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Keila Vall de la Ville
Keila Vall de la Ville entrevista

Keila Vall de la Ville: Escribo lo que tengo tras la piel

La escritura invade la vida entera de Keila Vall de la Ville. Poeta, narradora, ensayista, las palabras que ella misma escribe o a las cuales se entrega en la lectura, impregnan cada momento de su cotidianidad; por momentos la distraen llevándola por los senderos imprevisibles de la creatividad, por otros la acompañan, cómplices, en el diario reto del vivir.

Keila escribe hasta cuando conversa y así, cuando empieza a hablarnos de su vida y de su infancia, los recuerdos se transforman en un cuento que no tenemos el valor de interrumpir.

 

Keila Vall de la Ville
Photo Credits: Susanne Grether

Yo nací en Caracas – así comienza su relato -. Mis primeros recuerdos incluyen un laboratorio de fotografía apenas factible dentro de un baño pequeño en un apartamento en el piso 19 de un edificio con vista a un bosque. La espera. Era difícil porque acompañar a la fotógrafa en esa oscuridad, aguardar por la imagen revelada, se hacía largo. Y quedarse afuera, era solitario. Crecí confiando en el vacío, con una cierta fe en la magia y en los materiales: sabiendo que es de una hoja en blanco que surge la imagen. El sonido de fondo de una máquina de escribir manual y luego automática, y la visión en el papel de la mancha de un poema. Crecí rodeada de libros con esquinas dobladas y escritos al margen, y de guiones de cine subrayados y marcados. Me conforman la visión de un padre y una madre leyendo y leyéndose acostados en la cama. La dinámica emocionante de un set de filmación. Siempre había música, Cecilia Todd y Joan Manuel Serrat y Patti Smith, Bob Dylan y los Beatles (creo que vi a mi mamá llorar cuando Lennon murió). Yo tocaba el cuatro, me fascinaba. Crecí también bajo los cuidos de una abuela costurera, rodeada de proyectos. Iba con ella al Boulevard de Sabana Grande a comprar telas. Recuerdo el miedo a los alfileres. Yo parada en un banquito y ella con cinco alfileres en la boca y ajustándome un vestido a medio hacer. Una cocina, la de su casa, de olores criollos a todo dar: dulce de leche cortada, jalea de mango verde bien batida y arepitas crujientes de papelón y anís. Un abuelo consentidor oloroso a colonia y tabaco que cuando me llevaba al colegio no lograba dejarme allí. Yo lo sabía y lloraba intentando me llevara de vuelta con él. Recuerdo a mi abuela regañándolo por dejarse convencer. Con él iba los jueves a Tropical Burger y se comía mi y su ensalada de repollo. Un día llegó de Nueva York el tío abuelo diseñador de modas, confeccionaba en la casa familiar trajes largos de plumas y lentejuelas, y a veces los usaba. Recuerdo su manera irreverente de estar en el mundo, un precipicio para una niña de ocho, diez años. Mi abuela y mi bisabuela ayudándolo como costureras, entendiendo en silencio amoroso aquella insolencia cariñosa e incontrolable suya. Fueron esos abuelos quienes sin proponérselo me enseñaron a amar y respetar la diversidad; los beneficios amorosos de abrir el pecho y la mente ante los seres en apariencia diferentes. Recuerdo la música de la Billo’s Caracas Boys, Camilo Sesto y Mirla Castellanos. La tía soltera, más joven, vestida de colores, un solo color en muchos tonos cada vez, una viajera empecinada (sigue siéndolo) que me invitaba a su casa para hornear brownies mientras escuchábamos Phil Collins y Tina Turner. Ella me enseñaba otra cara de la feminidad, que una mujer puede ser independiente y solitaria, y feliz. Había también una familia paterna más lejana y extraña, dos abuelos adorables, él bien severo y ella alcahueta. A su casa iba los miércoles. Medallones y tomates fritos con ajo, mostaza dijon y papas fritas cortadas en canales. Ensalada con mucho vinagre y aceite de oliva. Chocolate caliente y galletas María después de nadar en la piscina. Mi otro papá: más lejano, un niño eterno fascinado por los coches de carrera, fan de John Lennon, de Queen. Con él jugaba Pacman y Space Invaders y fui a Disney World. Sus suecos, sus Levi’s gastados y su camisa de los Rolling con la lengua afuera. Yo aterricé allí. En esos mundos. Y esos mundos me integran, son el punto de partida desde el que vivo, escribo, me conecto. Están bajo mi piel. Hoy más que nunca esas diversidades son, creo yo, la mayor riqueza que puede uno atesorar. Si bien hablo de tiempos iniciales en los que aún no me planteaba escribir, veo que crecí hipersensible a esas historias. Mirando y aceptando desde mi mundo infantil aquella complejidad. Y si tienes la piel muy fina la conciencia sobre esas diversidades no sólo alimenta sino que inquieta y duele. Yo creo que la escritura ha sido consecuencia de eso. Ha sido el vehículo para transitar y reconocer el reflejo de los otros en el cristal mínimo de mi existencia.

