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esteban ierardo

La brujería y Salazar y Frías, el Inquisidor que prefirió la razón al fanatismo

I

La brujería aún sigue ejerciendo su atractivo en el mundo moderno. La tristemente célebre Inquisición acometió la caza de las brujas en Europa, fundamentalmente entre los siglos XVI y XVIII. Cierto imaginario histórico le atribuye a España el más rabioso celo inquisitorial. Sin embargo, fue allí, en el siglo XVII, donde paradójicamente un inquisidor impulsó un inesperado análisis racional de denuncias de supuesta actividad brujeril en el País Vasco; actitud que adelantó la mentalidad ilustrada y escéptica propia de la modernidad posterior.

II

El fuego crepitaba entre los postes y la leña seca. Las mujeres, y a veces también los hombres, eran atados con ásperas cuerdas a un madero que ardería. Cientos o miles de espectadores contemplaban el monstruo de las llamas. Los cuerpos y la inocencia eran devorados entonces por el calor de la superstición, lo irracional, y una estupidez útil.

La escena se repitió en toda Europa. En el País Vasco, los gritos entre el fuego y el humo también calcinaron el aire y la inocencia…

Zugarramurdi es un pueblo en el Pirineo navarro.  Allí, en 1610, la Inquisición española de Logroño juzgó a numerosas acusadas de brujería, en el proceso más estudiado de esta índole.

Tras este tipo de juicios se consumaban los autos de fe. Un acto público que les permitía a los arrepentidos, a los que habían abjurado de sus herejías, reconciliarse con Dios y la Iglesia católica. Reconciliación con un sentido aleccionador y edificante.  Los condenados a muerte, por su parte, los relapsos o reincidentes, eran entregados al brazo secular, a la autoridad civil que aplicaba las condenas del tribunal eclesiástico. Todos estaban destinados a las llamas, pero algunos eran previamente estrangulados, los penitentes, quienes habían reconocido su herejía. Quienes no lo hacían y no se arrepentían de su “delito” eran definitivamente consumidos por el fuego letal.

Las causas múltiples del fenómeno de la brujería se siguen discutiendo. Pero la historiografía moderna señala que la bruja debe diferenciarse del mago o hechicero del ámbito rural, dado que su figura propia es construcción del discurso sacerdotal. Más que en la realidad comprobable, las brujas solo existieron en la narrativa de la cultura clerical que integró y deformó, en un mismo relato, diversas creencias populares preexistentes. En primer término, el maleficium campesino, el supuesto maleficio de la bruja en perjuicio de la comunidad (1).

Al maleficio, como poder de dañar, los jueces e interrogadores inquisitoriales, que siempre recurrían a la tortura, le agregaron el pacto con el demonio, el vuelo nocturno y el sabbat o aquelarre.

El pacto con el demonio surgió, en el siglo V, con la leyenda de Teófilo de Adana, quien vendió su alma al diablo; historia imaginaria que luego mutó en la figura del Doctor Fausto (por el isabelino Marlowe, y por Goethe y su Mefistófeles). El pacto primero consistió en un lazo individual con Satanás. Luego, la imaginación eclesiástica lo transformó en un pacto colectivo.

La secta de las brujas, o brujos, invocaba, adoraba y servía al Príncipe de las Tinieblas. A Lucifer le tributaba encantamientos, conjuros, brebajes. La adoración al demonio era consecuencia de una elección consciente y voluntaria. Situación diferente al estado de posesión demoníaca, en el que el poseso es víctima de los espíritus que lo oprimen.

Según las confesiones obtenidas por torturas por los inquisidores obsesionados por el mal y el demonio, sus aliadas las brujas provocaban tempestades, hacían naufragar los barcos, destruían las cosechas y perpetraban maleficios contra campos, humanos y animales mediante ponzoñas que elaboraban con gran cantidad de sapos, lagartos y lagartijas, culebras, pelos de lobo y caracoles; también causaban enfermedades y la muerte mediante polvos y ungüentos, y secuestraban y sacrificaban a niños.

