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Kafka pasea por Caracas

Las kuitas del hombre mosca de Eduardo Liendo

La elevación a categoría literaria de un animal tan insignificante como la mosca, no es de reciente aparición. La literatura clásica ya las ha homenajeado en distintas épocas y géneros. De Machado a Sartre, solo por citar a los más conocidos, las moscas han viajado por el estrellato poético con mucho acierto. En ellas se pretende ensalzar la presencia de lo vulgar, lo cotidiano, lo sucio y contaminante en contraste con los grandes héroes o temas a que nos acostumbra el arte. Hay belleza en lo mínimo, hay grandeza en lo ordinario y hasta en lo feo. Esa es la lección que aparece tras la consagración de las moscas como protagonistas de la literatura. Y a esa seducción sucumbe Eduardo Liendo cuando elige, para su novela un protagonista mediocre que se supera a sí mismo al transformarse en hombre-mosca.

Heredero de Kafka, Temístocles Pacheco es otro expulsado social, con ansias de pertenencia que solo puede hacerse realidad usando la fantasía como recurso extremo. Marginalidad y periferia surgen como resortes de su ansia de liberación que terminará en una previsible locura. Nuestro pobre héroe es, en realidad, una parodia. Un perfecto anti-héroe desaliñado y más que mediocre: torpe, impopular y poco atractivo se transmuta en un seductor valiente y habilidoso por la magia de sus alas…de mosca. Temístocles solo puede metamorfosearse en ese animalito incómodo y nauseabundo, al que sin embargo no faltan virtudes. Es ágil, inextinguible, ubicuo. Testigo curioso y sagaz de todo lo visible e invisible, la mosca es el alter ego ideal para el sabihondo Temístocles que metido en su cuerpo humano ramplón solo ha conocido los saberes pesadísimos de la famosa enciclopedia de la que es insigne representante de ventas y que memoriza por orden alfabético deslumbrando y horrorizando a sus apesadumbrados compradores potenciales.

La cofradía a la que pertenece este protagonista múltiple es la hermandad de los pícaros. Si Kafka es su padre, la picaresca es su medio natural. El viaje que Temístocles hace por la ciudad nos va descubriendo las miserias de la urbe, sus accidentes morales, las astucias míseras de sus habitantes. Temístocles vestido de mosca, con alas transparentes y cargado con la leche condensada imprescindible para realizar su periplo nos presta sus ojos curiosos para que veamos la ciudad que no vemos con los nuestros. Le quita el velo que la cubre y la revela en su peor y su mejor perfil. Cuando es moska descubrimos su faceta sagaz y engañadora como un Lazarillo posmoderno que se sale con la suya gracias a guiños imperceptibles.

El tema principal que Eduardo Liendo aborda en esta peripecia doble, por jocosa y trágica al mismo tiempo es el de la duplicidad de lo humano. No somos una unidad indivisible, somos una reunión de voces que se dicen y contradicen constantemente buscando ser coherentes y extraviándose en el camino. Buscamos, como Temístocles, ser otros, no ser lo que somos, no ser el de siempre, la poca cosa que creemos ser. Nos planteamos como tarea heroica la proeza de transmutarnos en lo que soñamos ser. Sin morir en el intento. Y se logra cuando reunimos los dos extremos más distantes que viven dentro de nosotros. Cuando encontramos el punto medio entre lo peor y lo mejor que nos habita. Por eso, estas kuitas moskosas se mueven entre dos polos, humanos, sociales, citadinos, emocionales y psicológicos. Todo es doble. El universo es dual, dicen las religiones orientales. Y la lucha por el poder se da cuando se enfrentan las polaridades en pugna.

Temístocles es hombre moska. Y tiene un personaje que se le opone. El Báquiro, Danilo Montero que quiere ser Martín Pantoja. Temístocles, la moska, Danilo y Martín. Un compás a cuatro manos en busca de la identidad perdida. De la vida perdida. Uno de los dos presente en la vida real detestada y el otro, latiendo en la imaginación o en la idealización que le presta estar muerto. Evadidos de su terrenalidad, Temístocles y Danilo escapan a otras identidades ficticias con el vano anhelo de cambiar sus vidas. Prófugos de sí mismos, irán tras el hechizo de poder llegar a ser lo que cada uno sueña ser. Pero no hay cielo posible para los que escapan de las garras de la terca realidad. Solo se alcanzan a sí mismos en la locura o la muerte.

