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La Casa de los Siete Ahorcados

Barrio Otoya está compuesto de callejones estrechos, casonas victorianas y un aire de fantasma colonial. Muchas de las casas dan la apariencia de estar abandonadas. Algunas parecen castillos en miniatura, nadie se asoma por los balcones malteses ni los ventanales señoriales. La Casa de los Siete Ahorcados se encuentra totalmente dilapidada, sola, envuelta en maleza y, por lo mismo, son cada vez menos los adolescentes que se meten entre Halloween y el Día de los Muertos a conocer este supuesto campo de sangre.

Antes que empezara la cuarentena, fui a visitar la recién inaugurada Ruta Naturbana y, de regreso, pasé en frente La Casa de los Siete Ahorcados y me recordé de su leyenda urbana. La Ruta es un proyecto que pretende unir más de veinte kilómetros de San José siguiendo los cauces del río Torres y el María Aguilar a forma de oasis en desierto de asfalto. Por ahora es solo un trecho con muchas escaleras que le da vuelta entera el Ministerio de Trabajo pero, si logra desarrollarse, va a ser un sistema circulatorio sanísimo para tanto barrio muerto y baldíos llenos de latas de cerveza y plásticos. Se encuentra en Barrio Tournón, llamado así por Hipólito, el francés armador, ladrillero y agente de la Compañía Transatlántica Francesa que en el siglo XIX era dueño de un beneficio cafetalero y bautizó los terrenos aledaños con su apellido siguiendo un ímpetu feudal.

Esa tradición es común, Barrio Otoya le debe su nombre a un terrateniente peruano. En algún momento Costa Rica solo fue un montón de fincas de extranjeros, que a principios del siglo pasado empezaron a repartir sus tierras para crear barrios somnolientos.

La Casa de los Siete Ahorcados era otra de las viviendas de la burguesía, comerciantes, criollos, alemanes y franceses que habitaban Otoya, hasta que en 1920 ocurrió el evento que le dio su nombre. Ahora, la curva donde está anclada tiene muros de piedra recubiertos de grafiti y de las aceras se levanta un olor a amoniaco de orines añejos.

Uno de los peores crímenes posible es cuando un miembro de la familia masacra a los demás, cuando el santuario doméstico, que debe proteger de la violencia de fuera, se convierte en el peligro. Pensemos en el episodio de locura de Heracles, la venganza de Medea, el error de Edipo hasta el delito en la casa 112 de Ocean Avenue, en Amityville, EE.UU.

Se dice que el padre llegó una noche borracho y asesinó a su esposa, la primera ahorcada. Luego fue a la habitación de sus cinco hijas y, para dar la apariencia de un suicidio colectivo (bastante improbable), las fue ahorcado una por una. Así se levantaron seis bultos, flotando con el viento nocturno, frente a la fachada. ¿Quién fue el séptimo ahorcado? El mismo padre, que acabó suicidándose al ver que había matado a su familia entera.

Desde entonces se le considera un lugar maldito, a pesar de que ningún documento oficial o del registro civil certifique el acontecimiento. Los rumores son muchos, de casa clausurada donde adolescentes entran a grabar videos paranormales para Youtube, a que es domicilio de los descendientes de esa familia que nunca fue ahorcada, a que es patrimonio histórico por lo que no se puede derrumbar para hacer parqueos tan necesarios. Sea cual sea la verdad, inclusive si todo es ficción, no deja de ser una importante efigie de la infamia nacional. Caminando por la Ruta Naturbana, si se logra hacer, uno podría estar pasado por barrios donde el horror está vivo, escondido entre muros: acoso sexual, drogadictos inyectándose, asesinatos, violencia doméstica, cosas de todos los días. Lo simbólico es más poderoso que la realidad: mucha gente supersticiosa evita cruzar frente a la Casa de los Siete Ahorcados.

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