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Alejandro Varderi

Juan Calzadilla frente a la palabra

Este poeta, pintor, crítico de arte y animador de grupos literarios es, junto con la narradora y cronista Elisa Lerner, el poeta Rafael Cadenas y el autor y crítico de cine Rodolfo Izaguirre uno de los pocos sobrevivientes de la generación que fundó la democracia cultural moderna en Venezuela. Si bien, en el caso de Calzadilla, realizó la transición hacia al chavismo y es hoy uno de los intelectuales más admirados por la revolución bolivariana. De hecho, al igual que el cineasta Román Chalbaud, Juan Calzadilla ha logrado amplios reconocimientos en dos sistemas muy opuestos en su forma de ver y sentir el país, haciéndose en 1996 con el Premio Nacional de Artes Plásticas, otorgado por el Consejo Nacional de la Cultura (CONAC), y en 2016 con el Premio Nacional del Libro de Venezuela, otorgado por el Ministerio del Poder Popular para la Cultura, además de representar a la nación como artista invitado en la Bienal de Venecia de 2017.

Su obra poética incluye, entre otros, Dictado por la jauría (1962), Malos modales (1968), Ciudadano sin fin (1970), Oh smog (1978), Antología paralela (1988), Minimales (1993), Principios de urbanidad (1997), Corpolario (1998), Diario sin sujeto (1999), Aforemas (2004), Vela de armas (2007), Noticias del alud (2009) y Poesía por mandato (2015). Una obra extensa, a la cual hay que añadir su labor como crítico de arte con libros como Bárbaro Rivas (1976) Emerio Darío Lunar (1979), El ojo que pasa (1979) y Armando Reverón (1979), amén de sus exposiciones en numerosas galerías y museos del país.

Cuando en Ciudadano sin fin (1970), Juan Calzadilla apuntaba: “me reconozco en mi infancia en mi madurez/ en mi muerte en los términos de mi oficio de espectador a quien el muro/ endurece para siempre”, no hizo sino colocar el soporte donde asentaría los textos de Una cáscara de cierto espesor (1985), donde me detendré particularmente, y cuya unidad de sentido se afirma en la premisa allí expuesta. Esto es, escribir impasible la representación, el teatro del ciudadano que pasa por las cosas sin tocarlas y vive consecuentemente sujeto a los vaivenes de esas mismas cosas, que el trazo veloz del espray o la brocha furtiva apuntan sobre la superficie de un muro: “Pablo: tú, ese poco que descubro/cuando me levanto” (Autopista del Este a la altura del centro comercial Concresa). “Manolo está aquí/ Manolo ámalo” (Tercera transversal de la Castellana).

Es así, bajo la denominación de “Grafitis”, que Calzadilla recoge el grueso de los textos que componen este libro. Grafitis, es decir, escritura visual de todos los sobrantes del lenguaje, transcritos desde la superficie personal a la temporalidad de una pared igual de frágil: la cuartilla que un peatón-lector visualiza para ubicarse —“Tu enemigo está detrás de la puerta. Y con más frecuencia en la mano con que la abres para cerciorarte de que está detrás de la puerta” (19)— aun cuando solo sea temporalmente. Pues el grafiti, como la prensa y las revistas, tiene una periodicidad muy marcada, cambia cada cierto tiempo y se pierde ahí la referencia específica de la calle donde estaba escrito; especialmente si está pinta(do) en una esquina o cruce, ya que había llegado a ser mejor signo de orientación que el nombre de la calle misma.

Explotando tales premisas, y teniendo claro que no se le debe pedir al lenguaje más de lo que él puede dar, el autor mantiene vigiladas todas las esquinas de la poesía —“No tiene sentido que no tenga sentido./ Pero menos sentido tiene que lo tenga” (16)—, de lo efímero —“¡Cuán hermoso que algunas manos piadosas se ocuparan/ de ir tirando las flores al paso del cortejo por las calles,/ en vez de seguir con ellas hasta el cementerio!/ La putrefacción no debería ser doble” (23)—, del humor —“El codo adquiere léxico cuando decidimos emplearlo en lugar de la boca./ Una conversación de altura sería entonces/ un diálogo de codo a codo” (20)—, y las combina, en la segunda parte del libro relativa a “Máximas y Mínimas”, con fragmentos de otros autores desde Goethe hasta Jacques Prévert.

“Hablamos nuestra ciudad (…) del habitante, del caminante, del que observa”, del peatón, en fin, cuya marcha anima, afirma o transgrede la cáscara de cierto espesor ocultando más que cobijando. Ello, con una gracia no exenta de ironía, pero sin rastro de pesimismo y sin descartar el azar, producto de las experiencias del autor con la escritura automática a partir de los postulados surrealistas.

Pero así como en el grafiti de automóvil es paradójico pensar que, encima de uno pagar por el vehículo, tiene que llevar clavado sobre la carrocería el emblema del fabricante a fin de hacerle propaganda gratis, el autor debe generar respuestas desesperadas para mercadear sus textos. Algo que no sorprende, ante la certeza de encontrarnos ante un “lenguaje de emergencia”, como asentó el mismo Cadenas, para comunicarnos en la cotidianeidad y a través de la literatura, al haberse perdido ese “buen leer” que exige “la entrega, el ocio y la lentitud que toda actividad necesita para hacerse reflexiva”, tal cual ha apuntado María Fernanda Palacios. 

El poeta lo sabe y al aceptarlo nos da otra de sus acostumbradas muestras de lucidez, pues: “Con idioma o sin idioma. La gente dice únicamente/ todo lo que quiere decir. / Su problema es la locución/ no la gramática. De allí que/ no tenga sentido lamentarse porque los medios/ ya no sirven para lo que creíamos que servían. / Basta que sirvan para lo que sirven”. (44)

Verdades estas que Juan Calzadilla antepone a cualquier otro razonamiento y justifican su lugar en la poesía y el mundo, pese a que en el camino haya traicionado con su ser acomodaticio los ideales de libertad, que la libertad de la escritura enarboló desde sus primeros textos. Textos iniciales, generados durante los años de otra dictadura a la cual se opuso, aun cuando si se compara con la actual, fue mucho menos sangrienta e infinitamente menos destructora del país y de su gente.

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