Hace poco más de diez años que el gran Luciano Pavarotti dijo de él que sería su sucesor. El otro gran tenor del Siglo XX, el español Plácido Domingo, también ha declarado que el peruano Juan Diego Flórez (Lima, 1973) es sin duda el gran tenor ligero de la actualidad, la estrella indiscutible del bel canto. Juan Diego pasa por Nueva York cada dos años, ciudad en donde nació su primogénito, para cantar ópera y mantenerse en la cresta de la ola, la penúltima de las cuales, en 2013, El elixir del amor de Donizetti, a lleno total en el Metropolitan Opera. Ahora lo tuvimos, nuevamente, cantando La Donna del Lago, de Gioacchino Antonio Rossini. El imperdible del invierno neoyorquino.
Es la segunda vez que lo entrevisto. La primera fue hace más de veinte años, para el diario Gestión de Lima. Entonces, Juan Diego no era la estrella mundial que es ahora. Era un muchacho de mi edad, humilde y cargado de sueños, pero con una determinación y coraje que me impresionaron y me dejaron, diletante yo, algo descompuesto el resto del día. Recuerdo que empezamos la entrevista en las salas de la entrada del diario y terminamos sentados en el piso del estacionamiento. Cuando se trataba de nuestros personajes más importantes, el diario me permitía ir hasta sus estudios y talleres, pero cuando se trataba de los menos importantes, pues ellos tenían que venir si querían tener “el honor” de aparecer en nuestras páginas culturales. Juan Diego vino acompañado con quien parecía una asistente, muy profesional, y preparaba su viaje a los EE.UU.
Pero de eso hace mucho, y nadie que yo recuerde -ni yo mismo-, de los cientos de artistas que entrevisté entonces, en sus talleres y estudios, ha llegado hasta donde él está ahora. Veinte años después en NYC, me resulta casi imposible conseguir una entrevista con él, pero logro ubicar en Italia a su mentor y manager Ernesto Palacio. Le cuento un poco mi primera historia con su pupilo y supongo que logro conmoverlo. Me da su teléfono y 20 minutos con Juan Diego. La cita no es en la ópera ni en su hotel, sino en mi celular, a las 9 pm., “en punto por favor”, me dice. “Él estará cansado para esa hora y tiene que descansar su voz”.
Llamo a las 9 pm., hora alemana, tengo sólo veinte minutos y no pienso malgastarlos preguntándole si recuerda aquella entrevista. Le disparo: ¿Qué significa Nueva York para ti?
“NY es un sitio muy especial”, me dice, quizás todavía recordando aquella vez que cantó en los subway de la Gran Manzana o el nacimiento de su hijo en abril, treinta minutos antes de su aparición en el Metropolitan, en la obra Le conte Ory de Rossini, en un estreno que se iba a ver en teatros de todo el mundo, a través del cine, el internet y la televisión: “Me presento aquí desde hace varios años y siempre en el Metropolitan. El público es muy cálido y es una gran satisfacción artística por el gran nivel de ópera que se hace. Además, aquí nació mi hijo, así que el lazo afectivo es aun más fuerte con la ciudad”.
Atrás quedaron aquellos tiempos cuando con sólo 14 o 15 años recorría bares y pubs del distrito bohemio de Barranco, en Lima, para cantar y tocar todo tipo de géneros, desde el rock hasta el huayno, pasando por la música criolla y el pop. Nada entonces le era ajeno en música, de la que había bebido desde que estaba en pañales, ya que es hijo de Rubén Flores, acompañante de toda la vida de la legendaria cantante peruana Chabuca Granda. Juan Diego cuenta que ya desde esa edad sabía con claridad que su vida era el canto, pero todavía estaba muy lejos de la música clásica, pese a que pertenecía al Coro del Teatro Nacional. Lo suyo era tocar la guitarra y componer canciones románticas, que le servían para enamorar a las chicas y ganarse unos centavos.
Pero un momento de duda fue cuando acabó el colegio y postuló a la carrera de publicidad en un par de universidades limeñas y no ingresó, pero incluso este tropiezo fue providencial porque lo lanzó con más fuerza hacia el canto, esta vez al Conservatorio de Música de Lima en donde descubrió la ópera para luego continuar sus estudios en Estados Unidos, en The Curtis Institute of Music de Philadelphia, que aceptó porque le ofreció una beca completa, y sobretodo porque si bien sea una de las mejores escuelas del mundo en música es también de las más pequeñas, lo que le permite dar una atención personalizada a sus estudiantes.
Todavía no había acabado sus estudios cuando decide audicionar en varios teatros europeos. Consigue a los 23 años un papel menor en el Rossini Festival de Pesaro, en 1996, en la obra Riccardo e Zoraida, y en el coro de otras; pero termina protagonizando la obra Matilde di Shabran de Rossini, por casualidades del destino ya que el tenor principal, Bruce Ford, se enferma y le dan su lugar, el papel de Corradino: “Todo fue de repente. En Italia me dieron un rol pequeño y fue ahí, mientras ensayaba, que canceló el tenor principal de una de las operas, la más importante. Se fijaron en mí pero después de haber buscado por cielo y por tierra quien pudiera sustituirlo y en tan pocos días. Pero ya se hablaba de este chico peruano que cantaba bien en los ensayos. En realidad lo que yo deseaba era trabajar y de hecho estaba contento con mi papel secundario que nunca lo hice”.