 

La mayoría de los poemas del libro Viaje legado que acabas de presentar los escribiste en Caracas. Cuando tuviste que revisarlos para su publicación ¿seguías sintiéndolos tan tuyos como el momento en el cual los escribiste? ¿qué hubieras cambiado?

La escritura es un proceso dinámico. Mi poemario Viaje legado terminó siendo lo que el título anuncia, sin que yo pudiese vislumbrarlo conscientemente. Es reflejo de un viaje y del legado que ese viaje representa para mí. Ese poemario habla de lo que fui y de lo que “fui siendo” en el camino. Y ahí está, como registro de un recorrido. Sin embargo, la relación entre geografía y poesía en ese libro no es inmediata. Algunos de los poemas que escribí en Caracas los terminé de trabajar en NYC, otros escritos en NYC se refieren a mi historia caraqueña. Algunos de los poemas, a la hora de cerrar el libro, resultaron lejanos, ya no me hablaron. Los saqué del conjunto. Otros, más nuevos, no entraron al libro pues ya comunicaban algo distinto, venían de –y se dirigían a– otro lugar. Eran ya otro libro en proceso.

Una cosa es el silencio y otra la mudez. El silencio es creativo y fundamental en mi vida y en mi trabajo. Pero la mudez es mortal. Hay que dejar atrás lo que ya no te habla. Hay que seguir. Si un poema no dice o ya no dice, no tiene razón de ser: se ha vuelto mudo. Sin miedo hay que dejarlo fuera. Con respeto y agradecimiento porque tal vez ese poema permitió acceder a otro, comenzar otra historia, cerrar una narración pendiente. Toda información y creación se conecta y retroalimenta. Todo es parte de una misma cosa. Todos somos parte de un mismo descubrimiento.

 

En tu escritura pasas de la poesía a la prosa, ¿Cuáles son los momento en los cuales sientes la necesidad de escribir en uno u otro formato?

Son dos conexiones distintas con el mundo. Dos discursos, dos sensibilidades. Son dos corrientes eléctricas diferentes. Yo no separo ambos lenguajes por “libro”, o por “género”. Quiero decir que en Viaje legado, aunque es un poemario bien definido como tal, hay poemas narrativos, algunos de los cuales no están siquiera escritos en verso. Y tanto en mi libro Ana no duerme y otros cuentos como en mi novela Los días animales, hay tanto momentos poéticos como poemas en verso o narrativos. Tomo la herramienta que mejor me conecta con lo que estoy intentando decir, la que vibra al escribirla. Uso el lenguaje, el ritmo, el silencio, que siento pertinentes. Son ellos los que me llaman a mí, mejor dicho. Son ellos los que me llaman. Yo intento escuchar y darles cuerpo.

 

Ana no duerme¿Cómo se desarrolla tu proceso creativo?

