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José de Alencar y la formación de la novela brasileña

A la vista de la situación actual sufrida por el indígena brasileño, quien ha visto cómo, durante los últimos 100 años, casi toda su tierra ha pasado a formar parte de las redes de haciendas ganaderas, plantaciones de soja y caña de azúcar; además de enfrentarnos con el hecho de que muchas comunidades viven hacinadas en reservas masificadas y otras bajo refugios de lona improvisados en los bordes de las carreteras, la obra de José de Alencar adquiere nueva relevancia. Ello, dado que Alencar es considerado, no solo el padre de la novela brasileña, sino el autor que más luchó por darle al indígena un lugar digno en la Historia.

Desde el punto de vista estético, quizás el papel de José de Alencar (1829-1877) dentro del Romanticismo brasileño, haya sido el de unificar y procesar el trabajo de contemporáneos como Joaquim Manuel de Macedo y Bernardo Guimarães; especialmente Macedo, ya que A Moreninha (1844), considerada como la primera novela urbana del país, tuvo una gran influencia en su obra. De hecho en el artículo “Como e por que sou Romancista”, que es más bien un diario epistolar, Alencar habla de sus primeras experiencias en Fortaleza, la ciudad natal, el mundo burgués de sus padres, el colegio y sus lecturas del repertorio romántico. Aquí serán obras como Armanda e Oscar, Saint-Clair das ilhas y Celestina, unidas a las imágenes del mundo idealizado por sus contemporáneos Gonçalves Dias y Gonçalves de Magalhães, lo que constituirá su universo, a base de castillos en ruinas bañados por la luz de la luna, capillas góticas cubierta de hiedra y prados con flores multicolores regados por cristalinos arroyos.

Las lecturas —al principio accidentadas dado su desconocimiento del francés— de Balzac, Dumas, Vigny, Chateaubriand y Victor Hugo, lo transportan al paisaje que tropicalizaría en sus textos. Y aun cuando por su carácter retraído nunca fue el Lord Byron que se esperaba de él, en el plano literario uno de sus primeros ejercicios fue el de atribuirles al mismo Byron, a Hugo y a La Martine versos de su propia cosecha. Emprendedor y disciplinado, fundó en 1846 la revista Ensaios Literários donde desarrolló su vocación por el periodismo. Y, a partir del paisaje de su infancia, comenzó a articular dos de las novelas de mayor importancia en la formación de la identidad brasileña, O Guarani (1857) e Iracema (1865).

El paisaje del sertão, la selva y los ríos, unido a su descubrimiento de las novelas de Sir Walter Scott y Fenimore Cooper, le llevaron a escribir un primer texto narrativo, Os contrabandistas, desechado al poco tiempo. Pero será a partir de su trabajo como periodista que dará a conocer O Guarani, escrito por entregas para el Diário siguiendo este sistema, muy extendido durante el siglo XIX tanto en Francia como Inglaterra y los Estados Unidos.

De la influencia de Cooper en O Guarani, atribuida por la crítica de la época, el mismo Alencar sostuvo más bien que el norteamericano describió el mundo de los indígenas desde un realismo, alejado del estilo que él promulgaba. Un estilo dable de envolver la selva con el misterio de lo mágico, a fin de separarla de la vulgaridad y el embrutecimiento al cual la habían sometido los cronistas. Y es que no podemos perder de vista que Cooper escribió una obra colonialista, de exaltación al hombre blanco y a la conquista del oeste de los Estados Unidos, en tanto que Alencar intentó regenerar y rehacer la imagen del indígena latinoamericano como forjador del gran mestizaje continental.

En tal sentido, Alencar siempre sostuvo la superioridad de Latinoamérica sobre el Norte y el Viejo Mundo. De hecho, O Guarani centra la unión del indígena con la mujer blanca e Iracema invierte el mito, pues aquí el mestizo no será un ser inferior sino nuevo. Al enaltecerlo e idealizarlo, ennobleció el crisol racial de nuestros países, en un tiempo cuando Norteamérica buscaba mantener el sistema esclavista y confinar al indígena en reservaciones; si bien es necesario reconocer que los países del Cono Sur también quisieron aniquilarlo en su totalidad.

Otro de los rasgos propios del Romanticismo que se observa en Alencar es el de ir en contra de la artificialidad urbana. Lucíola (1862) será la caricatura de esa artificialidad mediante el personaje de Cecília quien, al decidirse a vivir junto a Peri, dejará la ciudad para radicarse en los parajes naturales exaltados ampliamente en sus páginas. Igualmente Seixas, otro personaje de la novela y marido de Aurélia, no distinguirá entre lo natural, y lo urbano presente como artificialismo de la civilización, tal cual retomarían posteriormente los autores modernistas.

Y es que para Alencar, lejos del campo no se puede amar, pues dentro de la vorágine urbana solo es posible encontrarse con lo grotesco y el fracaso, tal como le ocurrió al marido de Carlota en Cinco minutos (1856), su primera novela publicada. Aquí la imagen heroica del indígena se cubre con un ropaje europeo que no deja de tener visos chauvinistas, al alegorizar a un país deseando ser independiente pero sin abandonar las formas de la civilización europea. Es por ello que Alvaro, uno de los protagonistas, queda descrito como “un caballero portugués en el cuerpo de un salvaje”.