¿Me imagino que a esa edad soñabas con emular las carreras de Pavarotti y Domingo?, preguntamos: “Lo que yo quería era tener una buena carrera, conseguir trabajo. Claro, siempre es un sueño de todos los chicos que comienzan ser como ellos. Y desde luego era para mí también un sueño, pero básicamente lo que yo quería era conseguir trabajo. Y eso no te lo aseguraba nadie, sobre todo en esta carrera que es tan difícil”.
¿No tuviste miedo, cantar desde el inicio en los teatros más grandes y con roles protagónicos?: “Sentí nervios, pero no miedo. No se sabía cómo iba a ir todo, qué iba a pasar, era el debut de mi carrera, pero después vino el alivio al final cuando los aplausos fueron satisfactorios. También tuve nervios en mi debut en la Scala de Milán, pero son nervios que te ayudan a afrontar mejor la situación, porque al final sin nervios uno está indiferente”.
A partir de ahí todo fue más fácil, Juan Diego evitó, a diferencia de casi todos los cantantes del mundo, cantar en teatros menores y en papeles pequeños. El cantó de frente y hasta ahora en los teatros más importantes del mundo: “Es cierto, fue una suerte pero también estaba preparado para el reto, desde mis comienzos. Tenía ese coraje que me daba la juventud y bueno fui muy afortunado, porque cuando uno no tiene nada que perder se puede tomar esos riesgos”.
¿Qué persona ha sido la más importante en tu carrera, a nivel afectivo y profesional?: “Bueno, cuando comencé la carrera un soporte importante fue Ernesto Palacio, tenor peruano que todavía cantaba cuando empecé, y fue él quien estuvo junto a mí en esos primeros compromisos, ensayábamos y practicábamos juntos. En cada ópera y teatro. Seguramente él me daba seguridad, y además con él preparábamos los roles, las operas, él ha sido un gran apoyo artístico y emocional al comienzo. Ahora, él es mi general manager”.
¿Y quién fue tu descubridor?: “Creo que yo solito. Al comienzo cuando me metí al conservatorio en mi familia nadie había cantado opera, cuando entré al conservatorio, lo hice con miras a cantar pop. Allí descubrí el mundo de la música clásica, llegué aconsejado por un maestro, pero no quería hacer música clásica; pero ahí, en tres años, decidí postular a una beca para estudiar en EE.UU., y lo hacía todo con sólo la ayuda de mi madre, que me empujaba y me daba coraje y llegó hasta vender su auto para ayudarme con el viaje. Yo iba buscando mi camino, y preguntaba a la gente: ¿crees qué yo tengo talento?, ¿tú crees que puedo cantar bien, crees que puedo ser tenor?, y la gente me decía: “sí, sí”, pero nadie me decía: “vas a ser de los grandes”. Sin embargo, me ofrecieron becas completas en todos los lugares en que postulé, y eso me ayudó en la self-esteem”.
Se detiene por un momento, medita, y vuelve a la carga: “Ninguno me dijo: eres el siguiente no sé cuanto, eres muy grande, nadie. Eso recién ocurrió en Pesaro, cuando tuve mi debut y todo el mundo hablaba de mí, fue la primera vez que hablaron de mí como el gran descubrimiento de un nuevo cantante”.
Juan Diego Flórez se le compara constantemente con Pavarotti o Plácido Domingo, pero él es un apuesto cantante de ópera más a la manera de Enrique Krauze, es decir, un cantante de un repertorio riguroso y especializado. No es ni pretende ser como el italiano o el español, quienes grabaron más de cien discos y exploraron todo tipo de géneros y personajes, aunque de vez en cuanto también grabe algún disco de música popular, como su último trabajo: L’amour. Sin embargo, no hay preferencias en su repertorio, asegura, pero sí se siente más a gusto cantando obras como: El barbero de Sevilla, Fille du Regiment u Orfeo y Eurídice.
En su penúltima ocasión en NY presentó: El elixir del amor de Gaetano Donizetti, una ópera cómica en dos actos que desde su estreno en 1831 siempre ha sido un éxito. De diálogos fáciles pero a la vez profundos, ya que nos habla del amor verdadero y cómo este cae en la frivolidad en las manos equivocadas. Por ejemplo en Adina, uno de los personajes que destaca por su belleza y superficialidad, o el Sargento Belcore y el Charlatán Dulcamara, quienes entienden el amor casi como una transacción comercial y un embauque. Es decir, la obra es una muestra de los vicios del ser humano y su incapacidad para amar, con la sola excepción del personaje principal, el joven y apuesto Nemorino, protagonizado esta vez por Juan Diego, quien simplemente ama. Él nos dice: “Es una ópera muy bonita y el casting ha sido estupendo, es una de las obras más queridas del público en todo el mundo. Hay muchas bromas y risas, mucha diversión y melodías bellas”.
