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Adrian Ferrero

Joaquín Areta: una ausencia imposible de ignorar

“Veo demasiado claramente esa ausencia como para ignorarla”
Joaquín Areta. Enjambre, pág. 209

Enjambre (Buenos Aires, Adriana Hidalgo, 2020), es la primera novela de Joaquín Areta (Neuquén, Argentina, 1979), radicado en Tandil (Argentina) quien marca, ya desde este libro, a partir de su elección de residencia, que no es la capitalina, una primera instancia, por un lado, de diferencia. Por el otro, de distancia cultural respecto de la hegemonía, pero por sobre todo, en el orden de las coordenadas culturales, de disidencia. En efecto, los proyectos creadores que se derraman a lo largo de la geografía argentina y que no se rinden a las veleidades de la todopoderosa Buenos Aires, parten de premisas creativas y referenciales que no suelen estar contaminadas de las estéticas dominantes que se dispersan por esa ciudad. Los más talentosos (como en el caso de Areta), es frecuente que radicalicen su poética y encuentren poéticas novedosas en espacios diferentes. Es esta misma disidencia la que señala una resistencia (también) a acatar mandatos que se pretenden imponer desde grupos dominantes en lo relativo a la producción editorial literaria y, por lo tanto, a la producción de significados sociales y sentidos que sus operadores culturales (críticos, académicos, periodistas culturales, escritores), tienden a instalar como los unívocos, los únicos a los que atender con seriedad. Este criterio de legitimidad resulta peligroso. Sabemos que toda centralización responde (como veremos) a un universo de la experiencia que suele repetirse y ser serial.

En el caso concreto de Areta, se trata de un autor que publica en Buenos Aires una producción estética elaborada desde una zona del país considerada “de la periferia” en un país fuertemente centralizado desde el punto de vista de la publicación. Ello supone otros matices sociolectales, otra sociocultura que propone a su vez diferentes paisajes, diferentes voces, la representación literaria de una conflictividad social distinta, otra clase de representación de los vínculos y pactos sociales producto de la experiencia vivida en este ámbito. Ese orden de lo real indudablemente se proyectará, potenciará y organizará también en una cierta clase de imaginación narrativa distinta de la porteña. Pero, paradojalmente, se insertará en ella. Se trata de una operación interesante. Quiero decir: el orden de lo referencial mediado por la imaginación creativa de una determinada manera, ingresará en otra geografía en un contrapunto que subvierte esa hegemonía.

Simultáneamente, su profesión de Lic. en Psicología graduado en la Universidad Nacional de La Plata, Argentina (otra migración importante para alguien nacido en la provincia de Neuquén, la Patagonia, también de su país) y dos libros infantiles previos que también lo familiarizaron con un receptor que no es el del presente tipo de la novela en este caso publicada (motivo por el que ella resulta un punto de giro en su proyecto creador) prosiguen esa línea de desvíos arriba señalada. En efecto, estamos frente a un productor cultural inquieto, atento a diversificar sus líneas estéticas de trabajo pero también a consolidar su oficio mediante un perfeccionamiento y un ejercicio constantes de refinamiento estilístico.

En efecto, Joaquín Areta había publicado en Buenos Aires sendos libros infantiles, libros álbum más concretamente La tarea imposible de Víctor (Ediciones Abran Cancha, 2013, Ilustraciones de Guada Gárriz) y La babirusa atómica (Pípala, 2016, Ilustraciones de Magui Ledesma). El primero planteaba, mediante un argumento para nada simplista, una cierta clase de complejo desafío al razonamiento infantil, en el cual el pensamiento abstracto de modo provocativo construía a un lector implícito exigente. El segundo libro, una potente crítica a los medios y a la clase política cuando está en manos de inescrupulosos dirigentes, gobernando a un país que se rinde a sus mandatos tramposos o corruptos. Estas dos líneas de investigación creativa resultan interesantes porque apuntan, la primera, a la dimensión propiamente de la estimulación cognitiva infantil. La segunda, pensada para un público algo mayor, establecía un paradigma que recelaba de la credulidad de los medios, acentuaba la eficacia de su naturaleza nociva, de la manipulación demográfica y se planteaba también, desde mi punto de vista, como una opción pacifista frente a un líder que alentaba a las confrontaciones, los enfrentamientos, el armamentismo y el orden de lo bélico. Además de una mitomanía pública de la mano de una tergiversación de los medios, que corría pareja con todo ello.

