Las apariencias engañan, dice el dicho desde tiempos remotos y en muchos idiomas y culturas. Pero no es verdad que la conseja que propone llegue de ninguna manera a engañar los prejuicios a partir de la catalogación con la que juzgamos a la gente según su aspecto. Una mujer bella, es muy difícil que sea percibida como inteligente. Si lleva escote es porque no tiene por qué esmerarse en cultivar la lectura. Una gorda, nadie la sospecha ágil y diligente. Un joven de piel tostada arropado con una sudadera con capucha, es sospechoso, incluso amenazante. Una mujer voluptuosa, no es eficiente ni proactiva. Una voz dulce es difícil que llegue a gerente. Un hombre en traje está más cerca del éxito. Las canas limitan las posibilidades en el mercado de trabajo. Una mamá no entiende la modernidad del drama de un hijo. Un papá es probable que no sepa de lo que está hablando porque los tiempos han cambiado. Los lentes de vidrio transparente dan un aire más intelectual, y los puedes comprar sin corrección si esa es la apariencia que quieres dar. Si no viste a la moda, no está en nada. Si no lo invitaron al evento es que a nadie le importa. Una latina sabe menos que una sajona. Una rubia es más suavemente femenina que una morena. Unos zapatos de firma, los lleva un sólido cuentahabiente. Si ríe a carcajadas no tiene postgrado. Si ríe a carcajadas, no tiene buen sexo. Con tacones es más bella. Si no dice nada ante el conflicto, es porque es cobarde. Si mira y no dice, aprueba aunque no apruebe. Si no deja de hablar es porque está necesitado de atención. Si opina constantemente, no tiene una vida plena, vive solo y molesta. Si no me llama por teléfono es porque no me quiere. Si no sonríe cuando entro al lugar, es porque no me considera. Si quiere mucho a su papá es porque su papá es bueno. Si se pelea con todo el mundo es porque no tiene la razón… y así vamos por la vida, llegando a conclusiones en base al juicio inmediato y superficial que hacemos de los otros, y lo peor es que legítimamente nos movemos en consecuencia sin sentir la mínima necesidad de ir más allá.
Hemos construido una cultura que nos cercena la posibilidad de conocer al otro. Nos cuidamos de entrar en contacto con los que no identificamos como similares. Prejuzgamos y cerramos puertas. Evitamos el encuentro con ideas distintas a menos que sea dentro de un foro que sucede entre los que pertenecen y están desprovistos de toda posibilidad de desacato pues una vez que perteneces, no quieres dejar de pertenecer. Vivimos en la cultura del miedo al otro. Que nos separa antes de encontrarnos y así todo se mantiene en paz y en orden… cada vez más solos… en la seguridad de que nadie nos va a quebrantar con su manera distinta de ver las cosas.
Y si al caminar por las calles ves a alguna persona de la que te gustaría saber más, ya no sabes cómo hacer… Cualquiera podría decirte que estás dramatizando demasiado, que lo que sucede es que las cosas han cambiado, que el que está solo es porque quiere. Pues nunca ha sido tan fácil conocer a gente que no conoces: al mínimo esfuerzo de desplazar el índice sobre la pantalla de tu teléfono, puedes desechar docenas de personas sin ofender a nadie, de un rostro a otro, hasta que alguno te llama la atención como para llegar a leerte la apología que hace de sí mismo, y ver más de las fotos que postea, donde lo que cuenta es la apariencia según lo que comúnmente acordamos en el catálogo de las apariencias que todos usamos. Digamos que Tinder es la máxima expresión de lo que es juzgar por las apariencias, pero hay infinidad de aplicaciones que te facilitan las “relaciones humanas”. En una sociedad donde no hay tiempo que perder, consumimos gentes en relaciones efímeras que acallan el lamento sordo de la soledad. Nadie tiene tiempo de llegar a una casa y contemplar los cuadros que guindan en las paredes y a partir de allí armarse de un conocimiento más hondo de los dueños de casa. Nadie tiene tiempo para quedársele viendo al perrito de porcelana que descansa en la mesa de recibo y deducir más allá de lo que dicta la moda que no aconseja ya ninguna porcelana sobre la mesa del recibo… Y así andamos rápido, tratando de explicarnos la vida según el éxito profesional que determinan otros, sin importar lo poco que nos conocen; con amigos de fin de semana altisonante que difícilmente llegan a saber qué es lo que verdaderamente nos importa, porque nosotros tampoco lo sabemos, demasiado ocupados en mostrarle al mundo la apariencia que nos permite ubicarnos en el renglón que hemos escogido querer pertenecer. De suerte que no es un asunto que va en un solo sentido: la catalogación que nos lleva a juzgar por la apariencia es un convenio entre dos partes: el que juzga y el que quiere ser juzgado de una cierta manera. A vuelo de pájaro y hasta donde alcance el sueldo.
El precio de vivir así separados en una sociedad que prioriza la apariencia, mantiene la sociedad de consumo y se paga indefectiblemente con una cierta tristeza desolada que empaña hasta a los más felices.