De todas las maneras posibles. Todo alimenta lo que escribo. Lo que leo, lo que veo en la calle, lo que me cuentan, mis recuerdos. Lo que aprendo en mi práctica como mamá o como hija o esposa o yogini. Lo que siento y veo cuando ando por allí mirando a la gente. Mi maestro de yoga dice que si prestas atención y replicas las expresiones de las personas en calle, descubres cómo se sienten. Y es verdad. Es asombroso: copias el gesto y automáticamente te conectas con el universo contiguo, que te roza al pasar. Esa experiencia es la que más energía toma y la que encuentro más relevante. Intentar ver a los demás en mí y a mí en los demás. Intento conectarme con lo que considero relevante, pero de ahí a confiar en que mi antena está bien orientada… no siempre lo logro. Es una práctica. Y hay que leer. De todo. Hay que verse en los ojos de la otra gente que escribe también.

En términos concretos, prácticos, mi proceso creativo es bien fluido y flexible. Me gustan las madrugadas, las cuatro de la madrugada es mi hora preferida para todo. Pero desde que soy mamá no trabajo casi nunca a esa hora. A menos que esté terminando un libro o tenga algo urgente qué entregar. Es mi hora más productiva. Desde que salí de Columbia generalmente trabajo durante el día con una pausa para hacer yoga y meditar. He venido a aceptar que todo tiene su momento y que cuando mis hijos hayan crecido es probable que tenga más tiempo para escribir más. Ahora escribo lo que puedo cuando puedo. Si me pusiera exigente no escribiría. Trabajo cada vez que puedo. Punto. No le doy vueltas. Recientemente alquilé un escritorio en una oficina, y allí en ese espacio están naciendo mi segundo poemario y mi segunda novela. No cabe ninguna duda, Woolf lo dijo muy claro: A room of one’s own. Es importante. Eso sí: Viaje legado y Los días animales fueron escritos en su mayor parte desde mis casas, cuando ya era mamá. Entre dos países. En medio de una mudanza familiar. Mientras daba pecho o armaba rompecabezas o estudiaba los másters en NY, y mientras pedía silencio a mi alrededor para poder pensar. Así que al final toca hacer lo que toca hacer. Lo que sin duda cambia dependiendo de las condiciones externas es el ritmo y la productividad. Si tienes más distracciones, escribes menos o lo que escribes requiere más reescritura. Pero el producto final de la creación no tiene que ver con las condiciones externas a la hora de escribir. Nace lo que tenía que nacer. Si había algo qué decir, nace.

 

¿Cuando escribes piensas más en ti, en tu interior o en la sociedad y en el mensaje que te gustaría enviar a un lector?

Escribo lo que tengo tras la piel. Nace todo de allí. En ese sentido nace todo de mí. Los materiales son siempre íntimos. Pero dedico horas de escritura sólo a lo que me parece vale la pena decir. Hay asuntos, miradas, problemas, que siento merecen ser nombrados y es a ellos a los que intento dedicar más energía. No escribo con un compromiso en mente. No tengo una responsabilidad como escritora. En todo caso tengo una responsabilidad como ser humana. Claro, escribo para decir algo que tal vez a alguien le importe. Si no, ¿para qué? Es un mensaje en una botella. En esa botella no cabe todo: debes elegir cuidadosamente qué introducir allí antes de lanzarla al mar.

 

¿Crees que la poesía y la literatura en general pueden favorecer cambios importantes dentro de la sociedad?

La literatura es reflejo y a la vez es ignición. No tengo duda alguna. Ahora bien, no creo que sea capaz por sí sola de guiar, cambiar, rescatar una sociedad. Creo que puede traducir un sentir y ponerlo sobre el tapete, que puede dar visibilidad a miradas potencialmente conducentes a la toma de conciencia. Ahora: una sociedad cambia muy lentamente. Si es que va a cambiar. La literatura es más reflejo de un momento que iniciadora de un cambio. Si cambia algo a partir de unos libros escritos y publicados es porque ya existía un clima cultural, una sensibilidad colectiva, aunque sea de manera subversiva, un cambio gestándose. La literatura es uno de los elementos de ese cambio. Y puede potenciarlo. Pero todo depende de lo que se escribe, de quien lo lee, de cuán atento está el lector a eso que leyó, y de cuán interesado está en participar políticamente o culturalmente.

