Años atrás, en el lunfardo y otros suburbios de la lengua, “meter el verso” era mentir o simular, generar una creencia sin fundamento. Actualmente, el “Metaverso” es el nombre de un proyecto digital que anticipa Zuckerberg, ese incansable fundador de Facebook, pretendiendo que esta vocación engañosa adquiera el prestigio de la imaginación creadora y desate el poder adictivo del tabaco. Desea convertir en negocio, y dominio social, una epidemia imaginaria que ya padece la humanidad y no cesa de multiplicar su patología. El trastorno narcisista ha devenido un filón rentable con más futuro incluso que el litio o los minerales del espacio. El campeonato mundial que exalta el emirato de Qatar es ejemplo mayor de esta afección imparable. La condición del futbol, lo más importante de las cosas sin importancia, selló su suerte mercantil para este truco de la fe deportiva. Como una reinvención de universalidad del talante olímpico, se logró una puesta en escena que supera en infamia la ficción organizada por la sanguinaria dictadura argentina para su doloso mundial de futbol, o la del homólogo campeonato ruso mientras bombardeaban Siria y exterminaban la oposición. Arquitectura, turismo y lujo feudal hicieron aquí una fiesta inédita. Los impecables estadios son una representación de los estadios, los fans son en gran parte artificiales, voluntarios rentados para llenar las gradas, los gritos, un facsímil del fenómeno popular, la retórica entera de la competencia en un festival de la impostura. La expresión más genuina del evento fue la represión obtusa de la modernidad, la oscura trampa sumergida en la farsa. La inversión descomunal opaca la torpeza, pero no deja de traslucir el fondo siniestro y el carácter absolutista y cerrado de este régimen. Nadie puede dejar de saber que el luminoso simulacro del mundial se levanta sobre cadáveres de trabajadores y exclusiones descomunales. No obstante, la negación cunde, en parte porque la inversión en apariencias fue enorme, incluía bambalinas internacionales: la caricatura millonaria también quería parecer un país. El futbol, que fue uno de los primeros testimonios culturales de la globalización, y logró el merecido ascenso a la pantalla en la pasión planetaria, se desbarrancó para este caso en una mezquina ficción oportunista. El mito de la globalización se ha desinflado, pero no sus rituales que, paradójicamente, evidencian de manera rotunda sus límites. Quizás el próximo paso sea fusionar el campeonato con el carnaval, incluir escolas du samba, y ofrecerlo a países en ciernes o a regiones delictivas que precisan legitimarse, como la vilipendiada “Tres Fronteras” de Sudamérica, el “Triangulo del Oro” del Sudeste asiático, o los nuevos estados confederados que alentó Trump en la ofuscación de su retirada. Para el “metaverso”, que ya estamos padeciendo, esa locura es posible, y además aceptable y creíble por una nueva lógica que repta sin verificación. El renglón de las “fake news” es sostenido por ella. Creer en algo, un chicle para masticar y pasar el tiempo, parece la nueva consigna. Lo que no tiene fundamento tampoco reclama convicción, la adquiere naturalmente del terror al vacío. La acechanza de amenazas reales, climáticas, biológicas y económicas, es complementaria con este ocultamiento del pavor de la especie. La impotencia logra más consuelo en la ensoñación o la negación bizarra que en la acuciante busca de soluciones prácticas. La inminencia catastrófica que acecha el planeta alienta la necedad que destila este mundial de futbol infantil, tan parecido a una farsa melancólica, ceremonia de una repetición fantasmal. Vale recordar que, en los juegos de pelota de los Mayas, los ganadores obtenían como galardón honorable el privilegio de ser sacrificados a los dioses en el altar mayor. Tal vez estamos actualizando esa liturgia ancestral.