En su vuelo nocturno las brujas se desplazaban en sus “escobas” hacia su lugar de encuentro o asambleas, sabbats o aquelarres, en la intimidad penumbrosa de los bosques. Esta creencia acaso sea el eco de una lejana influencia chamánica superviviente en el campo de la baja edad media. Tal es la posición de Carlo Ginzburg en su fundamental estudio de los benandanti (2).

Los aquelarres (procedente de la palabra vasca “akelarre”, campo o tierra de cultivo), ocurrían luego de una convocatoria del diablo. Los seguidores de Satán se untaban con agua hedionda de un sapo reventado. Entonces, el brujo o bruja, impelidos mágicamente por ese ungüento, ascendían volando para llegar al aquelarre. En esta reunión se honraba al diablo, postrándose ante él y besando su trasero como macho cabrío, u otras formas (el Osculum infame, el beso infame). Luego principiaba una danza que reproducía la forma del ouroboros, la serpiente que se muerde la cola. En algunos casos, se consumaba una misa negra, inversión grotesca y sacrílega de la misa cristiana, con una ostia oscura y un cáliz de madera negro sobre un “altar” cubierto con un viejo paño decolorado. La burla y repudio al cristianismo llegaba a su pináculo en una orgía en la que Lucifer copulaba con las brujas y sodomizaba a los brujos. Todos se mezclaban entonces en el acto sexual licencioso. Y todo convergía en un banquete, en el que se comían recientes cadáveres de brujos o de bebés secuestrados, o de niños desenterrados. Así las brujas eran acusadas de promiscuidad sexual, antropofagia e infanticidio.

El sabbat continuaba hasta el amanecer.

Las brujas también, se creía, se metamorfoseaban, se convertían, por ejemplo, en un gato negro. Su contubernio con Satanás adquirió carácter de herejía, de delito religioso y civil. Y miles de personas, principalmente mujeres, fueron consumidas por el ardor impiadoso de las llamas; luego de ser sometidas a intensa persecución, la caza de las brujas, antecedente de persecuciones modernas, símbolo de paranoia e intolerancia, como el macartismo en la posguerra.

Relatos de este tipo, y muchos otros pormenores, abundaban en los manuales inquisitoriales, destinados a perseguir y combatir a las brujas y otros herejes, como el de Bernardo Gui y su Practice Inquisitionis hæreticae pravitatis (“Práctica de la Inquisición en la depravación herética”); el del catalán Nicolás Eimeric, Directorium Inquisitorum, también conocido como Manual del inquisidor, en 1376; o el célebre Malleus Maleficarum (el Martillo de las Brujas), de los monjes dominicos alemanes Heinrich Kraner y Jaccob Sprenger, de 1487, de gran y triste difusión.

III

El estereotipo del sabbat urdido por los sacerdotes inquisitoriales fundía creencias paganas campesinas pre-cristianas, más el aporte de su propia y férvida imaginación, confirmada a fuerza de torturas. La supuesta bruja terminaba por confesar aquello que sus torturadores habían previamente fabulado y que le exigían reconocer.

Lo ocurrido en Zugarramurdi fue la continuación de una anterior y furibunda persecución de brujas en el País Vasco francés por el juez Pierre de Lancre, encargado de los procesos de brujería de Labort, bajo el mandato del rey Enrique IV de Francia. Mediante torturas a viejos, adultos y niños, Lancre estableció que miles de brujos actuaban en la región. Aseveración que lo despojó de toda duda en el momento de condenar al fuego a 80 desgraciadas mujeres acusadas del pacto con Satanás.

La paranoia brujeril de Lancre se extendió al noroeste de Navarra, a la zona de Zugarramurdi, una pequeña aldea vasca abocada a la agricultura y ganadería, y con una población hoy de alrededor de 200 habitantes.

En 1608, una mujer veinteañera dijo que presenció un aquelarre en el que había visto a una vecina, María de Jureteguia. Luego de negar la acusación, María confesó, y dio más nombres de supuestos brujos y brujas que, tras ser acusados, se arrepintieron y fueron perdonados.

