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La Ciudadanía y nosotros

La ciudadanía no es un título nobiliario. Se la ejerce, por tanto su cualidad deriva de dicho ejercicio. Definida por la pertenencia a un Estado, implica que el individuo es titular de derechos y deberes. Ya Aristóteles advertía que el ciudadano de una democracia no podía serlo de una oligarquía. Hay rasgos inherentes a cada tipo de civilidad, con lo cual a un modelo de Estado corresponde una manera de ser social. Así que, si bien se ha hecho correr mucha tinta acerca de los aspectos sociológicos del concepto, esta es una noción eminentemente política.

A la vista de lo dicho más arriba, un ciudadano lo es en proporción a sus derechos y deberes, con lo cual su ciudadanía está venida a menos si aquellos son reducidos. En Venezuela, y desde hace décadas, es una entelequia el asunto. Baso mi afirmación en tres aspectos esenciales.

El primero de ellos atañe a la esfera de los derechos, pulverizada por la impunidad y el debilitamiento del Estado. Esto compromete lo segundo, los deberes. En una sociedad con tales características, cabe plantearse la siguiente pregunta: ¿quién se siente compelido a cumplir con sus obligaciones legales? Por último, la ciudadanía supone también sentirse parte de la polis, implicarse inteligentemente en la acción política, y a la luz de lo que ha sido el errático ejercicio político de las últimas cuatro décadas, uno no podría menos que ser pesimista. La nuestra es una república de ciudadanos afantasmados. Somos el espectro que se merece la democracia que fuimos.

En estas condiciones, cualquier intento de ejercicio de la ciudadanía acaba siendo, casi siempre, una caricatura dolorosa. Un simple deseo de los vecinos por ejercer su derecho a la protesta, por ejemplo, termina convirtiéndose con suma frecuencia en ocasión para conculcar varios mandatos constitucionales y hasta algunos de los más básicos derechos consagrados en la Declaración Universal. Quizá no lo sospechen, pero en ese momento, además de agravar su propia situación y la de su entorno, quienes así se conducen renuncian a ser ciudadanos.

Podríamos decir entonces que la anarquía es el caldo de cultivo del exterminio de la ciudadanía. Por tanto, aquella se combate con sobreabundancia de esta. Tener claro que no podemos sucumbir al desgobierno es ya un acto primigenio de civilidad cuando ella falta en proporciones alarmantes. Comprender que el ser ciudadano es una construcción permanente y flexible también es un modo de preservarse en medio de un entorno caótico, pues todos deberíamos ser capaces de redefinir nuestra complexión moral permanentemente: la salud de la ética personal no es posible sin la conciencia del deber y los derechos interpretando la sociedad que nos ha tocado vivir al día de hoy.

Cuando los principios y valores son suplantados por el oportunismo, ya no hay espacio para la reflexión sobre el lugar que debemos ocupar en el ahora, con perspectiva histórica. Entonces quedan abiertos los resquicios a toda clase de desmanes, seamos un simple vecino de cuadra o un alto funcionario gubernamental.

La ciudadanía, creo dejar claro, es un ejercicio individual que se imbrica en un complejo entramado social donde otros, el Otro, es clave fundamental para su sólida construcción. Muchos de nuestros países latinoamericanos no logran tal constructo porque sus sociedades llevan en su seno el germen perverso del individualismo. En consecuencia, cuando esta condición escala a las alturas del poder, lo que sigue es el desguace del Estado con sus graves consecuencias. Una sociedad así difícilmente será promotora de una ciudadanía vigorosa y, por tanto, de una paz sostenible. Es un problema que asciende del individuo a su entorno, y no al revés, una espiral perversa que solo la educación planificada podrá resolver al cabo de varias generaciones.

Cuando en 2016 el Partido Socialista de Suiza consultó a los ciudadanos en un referéndum sobre si deseaban una renta vitalicia de 2.500 francos, la respuesta fue un categórico 77 % por el no. Los suizos quieren trabajar. No desean regalos populistas que hipotequen su futuro. Una lección que muchos habitantes de la comarca latinoamericana deberíamos aprender.

Cada vez que nos quejemos de nuestra realidad, de lo mal que van nuestros países, de lo miserables que son sus gobiernos, convendría preguntarse a título personal por cuánta responsabilidad tenemos en ello. Un vicio de mala ciudadanía es endilgar la incumbencia de los asuntos públicos y sus consecuencias a los demás, pretender que somos impolutos. No. Nadie lo es. Todos somos responsables de esa construcción que llamamos Estado y su correlato, la ciudadanía. Todos, por acción… y omisión.

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