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Francisco Martínez Pocaterra

La carta a Biden

Qué más quisiera estar equivocado, pero no soy solamente yo,
sino millones más lo que creemos que la revolución no rendirá su causa mansamente
.

A través de las redes sociales, esas que mercadean de todo en este nuevo mundo de ceros y unos, leí una carta en la cual un grupo de ciudadanos venezolanos, quienes se atribuyen un liderazgo que estaría por probarse, solicitan al gobierno de los Estados Unidos que continúe impulsando negociaciones para resolver la crisis venezolana.

Entiendo la preocupación de estos ciudadanos. Estoy al tanto de la gravedad de la crisis y de la apremiante necesidad de hallar soluciones. Venezuela colapsó, y millones de personas, que hasta recién creían en la esperanza que le ofrecían estas tierras a nacionales y extranjeros, han visto su calidad de vida mermar sustancialmente hasta ser hoy, la de tantos africanos, que, en Estados fallidos, sobreviven con menos de dos dólares al día. Más de seis millones de compatriotas han huido a otros países, esperanzados, como tantos que, en otras épocas, llegaron a los puertos venezolanos. Sin embargo, cabe bien preguntarse por qué habría de aceptar la élite regente acuerdos que menoscaben su hegemonía.

En su texto, los firmantes expresan categóricamente que las sanciones y la política de máxima presión «no lograron sus objetivos», y puede que, parcialmente, sean ciertas esas duras palabras. No obstante, esas políticas, cuando menos, han forzado a la élite a sentarse en una mesa de negociaciones. No es un secreto que el fracaso de esfuerzos anteriores por impulsar diálogos se debió justamente a la escasez de recursos, incapaz como es la oposición de llevar ofertas realmente atractivas para la contraparte, que, nos guste o no, ejerce el poder a su antojo, y muy poco de lo que proponen sus contarios podría interesarle, como no sea el levantamiento de las sanciones.

Entiendo que golpean a los ciudadanos, sobre todo a la apaleada clase media (que no recibe mayores dádivas ni buenos ingresos), que de los pobres se ocupan infinidad de programas sociales y es el sector donde mayormente corre el dólar como moneda de pago, y el rico, bueno, rico es. No obstante, y bien sé que esta afirmación mía dolerá como una coz de burro, la revolución no llegó como un castigo de la Providencia. Chávez fue premiado con incontables votos y la entrega irresponsable de un cheque en blanco. Cabe decir entonces, aunque resulte duro, muy duro, que, si bien los alemanes debieron tolerar la guerra que inició su amado führer, nosotros también debemos cargar el peso de nuestra cruz. Los errores se pagan y los pecados se expían. Tragar sapos no solo conlleva aceptar ciertas negociaciones, sino también sacrificios.

Propio de estos tiempos, en los que reina la superficialidad y el hedonismo, se confunde la popularidad con lo correcto, y, sin dudas, no son lo mismo jamás. Sé bien que la mayoría rechaza las sanciones, aunque creo que el número aportado en la carta luce exagerado, como imagino igualmente que muchos rechazarían la guerra en vísperas de la agresión a Polonia en septiembre de 1939, y aun después, como la facción que lideraban el vizconde Halifax y Neville Chamberlain en el parlamento británico. Sin embargo, como lo apuntó en su momento Winston Churchill a sus pares, hay horas en las que solo resta asumir que, a veces, los caminos nos llevan por sendas de sangre, sudor y lágrimas. ¿Creemos factible despojar del poder a la élite mansamente, cuando ellos, los jerarcas revolucionaros, no están – ni lo han estado nunca – dispuestos a rendir su causa incruentamente, como se lo confesara José Vicente Rangel a Rafael Poleo la víspera del 11 de abril del 2002?.

Estos honorables ciudadanos le explican al presidente estadounidense y a un nutrido grupo de líderes de ambos partidos que ellos le han pedido a Maduro aceptar reformas políticas y electorales significativas, que, sin dudas, arriesgarían la permanencia en el poder de un grupo que, apartado de sus obligaciones naturales con los electores, se comporta como una organización criminal semejante a la de Al Capone, como lo expone el profesor Moisés Naím en su nuevo libro. De nuevo nos hallamos frente a interrogantes cuya respuesta es esencial para el fracaso o éxito de unas eventuales negociaciones: ¿Por qué habría de aceptar Maduro? Ejerce el poder a su antojo porque cuenta con recursos para hacerlo. Usted no puede ir a comprar un Porsche con solo cien dólares, salvo que tenga otros medios para negociar con el vendedor.

Apelan estos notables profesionales a la ubicación de Venezuela en el hemisferio occidental. Obvian sin embargo que primero Chávez de la mano de Fidel Castro, y luego Maduro de la de su hermano, rechazan a Occidente. En este solo ven enemigos, empezando por Estados Unidos, que, para la izquierda borbónica que lideraban los hermanos Castro, es y ha sido el eterno causante de todas las desgracias terrenales. De nuevo me planteo la misma interrogante, sin tener por qué, Maduro y sus conmilitones carecen de razones para pactar con sus enemigos. Buscan ellos, no sin razón y tal vez con buenas intenciones, la llegada de otras tropas liberadoras, las petroleras occidentales. Sin embargo, si las fuerzas militares no habrán de invadir jamás, asimismo la élite revolucionaria nunca permitirá que las petroleras occidentales liberen a un pueblo que se desea sumiso, obediente.

El fin de la crisis no depende de la buena voluntad de unos pocos ilusos, que en el mejor de los casos serán solo tontos útiles a una causa que desde siempre ha perseguido lo que hoy sucede: plagar a la ciudadanía con infinidad de calamidades, de modo que exhausto por una calidad de vida hostil e inclemente, se someta como la de Oceanía al Gran Hermano. Dice bien el refranero popular español que «a Dios rogando, pero con el mazo dando».

Es cierto que la restitución del Estado de derecho – lo que supone el respeto a las libertades ciudadanas, que incluyen las económicas – es competencia de todos. Por ello, antes de iniciar un doloroso y humillante proceso de diálogo, destinado al fracaso por las razones que nos echa en cara este largo proceso, nos corresponde a cada uno de nosotros aportar ideas y, sobre todo, escuchar las de otros. No se trata de decisiones adoptadas inconsultamente por una élite cuyos egos están cebados por una fama que, en muchos casos, no merecen. Se trata de construir rutas eficientes alrededor de un mínimo de puntos coincidentes. Debemos escucharnos para trazar estrategias alrededor de las pocas coincidencias políticas de un grupo tan heterogéneo como lo es la oposición. No se trata pues, de posturas dogmáticas, sino de establecer una táctica eficiente para oponerse al proyecto totalitarista de una élite anclada en el pasado, que perdió su norte, y que obra a su antojo porque nadie puede impedírselo. Si y solo si construimos una verdadera fuerza capaz de imponerse, tendremos el ímpetu necesario para constreñirla a negociar sus capitulaciones.

Puede que muchos, alienados por la idiotez de nuestros tiempos, no hayan entendido que para la élite revolucionaria siempre se ha tratado de una guerra contra los amos del capital (¿o creen que la lucha de clases es solo retórica de trasnochados?), y en las guerras urge derrotar al enemigo, y es eso lo que consistentemente han venido haciendo desde 1999, derrotarnos moral y materialmente. Bien lo expresó al inicio de este despropósito revolucionario, Alberto Quiroz Corradi en un artículo suyo en el Diario de Caracas: nosotros no declaramos la guerra… ¡a nosotros nos la declararon!

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