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La camorra literaria (I)

 

El puñetazo de don Mario

Las gamberradas literarias han sido propias de todos los tiempos, lugares y clases sociales. Nunca han faltado las refriegas y pugilatos cuando de honrar las posturas se trata. Una, hasta graciosa, la protagonizaron dos eximios nobeles: don Mario Vargas Llosa y don Gabriel García Márquez.

El 14 de febrero de 1976 ambos escritores se encontraron en Ciudad de México, y el autor de Cien años de soledad creyó entender que el escritor peruano abría los brazos para dispensarle un caluroso abrazo. Tal parece que el novelista cataquero no había visto en su vida cuadrar la catapulta de un puñetazo, y rodó por tierra tan herido en su orgullo como en el rostro.

El asunto fue serio, y al cabo de dos días García Márquez se hizo tomar una fotografía con el fin de que hubiera registro gráfico del agravio.

 

La cosa es en el café

El Madrid finisecular del s. XIX fue testigo de los más feroces encuentros entre literatos… ¿Dónde más que en los cafés? Allí discurría nada plácida la bohemia de aquellos días, y algo más. Valle-Inclán —el más connotado provocador de los de entonces— llegaría a decir del café de Levante, por ejemplo, que «ha ejercido más influencia en la literatura y en el arte modernos que dos o tres universidades y academias». Así iban las cosas por aquellos días, cuando ir al café no era lo que hoy.

De Valle-Inclán ya hemos contado la famosa refriega con Manuel Bueno que terminó costándole la amputación de su brazo izquierdo; pero no todo era trompadas y empellones, que Valle-Inclán también sabía pegar duro con las palabras. Una vez llamó «pedazo de bruto» a un contertulio, y como este le exigiera que retirara sus palabras, el dramaturgo gallego accedió de buena gana diciendo: «Está bien. Retiro lo de “pedazo”».

En otra tertulia de café estaba reunido Valle con sus camaradas cuando alguien soltó al voleo que el escritor valenciano Vicente Blasco Ibáñez había muerto. Valle, que no las tenía todas con Blasco, entró en buena liza soltando aquello de «ese Blasco ya no sabe qué hacer para llamar la atención», con lo cual se armó la de Troya en la prensa levantina que tanto admiraba y defendía a Blasco.

También el modernista Rubén Darío tuvo lo suyo con los cafés de Madrid. Además de pasarse de copas con frecuencia, le tocó en suerte un trago amargo con don Miguel de Unamuno en el que —¿acaso podía ser de otro modo?— estuvo involucrado Valle-Inclán.

El poeta nicaragüense se hallaba en una tertulia en la que —cosa poco frecuente en él que era más bien introvertido— hacía un vehemente elogio de Miguel de Unamuno. Cuando más entusiasmado estaba, un contertulio lo interrumpió tirando sobre la mesa un periódico y lanzando al aire una expresión tajante: ¡Pues Unamuno no le corresponde a usted con el mismo entusiasmo!

Darío tomó el periódico y leyó consternado el artículo en el que Unamuno se lo despachaba tildándolo de «indio». Luego se dejó caer en un sofá y de allí no se levantó hasta estar tan ebrio que no podía dar cuenta de sí. Al cabo de los días, Darío, en un gesto de resentida elegancia, le escribió a Unamuno para hacerle saber que, muy a pesar de sus ofensas, mandaría a La Nación de Buenos Aires el artículo en el que elogiaba la obra del escritor vasco «sin cambiarle una coma», pero —eso sí— firmado «con una de las plumas de indio que, según usted, aún llevo dentro de mí».

Pasados varios meses de aquello, Valle y Unamuno se toparon accidentalmente en la calle y salió a relucir el tema de las plumas de Darío. Valle tenía servida la mesa para reivindicar a su amigo y, sabiendo del verbo afilado de Unamuno, aguzó el suyo todo cuanto pudo y lo soltó:

«El suceso, amigo don Miguel, no tiene nada de notable y mucho menos de desconcertante. Es, sencillamente, el resultado del enfrentamiento de dos sujetos diferentes y opuestos. Es una realidad natural. Ustedes no han nacido para entenderse, porque Rubén y usted son antípodas.»

Verá usted. Rubén tiene todos los defectos de la carne: es glotón, bebedor, mujeriego, holgazán, etc.; pero posee, en cambio, todas las virtudes del espíritu: es bueno, es generoso, es sencillo, es humilde, etc. En cambio, usted almacena todas las virtudes de la carne: es usted frugal, abstemio, casto e infatigable; y tiene usted todos los vicios del espíritu: es usted soberbio, ególatra, avaro, rencoroso, etc.»

Por eso, cuando Rubén se muera y se le pudra la carne, que es lo que tiene malo, le quedará el espíritu, que es lo que tiene bueno, ¡y se salvará!; pero a usted, cuando se muera y se le pudra la carne, que es lo que tiene bueno, le quedará el espíritu, que es lo que tiene malo, ¡y se condenará!».

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