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Augusto Manzanal Ciancaglini

Juego caucásico para dos o más participantes

La pugna permanente en Nagorno Karabaj ha desembocado en otra guerra con un consiguiente acuerdo de paz que deleita a Azerbaiyán, apena a Armenia y posibilita nuevas temporadas bélicas. Más allá de la gestión concreta de la situación en cuanto a combates, desplazamiento de poblaciones, treguas rotas, resultados militares y consecuencias políticas, esta es otra oportunidad para intentar entender la complejidad de los conflictos desde perspectivas menos simplistas.

El concepto de guerra subsidiaria es útil, aunque envuelve con justificaciones externas elementos internos y entrecruzamientos difíciles de encasillar. Armenia y Azerbaiyán se enfrentaron una vez más por esta región originalmente azerí y controlada de facto por armenios, pero la trenza de esta proxy war tiene diferentes niveles: en lo más bajo habrían luchado combatientes del Partido de los Trabajadores del Kurdistán (PKK) y mercenarios sirios, ofrenda que Turquía pone a sus hermanos étnicos y sobre todo a su propia influencia que crece a través de los rastros otomanos.

A simple vista sería un enfrentamiento entre dos Estados túrquicos, Turquía y Azerbaiyán, y dos armenios, la República de Armenia y la República de Artsaj. El problema comienza cuando aparecen otros actores importantes que quedan a contrapié.

Irán debería volcarse con uno de los pocos países de mayoría chiita. Sin embargo, por su propia población azerí y las buenas relaciones entre Azerbaiyán e Israel, su alianza con Ereván parece tener más peso. Rusia, por su parte, está en una situación más complicada: con una responsabilidad histórica sobre ambos Estados postsoviéticos, se decanta por Armenia. No obstante, por cuestiones energéticas y armamentísticas no puede soltar a Bakú. Los límites oficiales del juego ruso a dos bandas se encuentran en territorio armenio, donde Moscú estaría obligado a intervenir en virtud de la Organización del Tratado de la Seguridad Colectiva. Al final, Rusia supo dar su zarpazo inteligentemente y salvó in extremis a una Armenia abocada a una derrota todavía más aplastante.

La ambigua relación de Rusia con Turquía se vuelve a reflejar en un conflicto en el cual, entre el peso de la diáspora armenia y el gas azerí, todo se termina de embrollar con la implicación de Francia: aquí llega el punto más elevado de las tensión regional; París y Ankara van acumulando fricciones que se desbordan a través de la patria azul de cada uno, es decir, los mares. Allí embeben más su rivalidad con historia, ideología y religión.

Dentro de una galería de actores regionales sencillamente materialistas, Francia echa mano de su esencia al igual que Turquía: el portaestandarte de la ilustración occidental y el más reciente aglutinante del islam se acechan en un contexto de crisis sanitaria que solapa la conflictividad social y religiosa. El último trazo de la frontera cultural y de intereses entre ambos países con vocación de líder se dibuja en un semanario satírico.

Azerbaiyán es la joya de las coronas y todo indicaría que esta partida se cerró con un triunfo claro para Rusia y Turquía. Sin embargo, un éxito simultáneo es algo incongruente y además la supuesta movida maestra de Moscú podría estar siendo imitada por otros desde un nivel más alto: en este delicado juego de superposiciones de zonas de influencia es posible entregar pequeñas parcelas de desgaste mutuo asegurado o de modestas victorias como maniobras de diversión para recoger algún fruto. Francia no disfruta de este privilegio, por lo cual debe planear su siguiente jugada; teniendo en cuenta que el próximo secretario de Estado creció en París, el tablero podría volverse más cómodo.

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