Los incidentes llegaron hasta los oídos de la Inquisición de Logroño, con jurisdicción en Navarra. Enviaron a un comisionado que sometió a interrogatorio con tortura a algunas de las brujas, antes arrepentidas. Entonces, las mujeres confesaron que seguían siendo servidoras del demonio. Muchos vecinos de Zugarramurdi acudieron a Logroño, a la mismísima Inquisición para pedir por la liberación de las mujeres porque alegaban que confesaron porque creían que así las dejarían libres.

Pero la Inquisición no se detuvo. Dictó sentencias para un conjunto de acusados de brujería. El 7 de noviembre de 1610 se celebró el auto de fe en Logroño. Treinta mil personas presenciaron una gran procesión en la que desfilaron mil miembros de la Inquisición con sus cruces en el pecho y pendientes de oro, y cientos de sacerdotes de órdenes religiosas.   En el solemne desfile se agregaban los penitentes y relajados; cinco ataúdes con los huesos desenterrados de dos mujeres y dos hombres que se habían negado a reconocer su pertenencia a la brujería; y cuatro mujeres y dos hombres que se negaron a admitir su “culpabilidad”. El fuego convirtió en polvo lo que se denunciaba como su pertinaz alianza con el demonio.

A pesar de todo, las ardientes condenas a muerte en Logroño eran clementes respecto a los cientos de brujas que, por ese entonces, morían en fogoso desenfreno en Francia, Inglaterra, Alemania.

IV

Alfonso de Salazar y Frías (1564-1636) llegó hasta la aldea. Respiró hondamente. Había nacido en Burgos, hijo de una familia de mercaderes y funcionarios. Estudió Derecho canónico en Salamanca. Se ordenó sacerdote. Ingresó al Santo oficio. Pero su mentalidad poco concordaba con el inquisidor prejuicioso y fanatizado. En su intelecto, adelantado a su tiempo, destellaban la duda, el apego a pruebas ciertas, una metodología racional de investigación.  

En razón de verdad, otros inquisidores habían también dudado con antelación respecto a lo escuchado en el País Vasco. Llegaron incluso a aconsejar que se enviara a alguien que, con claridad y serenidad de criterio, determinara la realidad de la supuesta actividad demoniaca en la región vasca abrigada por ríos, cuevas y montañas.

El miedo sofocaba a la población. Una supuesta bruja había muerto tras ser atada a un poste y flagelada. Se envió entonces a Salazar para redactar un informe.

El extraño “inquisidor racional” se aproximó con cautela a los hechos. En 1611, durante ocho meses y con dos intérpretes de euskera, Salazar extendió su investigación al norte de Navarra, de Guipúzcoa y de Vizcaya.

Julio Baroja, el historiador y ensayista español en su clásica obra Las brujas y su mundo, suscribe que Salazar “…fue observando los casos, interrogando a los acusados y haciendo hablar a la gente de modo liso y llano, su criterio fue perfilándose más, hasta que llegó a dar como falsas la mayoría de las actuaciones atribuidas a los brujos en aquel caso concreto”.

Con poder de observación, y agudeza psicológica ante los testigos, Salazar advirtió distintas causas para los simulados testimonios: enemistades con los falsamente acusados, presiones de amigos o parientes para la confesión del acusado a fin de obtener su perdón; el miedo ante las amenazas de los sacerdotes inquisidores; o algunas mujeres que dijeron ser brujas por haber sido sometidas a cepo por los propios vecinos; o un hombre quemado por un tizón y que por eso “torció la verdad”.

Y sin ningún temor a la propia institución que representaba, Salazar afirmó que las falsas declaraciones procedían de las torturas aberrantes, en las que “han concurrido escandalosamente en muchas partes los mismos comisarios y ministros de la Inquisición”.

Violencia no cristiana en fragante contradicción respecto al pregonado amor de Cristo.

Y sometió a experimentación la supuesta eficacia de «potages, ungüentos o polvos”, con los que las brujas se untaban para volar o hacer maleficios. Hizo que médicos y peritos aplicasen esas sustancias sobre animales. Así comprobó que no causaban ningún efecto. Demostró que muchas cosas relatadas como ocurridas no eran ciertas, como las mujeres jóvenes que decían haber copulado con el demonio y que, al ser inspeccionadas por matronas, éstas advirtieron que seguían siendo vírgenes.