 

¿Hasta qué punto el vivir fuera de tu país ha influenciado tu escritura?

Todo lo que hago y todo lo que vivo influencia mi escritura. La experiencia cultural, emocional, política del lugar, es un factor determinante en la vida y claro, también en la producción artística de una persona. Mi experiencia vital en Caracas marcó mi escritura porque definió una manera de mirar. Yo soy ante todo Caraqueña. Pero también soy la niña que aprendió a hablar italiano en Florencia entre los 8 y los 10 años de edad, la antropóloga que vivió meses con un grupo Arawako navengando ríos amazónicos, y la yogini que vivió en la India. Nueva York me ha marcado, muchísimo, pero desde antes de mudarme. Sin ser una persona “urbana”, siempre amé esta ciudad, me dice mucho, vibra muy fuerte dentro de mí.  Desde que me mudé, claro, vivo marcada por ella. Y mi experiencia como inmigrante, como habitante de un país que no es el mío, como integrante de una cultura que no me pertenece del todo, también hace lo suyo. Este no pertenecer, esta sensación de estar hoy acá y no saber qué depara el destino mañana, influye en mi escritura. No es lo mismo escribir desde tu país, donde integras una comunidad de escritores y lectores, que escribir y vivir donde pocas personas te conocen y cuyos códigos no manejas del todo. La idea, claro, es que lo que escribes lo pueda leer cualquiera, en cualquier lugar del mundo, y que independientemente de tu procedencia y tu bagaje, logres comunicar cosas relevantes. Eso no tiene que ver con el lugar geográfico o cultural desde el que escribes. Tiene que ver con la manera en que procesas el mundo y en que manifiestas ese proceso. Por un lado, la vivencia local marca, tanto la inicial como la posterior, ese devenir. Y por el otro en virtud de este asunto global inescapable en cierto sentido todos estamos leyéndo(nos) y escribiendo orientados por preocupaciones similares, en Caracas, en Nueva York, en París.

 

¿Piensas que se está perdiendo el gusto hacia la poesía y que éste pueda ser un género destinado a morir en una sociedad que tiene siempre menos tiempo para la pausa y la meditación?

Yo no creo que la poesía se pierda! Ahí están hoy en día el buen Rap y el buen Hip Hop para comprobarlo, la poesía está en ellos así como estuvo en tiempos ancestrales en la búsqueda del nexo con lo sobrenatural, en el contacto con lo telúrico y lo mágico a través del ritmo vocal. No pretendo decir que música y literatura son lo mismo hoy, recientemente hubo toda una discusión al respecto con Dylan y el Premio Nobel. Pero sí creo que siempre hemos tenido la necesidad de condensarnos en ritmo y silencio. Y que hay una certeza genética, una absoluta necesidad de ese ritmo y ese silencio como potencia insuperable. La poesía es poderosísima. Ella no muere porque el silencio y el sonido no mueren. El universo está hecho de silencio y sonido, es esa pulsación, esa danza. La poesía se muere el día en que todo lo demás se acabe.

 

¿Qué es lo más gratificante y lo más frustrante del hecho de escribir?

Gratificantes son muchos momentos: ver historias en la calle, encontrarlas o dejar que te encuentren, mejor dicho. La aparición de sincronías, te gritan las sincronías en la calle para que las escuches y las admitas en lo que estás escribiendo. Hay que estar muy pendiente para no pasarlas por alto. Es mi mayor disfrute. Otro placer: teclear. El ritmo del tecleo. Simplemente eso. A mí lo que me gusta de escribir es escribir. Lo encuentro gratificante. Claro, me importa que ese placer íntimo valga la pena. No sólo para mí, que ya hice lo que iba a hacer, sino para quien me lee. Es muy impresionante escuchar de un lector que disfrutó tu libro, o de una lectora que se encontró a sí misma en un personaje, o que lloró al leerte. Al mismo tiempo, yo creo en el gesto desinteresado y trabajo en función de esa idea. No pienso en hechos frustrantes. Yo escribo. Es lo único sobre lo que tengo control. Lo demás no me pertenece.