Por otra parte, en sus obras Alencar cuida extremadamente el lenguaje. Ya en un artículo titulado “Questões de Estilo”, hablaba de la necesidad de realzar estéticamente la belleza natural, adaptándola al lenguaje real pero sin perder su belleza formal y su sonoridad. En este sentido recoge modismos, fiestas, el ambiente doméstico y la sociedad del campo y la ciudad; nos informa del folklore brasileño, los cultos y las costumbres; centra supersticiones mitos y leyendas; y describe las comidas típicas, los paisajes, la ropa, los muebles y los interiores de las casas y las cabañas.

Como es característico de los románticos, Alencar no se abocará a resolver problemas existenciales. Describirá mejor las dificultades de héroes dables de acometer proezas fantásticas, tal cual realizan en O Sertanejo (1875); o desmitificará las instituciones, a la manera de la heroína de Senhora (1875), pero sin llegar a dilucidar los porqués de tales condiciones. En una época de formación de las naciones americanas, la mayor parte de los logros provendrán de una gran dosis de intuición, irreflexión, coraje y locura. Características estas proyectadas por muchos de sus personajes.

Así, sus héroes míticos, siempre incorruptibles, se contrapondrán a los antihéroes contemporáneos tragicómicos. Para describirlos, utiliza el sistema que llamará romancista, donde combina el proceso dramático shakesperiano con el filosófico de Balzac. Nos descubre entonces el temperamento de sus personajes mediante lo físico: la belleza romántica de Lucía, lo grotesco de Til, la inocencia de Cecilia. Ello, llevando siempre a sus heroínas hacia una idealización que las hará conservar su castidad, aún en las más difíciles situaciones, pues será la pureza del cuerpo su mayor tesoro.

En este sentido, las obras de José de Alencar están cargadas de una intención didáctica, donde la mujer se educa sentimentalmente, a la manera de Flaubert, para la virtud, la familia y el apoyo incondicional al hombre, lo cual refrenda el sexismo propio de la época. De hecho los personajes masculinos, irán siempre seguidos por esposas fieles e incondicionales a toda prueba; quizás como reflejo de su propia vida burguesa, donde la casa familiar será su “Torre de los Panoramas” y, de manera similar a la del modernista Julio Herrera y Reissig, contendrá un mundo idealizado libre de intrusiones externas.

En su prosa el hombre será el prototipo de la imagen fuerte, quien domina la naturaleza, funda ciudades y se aboca a las grandes empresas, acercándose así a los personajes de las grandes épicas norteamericanas, la conquista del lejano oeste y el puritanismo anglosajón que no triunfa al sur del Río Grande, dada la exuberancia de la naturaleza y de sus gentes quienes, pese a todos los intentos, no logran ser aniquiladas sino convergen con la cultura europea y africana en un extraordinario mestizaje. Y quizás sea esta la mejor alegoría para entrar en la escritura de José de Alencar, pues interconecta toda su obra, centrándola tanto en las novelas de su primera etapa, donde también se hallan A viuvinha (1857) y Diva (1864), como de la última, en la cual se incluye igualmente Ubirajara (1874) y Encarnação (1877).

Alencar escribe pues sus obras como un gran vitral, donde se entremezclan los romances históricos, indianistas, regionalistas y urbanos, buscando fundar una literatura específicamente brasileña. Una literatura donde las influencias de la novela romántica europea y norteamericana se incorporan, poniendo las bases del trabajo de los realistas y, en especial, los modernistas quienes retomarán la vena romántica en sus textos.

Y si la crítica de su tiempo destacó lo inverosímil de las situaciones en las obras de Alencar, en un momento cuando Europa había entrado en el realismo de Zola y Flaubert, el desfase en la evolución de ambos continentes, debe ser también tomado en cuenta a la hora de sopesar esta literatura. Una relectura atenta de La dama de las camelias y Lucíola, por ejemplo, muestra coincidencias temáticas y anecdóticas, que no son plagios sino reinterpretaciones dables de trasladar los desarrollos argumentales al marco latinoamericano.

Los grandes bloques de sentido, dentro de los cuales se inserta hoy la literatura, ha rescatado y descubierto nuevas perspectivas, desde donde puede leerse la obra de Alencar con ojos más críticos, pues también combina técnicas narrativas experimentales con el retrato, a veces irreal, de personajes que podrían perfectamente insertarse en el teatro del absurdo o en los Cuentos de las mil y una noches, dado lo sorprendente de las situaciones por las cuales atraviesan sus protagonistas. Esto ocurre igualmente con las heroínas y los héroes de la novelística de José de Alencar, que hoy nos parecen de cuento y en su época contribuyeron a contar el cuento de este continente que, por suerte para nosotros, nunca ha dejado de ser mágico.

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