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Juan Pablo Gomez
viceversa magazine

Juan Rulfo en la eternidad

Everybody knows the war is over
Everybody knows the good guys lost
Everybody knows the fight was fixed
The poor stay poor, the rich get rich
That’s how it goes
Everybody knows

Leonard Cohen

 

Cuando daba clases de Literatura, siempre estaba asombrado cada vez que, a propósito de mis cursos, me tocaba releer grandes clásicos. Había una especie de estupor, no sólo por descubrir cada vez elementos nuevos y reelaborar mi propia lectura de esos libros, sino por tomar consciencia de cómo una obra podía ir afinando cada vez con más precisión ciertas percepciones estéticas. Como me tocaba leer durante semestres los mismos libros una y otra vez, este proceso de formación iba in crescendo y hasta podía notar los matices diferenciales: el libro iba transformándose en la misma medida en que cambiaba mi percepción del mundo. Desde Homero, pasando por Virgilio, Dante, Cervantes, Rilke, Proust, Thomas Mann, José Gorostiza, Blanca Varela o Borges hasta Aimé Cesaire. Pero el caso de Juan Rulfo era especial. La relectura de Pedro Páramo es de las que más asombro me causaba. No se trataba sólo de repetir los tópicos de siempre: la capacidad de representación de la realidad, la calidad estética, el refinamiento del lenguaje, la elocuencia de las imágenes recreadas, porque había mucho más. Como en toda gran novela, Pedro Páramo plantea unos niveles de ambigüedad e inquietud que son fascinantes por lo honestos. Pero llevaba esa tensión hasta las últimas consecuencias. Cuando uno lee Pedro Páramo con verdadera atención y fruición lo primero que se pregunta es: “¿estamos realmente vivos?”

Ese descenso al inframundo o esa visita a los muertos tiene un giro novedoso: la imposibilidad del regreso. Y los vínculos con los rumores y ecos de un pasado que nos perturba incesantemente. Para un latinoamericano, es una obra capital: pobreza, violencia y sensación de pérdida conjugados siempre entre el arrebato y el deseo. La búsqueda de sentimientos puros o nobles, en medio de un mundo hostil, precario y cruel. La búsqueda del padre, que es padre de todos y de nadie; la búsqueda del idilio puro como forma de confrontar la realidad; la interiorización y represión de los sentimientos nobles; las dudas espirituales sobre la propia existencia y el más allá; la ambición desbocada que se disfraza a veces de revolución, a veces de saqueo, a veces de honorabilidad. La persistencia del dolor como marca humana de un mundo inaccesible para la bondad cuando va acompañada de la razón.

Rulfo es un escritor tan auténtico, tan genuino, que pone un poco en entredicho todo lo que acompaña al mundo del arte y del libro. Su obra siempre es un camino hacia lo telúrico inexplicable, y a través de la conmoción de quien asiste a una reflexión sobre la naturaleza humana: la lucha del alma por abandonar su propia precariedad de apego a lo corpóreo. Rulfo escribió relativamente poco, y publicó menos. Pero su obra cobra una fuerza de representación tan certera que es de una vigencia permanente. Pedro Páramo y los relatos recogidos en El llano en llamas son libros de una calidad casi insultante que siguen escarbando en los recodos más ocultos del alma humana. Los matices de la nostalgia son abarcados con una sutileza turbadora. Y la plenitud de la miseria: un ser humano que no tiene absolutamente nada en este mundo y que carece de posibilidades de lograr cualquier forma de progreso, puede revelar como nada la sensación de pérdida como un sino de la naturaleza. En cada cuento de El llano en llamas, se siente la fuerza opresiva del entorno que parece decidido a destruir cualquier amago de vitalidad que pueda surgir. El paisaje rural, y el contexto de violencia, inundan un ambiente que parece olvidado por Dios.

La fusión entre recuerdo y acción, o entre fantasía y percepción, es tan perspicaz en la obra de Rulfo que terminan elaborando un discurso narrativo de intercalaciones y experimentaciones propias de la perspectiva del sujeto que está decidido a no convertirse en objeto en ese juego de reflejos. La novedad de esta técnica narrativa supuso un punto de inflexión que todavía hoy no puede medirse y su estilo está depurado de toda clase de retórica. García Márquez, Carlos Fuentes o Cortázar no hubiesen podido escribir de la forma en que lo hicieron sin este cauce abierto por Rulfo. La humildad, la depresión y la melancolía fueron constantes en la vida de este escritor y confirman la naturaleza genuina de su obra. Justificó su silencio posterior con la muerte de su tío Ceferino: lúdicamente afirmaba que todo el contenido de sus obras había provenido de las anécdotas orales de su tío y que, con su muerte, se había agotado su imaginación. Como verdadero superviviente, afirmaba sin tapujos y con total honestidad que: “a todos los que les gusta leer mucho, de tanto estar sentados les da flojera hacer cualquier otra cosa”. Juan Rulfo no fue más grande que su obra, y ese es su mérito más destacable en este mundo de egolatrías hipertrofiadas y malolientes. Su carácter cetrino y auténtico destilaba un misterio que parecía no terminar de revelarse, pero que habitaba el tono de sus obras. No creo que haya una novela en Latinoamérica que pueda compararse en calidad estética a Pedro Páramo, y difícilmente habrá una que sea tan elocuente y tan brillantemente vinculada a nuestra percepción de fracaso como pueblo.

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