La cooptación política del andamiaje judicial y del proceso de interpretación y aplicación de las leyes en Venezuela, para sostener a la dictadura, es, vista la cuestión aguas abajo, una característica dominante del Socialismo del siglo XXI. En ello comparte éste, cabalmente, la experiencia totalitaria del nacional socialismo y el fascismo del siglo XX. Todos a uno son regímenes de la mentira.
Al asunto me refiero en libros anteriores y en El problema de Venezuela (2016). Ocupa, también, la actividad intelectual de Allan R. Brewer Carías, en La mentira como política de Estado. Nuestra guía es el ensayo de Piero Calamandrei (1889-1956), jurista florentino, El fascismo, como régimen de la mentira, que ve luz apenas en 2014.
Su narrativa es advertencia a las generaciones futuras sobre el peligro latente – espejo en el que hemos de mirarnos cada día – que viven ciertas sociedades, una vez como logran superar períodos de vergüenza y colusión con los mentirosos instalados en el Estado.
Se refiere el maestro, en efecto, a las dictaduras que viven de “la simulación de la legalidad”. Que son el fraude, “legalmente organizado, a la legalidad”. Donde “las instituciones se entienden no por aquello que está escrito en las leyes, sino por lo que se lee entre líneas dentro de éstas: Las palabras no tienen más el significado registrado en el vocabulario, sino un significado diverso y de ordinario opuesto al vocabulario común”, que sólo entienden los servidores del autócrata para sus fines aviesos. En fin, son dictaduras que implican el “gobierno de la indisciplina autoritaria, de la legalidad adulterada, de la ilegalidad legalizada, del fraude constitucional”.
El tema viene al caso, en Venezuela, por los presos políticos y de conciencia: perseguidos y torturados como colectivo con identidad y sistemáticamente por la diarquía Maduro-Cabello, y por ser disidentes, opositores; quienes son detenidos sin orden judicial, que luego forjan a conveniencia el Ministerio Público y el juez penal de turno sin mediar proceso, como en los casos de Antonio Ledezma, Daniel Ceballos y ahora Yon Goicoechea; detenidos y libertados pero sujetos a investigación y presentación periódica ante sus jueces, sin existir delitos; juzgados y condenados sin pruebas, como en los emblemáticos casos de Iván Simonovis y Leopoldo López.
Lo insólito es la reciente detención, arbitraria, ilegal e ilegítima, de Alejandro Puglia, por su supuesta relación con un juguete, un dron que tomaría fotografías en una manifestación opositora, nada ilegal como lo admite el Fiscal designado, pero cuya cárcel crea y confirma una juez titular, Yesenia Maza, para complacencia del Gobierno; o la ilegal investigación que inicia la policía política, señalándole al Alcalde de El Hatillo, David Smolansky, haber violado la Constitución por no informar de modo veraz y denunciar las torturas que sufre Goicoechea en la prisión.
Las violaciones sistemáticas y generalizadas de derechos humanos, consistentes en la persecución de un grupo con identidad y por motivos políticos, tipifican verdaderos crímenes de lesa humanidad, y son imprescriptibles. Y la responsabilidad penal y civil, nacional e internacional, por la comisión de éstos, pesa y compromete de modo individual – sin excluir al propio Estado – sobre quienes los realizan o facilitan.
Algunos de nuestros jueces – como la célebre ex jueza Susana Barreiros – esgrimirán que cometieron un error, una sola vez, por temerosos de perder el cargo. Otros se preguntarán ¿cómo pueden los jueces, llamados a decir judicialmente la verdad, hacerlo con independencia dentro de un régimen de la mentira? Y lo cierto es que, de ordinario, los sistemas judiciales en América Latina medran limitados en su capacidad efectiva para perseguir a quienes, desde el poder, atentan contra la dignidad de las personas. Mas lo de Venezuela es palmariamente distinto.
La cúpula de nuestra magistratura y sus resortes se han sometido, de modo aparatoso, a la narco-estructura criminal gobernante. Casi que rezan, junto a ésta, el credo de los jueces del horror: «Juramos por el espíritu de nuestros muertos, …, juramos por el alma del pueblo alemán que seguiremos a nuestro Führer en su camino como juristas alemanes, hasta el fin de nuestros días».
De modo que, los nombres de los jueces citados, como el de Ali Paredes, quien persigue a su colega María Lourdes Afiuni ante el reclamo de Hugo Chávez Frías, evocan las condenas que sufren, por crímenes de lesa humanidad, en Chile y en Argentina, simples empleados y hasta cooperantes temerosos; al haber sido, justamente, tuercas, incluso ocasionales, de sus maquinarias de terrorismo oficial.
Las víctimas, han de saberlo los jueces venezolanos, jamás olvidan a sus verdugos. Y si fallecen, sus viudas y familiares, les siguen y son la memoria.