El ojo parpadea con más fuerza cuando mira con desconfianza los mecanismos con los que el poder se reproduce. Ese espíritu era el de Anthony Burgess (1917-1993), el autor de La naranja mecánica (A Clockwork Orange, 1962), una de las obras cumbre de la contracultura luego de la segunda guerra mundial, en medio de la Guerra Fría y la amenaza de los misiles nucleares.
La literatura, muchas veces, se continúa como letra filmada. Y en el caso de la novela de Burgess, el salto de la escritura a la imagen aconteció con la adaptación fílmica de Stanley Kubrick (1928-1999), en 1971. Kubrick, siempre caracterizado por la búsqueda de la perfección, la presión sobre los actores, la concentración en su persona de todos los aspectos del film, o la decisión de no repetirse. El camino del cine de autor. En 2001. Odisea en el espacio (1968), el artista neoyorkino rozó una visión filosófica superior, de la mano de la imaginación futurista de Arthur Clarke. Pero, fiel a su deseo de no repetirse, Kubrick abandonó la amplitud cósmica para volver al redil de la crueldad y la manipulación del sapiens enloquecido, al traducir en lenguaje cinematográfico las violentas aventuras juveniles del antihéroe Alex DeLarge, el personaje central de la obra de Burgess. Y como era de esperar, el propio Kubrick elaboró el guion de la adaptación.
Para encontrar el título de su famoso libro, Burgess se aferró a una vieja expresión: «As queer as a clockwork orange«, algo así como «Tan raro como una naranja de relojería». La naranja como realidad orgánica, jugosa, vegetal, reducida a un dispositivo mecánico. Por eso Burgess observó: «este título sería ideal para una historia acerca de la aplicación de los principios pavlovianos o mecánicos a un organismo que, como una fruta, cuenta con color y dulzura». La sumatoria de los dos términos en aparente contradicción deriva en la «naranja mecánica», como metáfora de la mecanización de lo vivo. Y el personaje de la novela, Alex DeLarge, será víctima «de los principios pavlovianos».
Iván Pávlov (1849-1936) fue un fisiólogo ruso, el primero de su país en recibir el Premio Nobel, en 1904. En su honor incluso fueron nombrados un cráter en la Luna y un asteroide. La importancia de Pávlov estriba sobre todo en su formulación de la ley del reflejo condicional que, por un error en la traducción al inglés, pasó a conocerse como «ley del reflejo condicionado». Las investigaciones que lo condujeron a esta ley se iniciaron en 1901, mientras que, en Estados Unidos y de forma independiente, el psicólogo de la Universidad de Pensilvania, Edwin Burket Twitmyer, arribó a resultados semejantes.
Pávlov experimentaba con los perros. Descubrió que la salivación de los canes aumentaba ante la presencia de comida o de los propios experimentadores. El nexo causal entre un hecho y otro es una respuesta psicológica que se dio en llamar «reflejo condicional». Para demostrar ese mecanismo conductual, Pávlov concibió un experimento: hacer sonar un metrónomo (la leyenda dice que fue una campana) antes de dar de comer a un perro. Cada vez que el animal estaba hambriento, al oír el sonido del aparato, empezaba a salivar. Un determinado estímulo condiciona una determinada respuesta, lo que el conductismo adoptará luego como parte de su paradigma de explicación de la conducta. Y este, a su vez, es el principio pavloviano que el novelista convertirá en una técnica «terapéutica» que se aplicará en el protagonista de su novela, Alex.
Alex es el líder de una pandilla de drugos, invención del autor, jóvenes llenos de adrenalina e instintos destructivos, insensibles y sádicos, que gozan con golpear a un viejo vagabundo o, en un paso más allá, con matar y violar. DeLarge exterioriza la violencia y falta de empatía que lo civilizado oculta tras su fachada de egregios valores.
Alex no es ningún modelo. Pero tampoco lo es el poder normalizador. En la trama imaginada por Burgess no actúa la diferencia ética entre una violencia deshumanizada y una evolución compasiva y humanista. Es, más bien, la colisión de las energías psíquicas de una violencia explícita (la de Alex) y una violencia velada (la de la sociedad). La furia de DeLarge y lo violento de la máquina social represiva que remodela a los individuos mediante la terapia Ludovico, el momento de la aplicación de los principios pavlovianos o mecánicos.