La novela subraya la esencia doble del mundo al dividirse en dos partes. La parodia de la primera parte se convierte en la tragedia de la segunda. Cara y cruz de la misma moneda, la aventura de usurpar una identidad que no te corresponde, puede conseguirse en el refugio fantasioso de una soledad mal digerida donde se termina enloqueciendo; o corres el riesgo de arrebatarle el rostro y la vida a un muerto para apropiarte de todos sus bienes, incluidos los afectos. En cualquier caso uno de los dos debe morir. En el manicomio o en el cementerio quedará el más arriesgado.

La primera parte nos cuenta el trayecto de Temístocles a partir del día de su cumpleaños cuando comienza el proceso de metamorfosis que lo conducirá a convertirse en mosca a ratos. Lo acompañamos en sus viajes voladores que sirven de excusa para recorrer a la Caracas impresentable. La moska es testigo de lo íntimo, todos los secretos de la metrópoli inatrapable se suceden frente a ella, que nos los regala, generosa. Desfilan por ese teatro invisible los huele-pega, las prostitutas, los suicidas, los que se aman a dúo y en solitario, los mendigos, los vendedores ambulantes, los mentirosos, los corruptos, los engañadores, la farándula, los presos, los torturados. La fauna urbana más agria despliega su espectáculo de sombras al que asistimos con fascinación. Pero hay otra ciudad. La de la luz. La moska asiste al Museo de Arte Contemporáneo y disfruta de las obras exhibidas mostrando la otra capacidad humana: la de crear belleza desde su talento. La belleza de lo oscuro baila con la belleza iluminada. La arquitectura de la ciudad es una escenografía esplendorosa para el retrato en claroscuro: la Plaza Venezuela, Sabana Grande, la UCV, los Símbolos dan brillo a la sordidez de los bloques y ranchos de Palo Abajo y Palo Arriba. Pero unos y otros son la ciudad, esta, la que nos toca vivir y sufrir. Y es ella en su sombra y en su luz. Una gesta a la otra. Solo son verdad en su unión perenne. Si una deja de estar, la otra no existiría.

La segunda parte cuenta la historia de El Báquiro, Danilo Montero. Es la vida de cualquiera en el cinturón de miseria de la urbe. Expulsado de los amores que dan sentido a la vida, crece desde el odio para el odio. Nada puede parar su carrera indetenible hacia el mal. Nada no. Desde el otro mundo, el fantasma de un chico idéntico a él lo llama. Uno que sí ha disfrutado del calor del hogar, del trato amable y de la vida plena. Y al que ya nada de todas esas bondades alcanza porque está muerto. Suplantar al bueno, ser el bueno, amar lo que el bueno ama y volar al Bien gracias a dejar de ser el malo es la redención de Danilo. Imposible. El daño ha sido hecho y hay que pagarlo. Los sueños de El Báquiro fluyen en su sangre derramada sobre el pavimento carcomido de un callejón mugriento, donde lo alcanzó el ajuste de cuentas inevitable y puntual.

Como llegó, inevitable y puntual, el sacudón político que cierra magistralmente las aventuras de nuestra moska. El golpe alevoso que nos separó en dos. El que dividió al país en dos hemisferios irreconciliables. El que nos mantiene en una guerra inventada que enloquece o mata. Como a Temístocles. Como a Danilo. El que acabó con la esperanza. El que asesinó el futuro. Pero lo estamos diciendo mal. Pretendió hacerlo. Se dedicó a hacerlo. Proyectó hacerlo. Para que estemos atentos a que todo tiene dos caras. Atentos a la doble condición de lo real. Y entendamos que la misión de los humanos es unir, incluir y comprender la dualidad sin evitarla, ni esconderla, ni negarla, ni extremarla. Aceptarla y amarla para mejorarla. No hay moska que valga, no hay camino torcido que enderece la vida. Hay que arremangarse y trabajar por la rekonciliación. Así, con K.

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