En su informe final, Salazar afirmaba que de todo lo investigado “no sale dello cosa comprobada”. Y las declaraciones emitidas eran “embuste y ficción, por medios y modos irrisorios”.

Salazar determinó también que los propios sermones sacerdotales sobre la brujería infundían su supuesta realidad en el espíritu de los feligreses. Recomendaba dejar de hablar o escribir sobre demonios como una forma de conseguir su rápida disipación en las mentes:

“No hubo embrujados en el lugar hasta que se comenzó a tratar y escribir de ellos”.

Salazar guio su investigación con un método experimental de notable modernidad, que privilegiaba los hechos concretos antes que los libres productos de la imaginación y los prejuicios teológicos; buscó determinar por vías racionales lo posible y lo imposible. Actuó como una suerte de antropólogo de campo, un detective ante la escena del crimen. De modo que según Carmelo Lisón Tolosana, en Las brujas en la historia de España, Salazar:  

 “…antepone la logicidad a la opinión generalizada, la racionalidad a la metafísica; quiere hacer ciencia”.

Por este procedimiento de análisis racional, realista y desprejuiciado, Salazar absolvió a más de mil personas acusadas de adhesión al demonio.

La posición crítico racional de Salazar fue precursora del rechazo a los juicios por brujería del jesuita y poeta alemán, Friedrich Spee von Langenfeld (1591-1635), quien combatió la tortura y propició, en Europa del Norte, el derrumbe “del paradigma demonológico de la mujer pecadora como bruja”, y la maquinaria judicial inquisitorial como “fábrica de culpables” a través de tortura, amenazas y falsas pruebas.

El Consejo de la Suprema Inquisición hispana aceptó como irrebatible el informe del “inquisidor racional”. Así concluyó la brujería satánica en España, pero no en el resto de Europa. El halo tenebroso que envuelve a la Inquisición española, que de mano de Salazar fue precursora en la impugnación de la brujería, en parte es consecuencia de la leyenda negra española difundida en Europa por los enemigos de la monarquía hispánica (3).

V

La actitud racional de Salazar ante un proceso empapado de presupuestos religiosos fue anterior a la hermenéutica racional de la Biblia por Spinoza. Su espíritu analítico es precursor de la visión racionalista que entiende la brujería como creación sacerdotal, y que convive con la mirada romántica, que en las artes de la bruja colige una continuación y transformación de creencias paganas pre-cristianas. Pero estas posturas, por sí mismas, resultan insuficientes al tiempo de despejar la complejidad del fenómeno de las supuestas seguidoras de Satanás (4).

El historiador británico Norman Cohn, desde la psicohistoria, en Los demonios familiares de Europa, observa que el sabbat era la manifestación de las fantasías sexuales reprimidas del clero, y también una reacción inconsciente contra el amargo ascetismo cristiano. El antropólogo estadounidense Marvin Harris, en Vacas, cerdos, guerras y brujas, señala un beneficio de control social: las injusticias que padecían los campesinos y la gente pobre no eran por culpa de los privilegios de los príncipes y la Iglesia, sino por las brujas y sus maleficios. Para el historiador francés Robert Muchembled, la brujería respondía a la necesidad de aculturizar a las masas populares, de despojarlas de sus creencias propias para su mejor integración al orden social avalado por la Iglesia. La bruja era hostigada como parte del intento de erradicación de la cultura popular de la campaña.

El antropólogo inglés Alan Macfarnale, por su parte, propone que la bruja perseguida respondía a las tensiones surgidas en el campo tras la perdida de la aldea integrada al fin del feudalismo; o para el antropólogo Michael Harner, o el historiador G. R. Quaife (autor de Magia y brujería. Las brujas y fanatismo religioso), la mejor hipótesis explicativa es la de la ingestión y consumo de alucinógenos a través de las plantas solanáceas, con su atropina y otros alcaloides que provocan alucinaciones y desórdenes mentales.

Estas, y otras interpretaciones de la fenomenología brujeril en su trama histórica, parten ya del supuesto de la inexistencia del proceso demoniaco.

