleva los ingresos de algunos sectores sociales en términos absolutos, pero no relativos, con lo cual incrementa su frustración frente al orden establecido. Por tanto, el crecimiento de las aspiraciones y las expectativas sociales, que pone en marcha el proceso de movilización social, es mucho más rápido que el aumento de la capacidad de una sociedad en modernización para satisfacerlas. Si además frente a este aumento de la acción política no hay partidos políticos fuertes que logren canalizarla y organizarla, el resultado es la protesta anárquica y a veces violenta. Lo que pasa en Chile me recuerda, “mutatis mutandis”, Francia y Europa en general en 1968-69, después de las décadas más estelares del crecimiento económico y social en la historia del continente, estalló un período de protestas y violencias, que al final no implicó ningún cambio fundamental en el proceso socioeconómico europeo, aunque si lo tuvo a nivel cultural. Sin embargo, no hay que olvidar que hay “pescadores en río revuelto” y es evidente la participación en la violencia chilena de grupos de la izquierda extremista, dirigidos y financiados por el Foro de Sao Paulo. En particular al régimen venezolano le interesa debilitar al Grupo de Lima y distraer la atención de la comunidad internacional del pavoroso desastre socioeconómico y político que ha provocado.

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