 

¿Cuáles son tus escritores de referencia?

Depende del momento y del género. Tengo muy mala “memoria para los nombres” (hay un cuento sobre la creación en Ana no duerme y otros cuentos que se titula así). Pero diría que Javier Marías por su empecinamiento con el silencio. Mis libros más subrayados y marcados son los de Tu rostro mañana. Roberto Bolaño por su desparpajo y su ternura punk. Anne Carson por su pulcritud dolorosa. Diane Wakoski por su honestidad y valentía. Patricia Guzmán, vidente poderosa en su fragilidad. Miyó Vestrini. García Márquez, especialmente en Doce cuentos peregrinos y en un cuento que se llama “El rastro de tu sangre sobre la nieve” o algo así. Paul Auster: Moon Palace, Sunset Park. Raymond Carver por su mirada al drama cotidiano y contenido y por el ritmo. Alice Munro por su sutileza afilada.

 

Keila Vall de la Ville¿Cuál es la relación entre la palabra y el silencio y como puede un escritor dejar que el lector perciba la densidad del silencio?

El silencio y la palabra son como la inhalación y la exhalación. Se necesitan el uno al otro. No lo digo en sentido figurado. Yo encuentro mis silencios en la respiración y así es que los llevo al papel. Respiro lo que leo y cuando siento que necesito inhalar profundo, sé que ha llegado el momento de una pausa. Esa pausa puede ser un signo de puntuación, claro. O un espacio en blanco (me encantan los espacios en blanco), o un nuevo verso. Pero también puede ser un momento narrativo. Si un personaje está dando vueltas a un lápiz como una hélice sobre una mesa sin decir nada, tú sabes y sientes un vacío. Un espacio de nada. Tú como lector esperas. Si un personaje mira por la ventana las gotas de lluvia caer y describes esas gotas y qué mira ella mientras las mira, qué hay detrás si es que hay algo detrás, o qué recuerda, ya ahí hay una suerte de silencio. Yo el silencio lo encuentro ante todo en mí, y luego intento darle la forma adecuada dependiendo del texto que estoy escribiendo.

 

Háblame del libro que vas a presentar.

Voy a presentar mi primera novela: Los días animales. Es una historia sobre el viaje como procedimiento y como ritual de paso. Propone una metáfora de la existencia a través de los quehaceres de la escalada en roca y de las dinámicas del desplazamiento físico, desde el cuerpo, desde la piel: con una mochila pesadísima en la espalda, sintiendo el peso de una historia y de un destino incierto. La protagonista viaja a distintos países incluidos Venezuela, Perú, Colombia, Estados Unidos, Nepal y describe un devenir vertiginoso: va apresurada tras algo que le queda fuera y que se le escapa, una cierta idea de independencia y libertad, va preocupada tras un hombre que es su alter ego, a quien la ata un amor destructivo y una misteriosa hermandad. Distintos personajes aparecen y desaparecen en la ruta. La historia me permite tratar un tema que me inquieta, el de la violencia de género, tanto física como psicológica. Me permite trabajar la relación entre desplazamiento y conformación de la identidad. Julia, el personaje principal, va en ese viaje como enloquecida, arriesgándolo todo, hasta lo que no tiene. Después de mucho riesgo y goce y sufrimiento, es otra: o mejor dicho, al final se convierte en ella misma. La historia es intensa y vertiginosa, dicen.

 

Y vertiginosa es esta entrevista que, voraz, ha copado muchas páginas en blanco. Cual árbol que en un abrir y cerrar de ojos llena sus ramas de flores y de hojas, así la narración de Keila Val de la Ville ha transformado palabras suelta en un cuento que envuelve y que enamora. Las palabras me miran con descaro y picardía, saben que seré incapaz de recortarlas así como nunca podría cortar las ramas de un árbol que le canta a la vida.

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