En su origen, la brujería supuso la demonización de la figura de la hechicera campesina y, a su vez, su asimilación a la magia como práctica demonizada por la Iglesia. Por la bula Coeli et terrae de 1586 el Papa Sixto V condenó todas las formas de magia, cierre del proceso iniciado por Juan XXII en 1326 que en la Super illius specula asimiló la herejía con la magia. Y la magia impugnada incluía desde la nigromancia (la invocación de los muertos), hasta la magia natural que apelaba a fuerzas ocultas e invisibles en un mundo animado y viviente, difundida en el Renacimiento por la elite intelectual, representada, por ejemplo, por Marsilio Ficino o Cornelio Agrippa.

En un recodo de este camino, Salazar evidenció la mente capaz de pensar sin ser intimidada por una narrativa que demonizaba a simple gente pueblerina desde fuertes prejuicios clericales. Un asombroso ejemplo, en el seno de la propia Inquisición, de alguien que, por el solo poder de la observación, la razón, la deducción lógica y el sentido común, se liberó de la imposición dogmática. Por la fuerza de lo racional demostró la falsedad, irracionalidad e intolerancia de toda caza de brujas. El pensar fundado en pruebas racionales como antídoto contra las distorsiones y falsedades con las que el fanatismo, de ayer y hoy, niega el dibujo de lo real.

VI

El fuego la consumió. El demente espectáculo terminó. Todos se fueron, salvo un niño. Los muros de la ciudad estaban cerca, y aún calientes. En el cielo, un tropel de nubes oscuras liberó la lluvia. El poste terminó entonces por apagarse, las llamas por extinguirse.

Los humanos son para sí mismos más peligrosos que lobos hambrientos; usan sus mentes para justificar la violencia con la que pretenden matar el propio miedo e insignificancia proyectados en el prójimo como víctima demonizada. La muerte del otro como imaginaria liberación de los que se refugian en instituciones y líderes fanatizados. Las brujas como falsos personajes creados desde la renuncia a la razón. La negación de las perlas de la vida, quemada por el fuego de la estupidez.

Y con lágrimas desbordando sus ojos, el niño se acercó al fin a las cenizas, ya también enfriadas.

Intentó entonces despedirse, e imaginó a su madre con la ternura que le conoció, antes de que le gritaran bruja, y que los fanáticos quemaran en la hoguera las perlas en su mirada.


Citas

(1) Durante toda la Edad media y buena parte de la Edad moderna, las brujas eran llamadas por la expresión latina maleficae (singular malefica). Otros términos usados, con sus propias connotaciones, son el inglés witch, el italiano strega, el alemán Hexe; y el francés sorcière, que procede del latín vulgar  sortiarius (cuyo significado es “hablador de suertes o parlanchín de suertes”), y del latín clásico sorssortis (que alude a la clarividencia, destino o suerte). La palabra española “bruja” es de oscura etimología

(2) Carlo Ginzburg, gran historiador italiano, nacido en 1939, autor de El queso y los gusanos: el cosmos de un molinero del siglo XVI, obra de referencia de la llamada microhistoria, y su tesis de que la mentalidad de la gente común puede expresar una época. En la Historia nocturna, un desciframiento del aquelarre, Muchinik editores, su estudio sobre la brujería analizó la secta de los benandanti, cuyos miembros combatían “en éxtasis”, abandonaban el cuerpo, y luchaban en la noche con los brujos enemigos de la fertilidad. Aquí podría asomar la lejana creencia, de procedencia asiática, en el viaje del chamán luego de salir de su cuerpo. Esto pudo haber intervenido en la creencia en el vuelo nocturno de las brujas.

(3) La leyenda negra española surgió de la propaganda antiespañola en los países protestantes como las Provincias Unidas e Inglaterra en el contexto de los siglos XVI y XVII, y la intensa confrontación comercial y militar con el Imperio español. Tema muy interesante para estudiar la propaganda contemporánea también. Entre la profusa bibliografía sobre la cuestión, puede consultarse la obra del historiador español Alfredo Alvar Ezquerra, La leyenda negra, Akal.

(4) Para una visión de conjunto de las creencias y supersticiones medievales que incluyen a la brujería y se proyectan a los primeros siglos de la modernidad: Historia de la superstición, ed. Crítica, del medievalista francés Jean-Claude Schmitt.

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