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Francisco Martínez Pocaterra

La cantaleta desgastada

Su nombre es irrelevante, no así lo que expresó. En un programa de radio, no capté cuál ni importa mucho tampoco, este analista hacía énfasis en dos cosas que a mi juicio resultan pasmosas: la confusión sobre las causas de la abstención y mucho más grave, plantearse salidas que para millones de venezolanos significarían trágicamente demoradas. 

Este analista aseguraba que el discurso abstencionista se había impuesto y que, debido a ello, muchos votantes – seis de cada diez – suponían que su voto sería robado. No dudo de su sapiencia y la información que posee, pero la calle gritaba otra cosa. La contundente queja de quienes se abstuvieron de votar – a mi juicio, y el de tantos otros venezolanos, muchos más de los que reconoció el CNE – nace en el rechazo general hacia el liderazgo, sin importar en que bando milite. Ese rechazo sigue ahí y parte de esa obstinada sordera general del liderazgo se debe justamente a su tozudez, que trastea la solución a esta crisis, acaso la más profunda de cuantas hayamos padecido, por un camino sin destino, una ronda que siempre lleva al punto de partida. 

La gente no cree en los dirigentes porque no son genuinos líderes. Tal vez antes, cuando las instituciones y los contrapesos cumplían su cometido, era esa una forma de ejercer el oficio político. El liderazgo se fue apoltronando en un régimen que dieron por sentado, uno inalterable que no corría riesgos. Sin embargo, ahora que la nación se ha perdido en una utopía delirante de la cual solo restan felones y sus satrapías, la ciudadanía exige verdaderos líderes, hombres y mujeres que sirvan de faro, que guíen en medio de la borrasca. 

Venezuela se ha desarticulado en facciones, y sin un orden político claro, aun si fuera uno autocrático, solo resta un terreno habitado, una alquería yerma en la que no puede germinar el desarrollo, el progreso, la libertad. En un lugar como este, las instituciones son estériles, entre ellas, el sufragio. Y la gente lo sabe, como también asume – con o sin razón – que ninguno cumple, y que todos son demonios del mismo tártaro. Por ello, la gente no votó. Su quejido, casi silente, resignado, doloroso, esputaba una firma convicción de que, sin importar el partido, todos son iguales, y aún más grave, cómplices. 

Yerra este estudioso, no porque ignore la doctrina política y un sinfín de textos, sino porque parte de una premisa falsa: las razones de la abstención y aún más, la realidad sobre la cual posa sus pies, una que, por desagradable, muchos se afanan por ignorar. 

Argumentaba este analista que el trabajo del liderazgo era rescatar el voto, y mucho más grave, aprestarse para un eventual revocatorio o las presidenciales al término del mandato 2019-2025. Supone esto no solo reconocer la legitimidad del gobierno, sino condenar a millones a la diáspora en condiciones infames o, de permanecer en el país, resignarse a una vida miserable. 

Esa incoherencia en su discurso, tildar de ilegítimo a Maduro y llamarle tirano – y lo es, si no desde el origen de su cuestionado mandato, sí por su desempeño contrario a los más ilustres principios del derecho contemporáneo – pero ceñirse a los términos previstos para un gobierno legítimo, desengaña al electorado. Hablar de términos, de mandatos, de plazos legales supone el reconocimiento de un gobierno que, cuando menos por su desempeño (violatorio de los más elementales derechos), perdió su autoridad y por ello, el derecho a gobernar. 

Obvian estos estudiosos la gravedad de la crisis, y, si se quiere, aunque lo nieguen contundentemente, minimizan la trágica conducta de una tiranía que se vale de los más abyectos métodos para preservar el poder, para plantearla apenas como una gestión deficiente, y, quizás, con un tono autoritario. Si no lo manifiestan públicamente, porque la corrección política les impone una narrativa que, cuando menos, no se oponga tan diametralmente al genuino deseo ciudadano: lo que para muchos es solo un mantra (como lo calificaron no pocos influencers), el cese de la usurpación. Su narrativa actual confiesa lo que a juicio de este servidor fue en su momento, tan solo un embuste, una excusa para mantenerse a flote.

El liderazgo opositor no puede culpar al ciudadano, que ha dado todo y a cambio ha recibido propuestas incoherentes, maniobras que a la postre han sido provechosas para los partidos y unos pocos candidatos que han obtenido cargos vacíos, pero condenatorias para el ciudadano común. Sus fracasos han sido copiosos y su intransigencia para enmendar, vergonzosa tanto como prueba irrefutable de su soberbia y de su visión vertical del poder. Como un ritornelo, cada tanto vuelven con las mismas palabras, los mismos errores. 

En el 2018, la abstención sirvió de fundamento para justificar política y jurídicamente el interinato que hoy reconocen potencias democráticas. Sin embargo, si bien no lo hacen de la boca para afuera (aunque ya se escuchan voces que reniegan de la presidencia (encargada) de Juan Guaidó y la vigencia de la Asamblea Nacional electa en el 2015), sí lo dicen a través de su comportamiento, de su discurso, de su oferta. 

La realidad es que la gente no votó no por culpa de unas voces, a las que casi no les permiten expresarse en los medios, sino por el hartazgo, por el cansancio, por el agobio que les causa esta cantaleta desgastada que asegura unos cuantos cargos a unos pocos dirigentes cuyo único interés es recoger las migajas que caen la mesa. 

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