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La caza de brujas

Mientras en los foros, y sobre todo en ese universo alterno que son las redes sociales, se debate la filiación ideológica al socialismo del partido Demócrata y de su candidato, el exvicepresidente Joe Biden, un creciente y alarmante nacionalismo amenaza la paz mundial, esa que tanto preocupa a las lindas mises. Aunque a algunos les dé por seguir creyendo que el socialismo aún vive, tanto en el lado de sus defensores como en el de sus detractores, es este, un ideario muerto, una filosofía estéril que no sobrevivió al siglo XX (y podría decirse, que murió con Lenin o cuando mucho, con Trotsky). En cambio, el nacionalismo no solo sigue vigente, más allá de Tojo, Mussolini y Hitler, sino que además, se vigoriza. Y bien sabemos, las dos contiendas bélicas globales del siglo pasado no fueron ideológicas, y en cambio, sí nacionalistas (Hitler era fascista – en su variante alemana, el nacionalsocialismo –, pero por sobre todo, era un nacionalista a ultranza).

El partido Demócrata no es socialista, a pesar de que, como parte de su guerra inmunda (porque ya ni siquiera se le puede calificar solo de sucia), el presidente Trump quiera rasar al partido de Roosevelt y Kennedy con estos populistas baratos de por estas tierras, como lo son los esposos Kirchner, Evo Morales y desde luego, Nicolás Maduro (herederos no del Socialismo del Siglo XXI, sino de la demagogia populista de Juan Domingo Perón y Juan Velazco Alvarado). Aun esa ave raris estadounidense, el senador Bernie Sanders, no puede ser tildado de socialista (en el sentido clásico), como tampoco la joven diputada por el distrito décimo catorce de Nueva York Alexandria Ocasio-Cortez (indistintamente de la antipatía que pueda sentir alguien hacia ella). En todo caso, son ellos socialdemócratas, y de esta corriente, enmarcada dentro de los principios y valores democráticos, al socialismo, hay una gigantesca brecha: el respeto por la propiedad privada y las libertades individuales.

Socialdemócratas son los adecos, el APRA peruano, los partidos socialdemócratas alrededor del mundo, que incluyen a la robusta socialdemocracia alemana (el SPD) y al PSOE, o por lo menos a ese en el que militaba el exjefe del gobierno español Felipe González. Socialistas puros, seguidores del marxismo, no solo son escasos actualmente, sino además, grupúsculos que sin ánimo de ofender, en ocasiones, solo inspiran lástima.

Rusia no es la URSS, ni China es realmente un Estado comunista. Aun Cuba, que se dice socialista (más por un capricho de Fidel Castro, por razones de alianzas personales, que por una genuina convicción marxista del difunto mandamás cubano), sería hoy, un auténtico socialismo, ese que pregonaban Marx y Engels, Lenin y Trotsky. En cuanto a Rusia, basta decir que Putin se identifica más con el fascismo cristiano de Iván Ilyin que con Marx y Lenin. Los chinos solo conservan del régimen comunista la férrea dictadura (de partido único) impuesta por Mao Zedong, al igual que Vietnam. De Corea del Norte, por su hermetismo, poco se sabe de la realidad del comunismo juche, salvo el atraso y la miseria en la que viven millones de norcoreanos, y que como la tos, no se puede esconder.

En Venezuela tampoco impera un régimen socialista. Pese al discurso tedioso de Chávez y Maduro, de sus loas a Mao, a Ho Chi Minh o incluso, a Pol Pot (un genocida que mató a dos millones de camboyanos en los «campos de la muerte»), la revolución bolivariana se asemeja más, como ya dije, al populismo fascistoide de Juan Domingo Perón y de Juan Velazco Alvarado (este último, admirado por Chávez, como lo confiesa en las repetitivas entrevistas hechas por Agustín Blanco Muñoz, recogidas en su obra «Habla el comandante»). No por azar, en el gobierno de Chávez (y ahora de Maduro) se percibe la honda influencia que sobre el caudillo barinés ejerció el neofascista argentino Norberto Ceresole, aunado, claro, a la tizana ideológica de un atrabiliario, indigestado con textos leídos a medias y panfletos rocambolescos, interpretados a la luz de sus apetencias políticas personales y no de lo que realmente referían sus autores.

Estos líderes, en su mayoría con una opulenta vocación autoritaria (y en algunos casos, totalitaria), se acercan más al nacionalismo, a ese nacionalismo primitivo y por ende, inviable, que, cuando mucho, sirve de excusa para cubrir sus trapisondas. Pero no son solo ellos, que ya son muchos en América Latina, Asia y África, sino que, infortunadamente, además se aprecia en naciones desarrolladas, como la Rusia de Putin y si bien no en la generalidad del liderazgo estadounidense, al menos sí se advierte en el presidente Trump y sus más cercanos colaboradores.

Temo pues, que mientras los necios discuten sobre un muerto, los chacales asechan a sus presas, para esquilarles las libertades en nombre de la grandeza de sus naciones. Temo que, como en los días del senador McCarthy, la cacería de brujas no lleve a resolver las grandes crisis y se limite a mutilar derechos.

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