Por favor, ocho de la noche en punto, a esa hora pasaremos a la mesa. El dueño de casa en sus setenta, abrió la puerta de su estupendo apartamento de Neully, con contentura juvenil y aun con el delantal puesto, sonreído a pesar de la más de media hora de retraso. El anfitrión era otro, sin embargo, el del invento de la cena, alguito más joven, de cashmer color pastel vibrante como corresponde a una lectura rápida de lo moderno, amarrado al cuello a la usanza preppy de los sesenta, con el estudiado desenfado de los puños de la camisa desabotonados, apostando a dar la imagen de un espíritu libre, de los que funcionan con el última hora, la sorpresa, la fácil adecuación a lo imprevisto que es normal entre los mucho más jóvenes que él. Sin embargo, su control quería ser total: él era el único que conocía algo de los invitados, todos desconocidos entre ellos. Suena más interesante de lo que era, el mismo tres para tres de toda la vida, con la intromisión de una esposa advertida. Todo estaba planeado, una degustación de pancitos con cremas de salmón, hongos y otras hierbas, pedacito a pedacito, administrado por el anfitrión. Champagne para un brindis que nunca sucedió a pesar del plan. Conversación dirigida:
– Ella es Helene, una científica increíble de esas que escriben libros llenos de números que nadie entiende y que ella los explica como si nada. ¿Qué nos puedes decir Helene?
– Estudio los campos magnéticos terrestres. Me interesa justo el que está entre la superficie y el centro de la tierra porque es el que nos protege de ser disueltos por la cantidad de cosas que nos llegan desde el cosmos.
– Ella es Marie, una científica también increíble, porque es médico… ¿no, Marie?
– Hago investigaciones en el campo de las terapias genéticas… ¿dónde está el baño?
– Y ella es Ana, arquitecto que tiene clientes árabes y demás internacionalidades, que construye un hospital… ¿en Dubái?
– En Tailandia… por eso, me interesa lo de la genética… ¿cuál es que es tu nombre?
Con este abreboca es fácil imaginarse la desafortunada continuación, que llegó hasta la cancioncita al son de ukulele en la desentonada voz del dueño de casa, de león disecado en mitad del salón para más señas.
Ellas también tenían sus esmeros vestimentarios, de pulseras de contundente fantasía, prendedor de plumas, medias negras con tacones y falda sobre la rodilla a pesar de los sesenta, la apertura llegaba al muslo… sus miradas consistentemente descreídas no reprimieron, sin embargo, la generosidad de la sonrisa agradecida, a cada desacierto de los varones que parecían ir en franca caída libre. Luego del jabón en pasta en base de aceite de oliva para una piel sedosa, regalito para cada dama invitada, torpemente envuelto y dispuesto sobre cada plato, a la sazón de lo mucho que adora el anfitrión el cuerpo de la mujer, según él mismo explicara, sobrevino una crema de garbanzos maltrecha, y una pasta que rebosaba vulgarmente los platos, con poca salsa y de infame ingesta. Era el menú preparado por el mismísimo dueño de casa, en una cocina que, a pesar de la penumbra, exponía el sucio antiguo típico de la incapacidad doméstica del hombre que no siempre vivió solo y que no tiene ahora quien lo quiera. Cuando ya parecía no haber posibilidad de que el anfitrión recuperara de alguna manera el control, usó su última carta, la mayor de las sorpresas de la noche: porque esa noche justamente, era el cumpleaños del dueño de casa. El dueño se hizo el sorprendido y agradecido por el cariño de la torta, pero la verdad es que la torta estuvo desde el principio en la ventana a la mirada de todos. Más bien se trataba de una tarta diminuta que no tenía el espesor suficiente para sostener el par de velas gruesas en forma de números, 60… aunque la apariencia era de 75, así, 60 por todo el cañón. No hubo happy birthday, ni joyeux anniversaire… él demoraba la soplada de las velas con sus ganas tristes de prolongar el momento, de un cumpleaños que a nadie le importaba… sentí pena. Luego me dio por sospechar que tal vez no fuera su cumpleaños nada, tal vez por aliviar la tristeza que me produjo lo patético del espectáculo. A lo mejor se trataba de un trillado recurso de entretenimiento fútil que los señores estos utilizaban en sus cenas de divorciados dispuestos a utilizar los últimos tiros de su soltería supuestamente feliz, en cenas planeadas entre gente que no se conoce. En medio de la conversación sin importancia que mal animaba la sobremesa con las velas aun encendidas, y de la crueldad de mis pensamientos, Ana me preguntó discretamente:
– ¿Tú viste la película “La Cena de los Idiotas”?
– Sí, aunque no la recuerdo bien…
– Era un grupo de amigos que organizaban cenas e invitaban a algún idiota para pasarse la noche jugando y burlándose con su idiotez…
– Sí, ahora recuerdo…
– Bueno porque cuando recibí la invitación tuve miedo de ser la invitada idiota que les iba a entretener la noche.
Le reí la ocurrencia. Con ganas de salir corriendo de aquel lugar de almas solas y abandonadas, invitadas a coincidir de una manera tan idiota, que solo podía dejar a cada una de las almas, aun más sola y abandonada.