Somos una revista independiente que sobrevive gracias a tu apoyo. ¿Quieres ser parte de este proyecto? ¡Bríndanos un café al mes!

La bisagra

En estos días cumplo con una tarea pendiente: leerme la novela de Francisco Suniaga «El pasajero de Truman». De su lectura me ha ido quedando un dilema: No sé si el doctor Diógenes Escalante hubiese sido la bisagra entre el pasado de militares forjados en montoneras y la institución de una democracia saludable. No hay modo de saberlo. El hombre enfermó y bien sabemos lo que ocurrió después. Sin embargo, me incordia una duda que hiede a certeza. Una inquietud surgida de una historia patria tan corriente y tan de siempre. Me incomoda ese pertinaz hábito de repetir errores, de emular tragedias.

El 23 de enero de 1958, las Fuerzas Armadas derrocaron a Pérez Jiménez y en lugar de adueñarse del poder, como hicieran sus predecesores bajo la bandera de alguna revolución apellidada, le entregaron el gobierno a los civiles. Cabe preguntarse, no obstante, si su concesión solo incluía el gobierno, pero no el poder, trofeo que en estas tierras, parece reservado a la especie castrense.

Si nos atenemos al trabajo recogido por Thays Peñalver en su obra «La conspiración de los 12 golpes» y en diversos textos de Manuel Felipe Sierra y Alberto Garrido, la sedición no cesó jamás. En los cuarteles, a veces confundidos con la izquierda revolucionaria que jamás aceptó la pacificación (como los oficiales que participaron en El Porteñazo, entre ellos, Pedro Medina Silva), a veces viejos nostálgicos que añoraban el «orden» de los días de la dictadura militar (como Castro León, nieto y heredero de «El Cabito»), la sombra del golpe de Estado, del caudillo, de esa repugnante tutela castrense sobre el gobierno civil pervivió como un mal endémico, como una enfermedad que no ha sanado.

El 4 de febrero de 1992, cuando creíamos superado el infausto mesianismo político, irrumpen en el proscenio político una ralea de trasnochados, originados por variados resentimientos restañados. Si bien no sé a ciencia cierta quién fue el verdadero jefe del alzamiento, todos representan ese salto eventual al siglo XIX que Suniaga pone en boca del embajador Escalante, y que, cual las taras, puede emerger en cualquier momento. Y tal como ocurre hoy en Argentina con el posible retorno del populismo peronista a la Casa Rosada (y de Cristina Kirchner, ahora como vicepresidente), Chávez y sus conmilitones avivaron rasgos atávicos que infortunadamente la democracia no consiguió erradicar.

Escalante era un hombre culto, refinado, educado, de buenas maneras. Un hombre que chocaba con las formas inciviles de una sociedad que rinde culto al salvaje, al patán, al matón que impone su ley a troche y moche. Pero creo que su tránsito por la presidencia hubiese sido trágico, signado por el mismo destino que en suerte le tocó a ese que le invitaba a sucederlo en la vieja casona de la esquina de Bolero, tal vez por eso, por ser demasiado civilizado para una masa apodada pueblo.

No sé si hoy, luego de años errores políticos, de manejos libertinos de los dineros públicos y, mucho peor, del mismo poder, los venezolanos hayamos aprendido una lección que se nos ha hecho difícil de asumir, pese a los rigores de un proceso histórico aciago, en el que hemos perdido el norte demasiadas veces, en el que hemos cometido los mismos pecados contumazmente.

Hey you,
¿nos brindas un café?