En 20 años de carrera, Juan Diego nos cuenta que sólo hizo un breve parón de dos meses por una gripe, hace seis años más o menos, y decidió curarse en casa y descansar. Desde entonces su agenda es más relajada, y siempre tiene buenas vacaciones entre temporadas, para disfrutar de su familia en Austria, en donde tiene su casa. Pese a ello, cada vez está más involucrado en proyectos sociales en el Perú, como el proyecto Sinfonía por el Perú, inspirado en el proyecto de orquestas infantiles creadas por el maestro venezolano José Antonio Abreu, ganador del Premio Príncipe de Asturias, el 2008; proyecto por el cual, Juan Diego fue nombrado Embajador de Buena Voluntad de la UNESCO: “Bueno, tengo sólo un proyecto: el sistema de orquesta infantiles y una fundación. Este año serán quince núcleos donde los niños realizan la parte orquestal y coral. En Cuzco, Puno, Huánuco, Ancash, y en Lima, en Miraflores, La Victoria, San Miguel. Es un proyecto de transformación social mediante la música. Sobre todo entre los más pobres, para que no caigan en la mala vida”.
¿Pero cómo encuentras el tiempo para hacer tantas cosas?: “Tengo un buen equipo que sigue eso. Cuando voy a Lima trabajo duro, yendo a empresas, visitando núcleos, y haciendo campañas, pero normalmente voy a Lima sólo una vez al año. Pero en donde estoy trato de ayudar, siempre en contacto con la fundación, buscando fondos por el mundo, por ejemplo estaré en Zúrich en mayo y voy a hacer una campaña para levantar fondos”.
Aquí en Nueva York si no está protagonizando alguna obra se la pasa ensayando o, con su esposa la alemana/australiana Julia Trappe, bailando tanta salsa como puedan, la pasión escondida de ambos: “Happy wife, happy life”, me dice riendo, pleno de alegría y paz, y yo recuerdo aquella vez que contó que ella lo enamoró diciéndole, al final de una función: “Alianza Lima, chimpún Callao”, pese a que él es de la U.
Entre funciones no canta, reposa la voz, porque el canto no es como un piano, insiste, que no se gasta nunca. Pero si hace excepciones cuando su mujer o su familia le piden que cante, o incluso en Lima, cuando va a inaugurar nuevos centros de su fundación y la gente se lo pide: “Yo canto, yo sí canto si la gente me lo pide”. Y vaya que se lo piden con frecuencia en el Perú. Incluso en su propia boda hace cinco años en la Catedral de Lima, lugar solemne que no se presta nunca para actos mundanos, pero sí lo hizo con Juan Diego, quien llegó a compartir la felicidad de su matrimonio de cuento de hadas con las multitudes que fueron a verlo. Pero eso sí, nunca ha ido a un karaoke ni irá.
¿No se te antoja igualar a los grandes maestros?, le retamos: “No, yo soy bastante relajado. No tengo esa urgencia de tener records, más discos, de grabar lo más posible. Voy tranquilo por el mundo. Me gusta la vida en familia, las vacaciones, no cantar demasiado. No tengo esa urgencia de cantar más óperas, participar en la mayor cantidad de festivales o grabar más discos. Soy más bien pantofolaio, como dicen en Italia. Me gusta estar en casa. Lo que venga, bien, y lo que estoy haciendo está bien, vivo la vida que quiero. No tengo porque hacer más que los otros. Además, lo que ha hecho Domingo no creo que nadie lo pueda igualar, la cantidad de óperas, de personajes, además de ser director de orquesta, de teatro, ese hombre es un fenómeno, como lo es Pavarotti, con esa fama universal y esa voz tan bella. Son difíciles de igualar”.
¿Cuáles son tus teatros o compañeros de canto favoritos?, le pregunto. Me dice, muy diplomáticamente, que no tiene preferencias con quien trabaja y que cada teatro tiene su encanto: “Es una experiencia distinta, y en todos soy bien recibido aunque los públicos cambian”.
Es verdad, como público lo he visto algunas veces, y siempre veo como termina la gente de pie aplaudiéndolo y pidiendo un bis, algo muy infrecuente en ópera. Pero de todos ellos, son los peruanos quienes le manifiestan más su cariño, algo tan extraño para el Perú, porque la ópera no es en absoluto popular entre nosotros. Pero el éxito de Juan Diego, en su propia tierra, va más allá de la música o su trabajo social en pro de los más desfavorecidos; él es algo así como un lunar de esperanza y virtud en una nación acosada por las derrotas, las traiciones de sus líderes y la corrupción. Nosotros los peruanos, ellos los peruanos, lo esperan al final de sus funciones con banderitas y escarapelas bailando en el aire, y que esperan terminen sobre los hombros del cantante, o en el piso, para que camine sobre ellas. Un ídolo del pueblo, quién diría, viniendo de la música clásica.