La terapia Ludovico: luego de capturarlo, a Alex lo conducen a un recinto y lo atan. Le inyectan una droga que le provoca náuseas. Sin poder cerrar los ojos por la acción de un dispositivo, ve escenas de sexo y violencia, una tras otra, mientras también escucha música clásica, la novena sinfonía de su querido Beethoven. La terapia Ludovico lo condiciona de modo que cualquier arrebato violento que le asalte, le genere una sensación de desagrado. Así lo «curan» de sus tendencias violentas por el malestar que le provocan.
Samuel Fuller, otro cineasta tan pacifista como Kubrick, en su film Perro Blanco (White dog, 1982), basada en una novela de Romain Gary, expresó también la mecánica del condicionamiento como manipulación de la conducta a través de perros entrenados para atacar a hombres negros.
La obra de Burgess se nutre también por lo autobiográfico: en 1944, en las calles londinenses, cuatro soldados estadounidenses desertores roban y violan a su esposa embarazada. Origen de uno de los momentos de violencia más exaltados en la novela y el film. Pero las preocupaciones sociales del escritor fueron también el catalizador para La naranja mecánica. La sensación de hostilidad provocada por la desocupación. Baja salarial. Descontento. Disconformidad que, en el cruce de la letra y la imaginación, destila atmósferas distópicas.
Y a la distopia de Orwell de 1984, Burgess la continúa con 1985. Novela escrita en 1978, que intenta una visión anticipatoria de la Inglaterra en el año indicado por el título. Al protagonista, Bev Jones, lo encierran en un centro de reeducación. Como a Alex con la técnica Ludovico, a Bev también lo someten a consumir películas y lectura de propaganda para convertirlo en un miembro funcional de la sociedad.
En Burgess, el condicionamiento reflejo como esencia de una sociedad del control se une a la creación de lenguajes. Por eso, la novela rebosa en expresiones nadsat, una jerga adolescente inventada, producto de la combinación de palabras rusas y del habla rimada cockney, propia del inglés británico y en especial de las clases populares de Londres; las palabras, creadas por el propio Burgess, que era políglota, de una admirable capacidad para los idiomas. Hablaba ruso, francés, alemán, español, italiano, japonés y, por sus años como oficial británico en Brunei y Malasia, también malayo. Imaginó el ulam, un lenguaje prehistórico, para la película La guerra del fuego (La guerre du feu, 1981), de Jean-Jacques Annaud. Un sorprendente Burgess que también era músico, compuso por ejemplo Petite Symphonie pour Strasbourg. Se pensaba a sí mismo como un compositor que, por azar, se convirtió en escritor.
Burgess apeló al ejemplo de Joyce para crear un nuevo lenguaje mediante palabras de un idioma preexistente. El autor inglés buscaba así conferirle a su escritura un estilo que no se desfasara respecto a los cambios graduales en todo lenguaje. El nadsat nunca perdería su aura de novedad por no ser un lenguaje enmohecido por su uso en la realidad.
Antes de conocer la terapia Ludovico, Alex era lo cruel instintivo sin prohibición. Pero la civilización necesita de la crueldad reprimida. De ahí la proposición freudiana de que la vida civilizada es efecto de una necesaria represión instintiva. Freud también agrega que, como consecuencia del mecanismo represor, surge «el malestar en la cultura», y el pesimismo que le es propio.
La incorporación del malestar a través de la técnica Ludovico atempera a Alex. Pero también lo convierte en alfil de los juegos del poder…
Cuando a Alex “lo curan” y lo liberan luego de su estadía en la prisión, su regreso no es lo esperado. En su casa, los padres adoptan a otro joven, más cercano a sus expectativas. Y cuando se resigna a que su hogar ya no lo es, se topa con sus antiguos camaradas drugos. Pero estos ahora, y como ejemplo de la normalización, son policías, y se escudan en la autoridad para saldar viejas cuentas con Alex, por los viejos tiempos en los que éste usaba su liderazgo para apalearlos. Alex es vapuleado y, sin esperanzas, camina por las calles. Encuentra una casa. Pide ayuda. Sólo al ingresar reconoce que ya había estado allí. Al frente de su pandilla, en esa casa había castigado a un escritor y violado a su esposa.
El escritor sigue viviendo en el lugar. Primero piensa que ese reencuentro casual podría ser el momento de su venganza. Pero el literato pertenece a una fuerza partidaria contraria al gobierno, y son tiempos eleccionarios. Por eso, con otros tres individuos presentes, decide darle un uso político al drugo de otrora. Lo encierran en una habitación con balcón, y pretenden que, al escuchar a Otto Skadelig (un compositor danés ficticio), Alex se arroje al vacío. Su suicidio simbolizaría el fracaso de los métodos de reeducación oficiales.
Pero Alex no muere. Por sus heridas, termina en el hospital. Y mientras se repone, su utilidad política cambia de norte: el propio gobierno decide manipularlo para irradiar una imagen de éxito en sus estrategias de normalización de personalidades asociales, de modo que esto lo favorezca en las elecciones.
Alex accede al deseo del gobierno. Pero en la versión de Kubrick se sugiere que, quizá, su normalización no pasa de una apariencia. Cierta ambigüedad deja abierta la puerta hacia un regreso a sus andanzas de antaño. Por contraste, en la versión literaria de Burgess el final carece de ese tenor ambiguo. Kubrik adaptó la edición norteamericana de la novela, sin el último capítulo, el 21. En ese capítulo final, Alex vuelve al bar lácteo Korova, en el que empezó toda la historia. Allí se encuentra con tres nuevos drugos. Cuando estos salen, aturden a golpes a un hombre y lo roban. Pero Alex no participa, y va con ellos al sitio en el que había comprado alcohol en el comienzo del libro. Les pide, entonces, que sigan solos. La violencia ya no lo atrae. Experimenta una transformación positiva finalmente, no por los efectos invasores de la terapia Ludovico, sino por su propio proceso de maduración personal.
Así, la versión cinematográfica de Kubrick no introduce esta metamorfosis final de Alex, por lo que éste no supera la condición malvada del ser humano. Y forzados a encontrar la imagen de humanidad en los filmes de Stanley Kubrick, los críticos se empecinaron en pontificar sobre el supuesto pesimismo visceral del director de Senderos de gloria o Espartaco. Pero seguramente, Kubrick nunca quiso transmitir ningún mensaje sobre la condición humana. Y de haberlo hecho, ese mensaje no habría que buscarlo en la tensión rebeldía-normalización en Alex DeLarge sino, más bien, en el simbolismo del «niño estrella» que surge al final del psicodélico periplo espiritual del astronauta David Boxwan, en 2001. Una odisea en el espacio.
A Burgess no le satisfizo el giro final de Kubrick. Desagrado manifestó también luego Stephen King con la adaptación de El resplandor por el cineasta criado en el Bronx. Y la sociedad inglesa también se enfadó con él al interpretar que el film La naranja mecánica invitaba a la violencia juvenil. De hecho, algunos jóvenes imitaron las fechorías de Alex y sus drugos. Ejemplo de la ficción introduciéndose en la realidad.
Presionado, amenazado, Kubrick pidió a sus productores el retiro de cartel de su película en Inglaterra, mientras que el novelista británico lo acusó de malinterpretarlo, al punto de que se arrepintió de haber escrito el libro.
Al final, Burgess eligió liberar al lector de la angustia e impedir el triunfo de lo vil. Pero, desde su gesto contracultural, La naranja mecánica aviva la toma de conciencia de los condicionamientos que sustituyen la espontaneidad por la mecanización del comportamiento.
Así, la literatura y el cine, entre Burgess, Kubrick y La naranja mecánica, nos desplazan a la vigencia de los condicionamientos de la conducta en el mundo actual. En lo presente, los condicionamientos no recurren a la técnica Ludovico. Buscan sí la manipulación del deseo. Por eso hoy, las invasiones de información y publicidad condicionan a los individuos a desear consumir, de forma adictiva, más datos e imágenes.
Programación, condicionamiento, del ojo y los oídos para ver y escuchar más de lo mismo. Un equivalente a una naranja mecánica, sin color ni jugo.