En la presente novela, el autor, en tanto que sujeto enunciador construirá un tipo de discurso literariamente denso, orientado a un público que no era el primero para el cual había escrito, ese con el que él se había dado a conocer en el campo literario argentino. Irrumpe en este segundo lanzamiento con una perspectiva que lo singulariza pero mantiene sin embargo su nivel de complejidad sin hacer concesiones. Para ambos públicos las propuestas suponen operaciones del pensamiento complejo y una la urdimbre inteligente más sofisticada de la que un mero libro para niños suele esclarecer más que enrarecer o confundir. O, en todo caso, de una dificultad difusa, que pone en situación activa las operaciones del pensamiento.

Entre la primera etapa de su producción, la infantil, y este libro, se establece una interacción riquísima, según la cual la una sale al mercado primero, pero convive sin conflictos con esta otra para adultos, que le es ulterior, demostrando que Areta es capaz de medirse en territorios de palabras dispares. Demuestra ductilidad y capacidad de interpelación a distintos lectorados. Apuntando a públicos cuyas inquietudes e intereses naturalmente no son los mismos. En ambos dominios deberá, mediante operaciones de transposición que no son simples, trabajar la referencialidad para que ese orden de lo real ingrese en la ficción de maneras muy distintas. Naturalmente, en todo caso, no bajo los mismos términos. Por otra parte, la literatura para adultos exige de otra retórica, de otro universo de ideas, de otra arquitectura en sus formas narrativas, por lo general de otros argumentos (si bien no necesariamente) de otras clases de formulación y enunciación. En particular si se propone decir cosas nuevas respecto de los estereotipos tanto del mercado como, llegado el caso, incluso de los canónicos.

Por otro lado, entabla un coloquio fecundo con problemáticas que distan mucho de ser las infantiles. Pero eso está por verse. Porque ¿es acaso tan así? ¿o la identidad de los sujetos (varones y mujeres) no mantiene una cierta clase de universales que de modo recurrente regresan, se intensifican, sus variables se ven estimuladas en mayor o menor medida, el trabajo psíquico es siempre dinámico tanto como condicionado por circunstancias del orden de lo real? Sin embargo, habrá otro modo de abordaje de lo que va a narrarse que traza un coloquio con el del que se hizo uso con el público que le precedió. Esto no significa en modo alguno que un autor infantil no pueda escribir de modo virtuoso sobre temas para adultos (o a la inversa) y que no lo haga de modo pertinente, oportuno, pero de modo incuestionable ese pasado sí deja una marca, especialmente si esos libros son “de comienzos” y también tejían un plan que con esta obra se ve radicalmente modificado. Este público al cual se dirige Areta delimita otra constelación de significados sociales, de expectativas, de exigencias (distintas, no mayores). No habrá aquí una interacción entre ilustraciones y los textos (sí un trabajo paratextual, en especial hacia el final, como veremos). Las situaciones, los dilemas, el lenguaje literario y el impacto de la trama (o las tramas, en todo caso) se resolverán exclusivamente desde el orden de lo verbal. Pero, como adelanté, lo paratextual también tiende a dialogar (en las noticias periodísticas que se reproducen o se escriben hacia el desenlace y que suponemos bien podrían ser apócrifas, ficcionales: todo resulta incierto en una novela). La estructura tripartita de la obra delimita nítidamente los dominios en torno de sus personajes. Pero de sus tres partes en la tercera se esclarecen sus zonas de cruce, aquellas instancias temporales pero también identitarias que constituyen el marco actancial de la novela.

Esta obra adopta la forma de una suerte de delta por el que circulan fuerzas estables e inestables a la vez. En la primera, “Flogisto”, una anciana, con su hijo Carlos y el resto de su clan, se encuentra en un estado de salud precario. Requiere de los cuidados de una acompañante terapéutica y acusa algo que a Carlos comienza a preocuparlo. En realidad a Carlos comienzan a preocuparlo varias cosas. El olor de su madre (que le produce entre inquietud y repulsión) y una invasión desmesurada de hormigas que se ha apoderado de la casa y que, en una hipótesis descabellada, él supone la pueden llegar a derrumbar. Esta atención dispensada a los insectos se vuelve obsesión y ya este inicio remite al título, que de modo connotado repercute en lectura del libro. Así, en un paralelismo innegable, hormigas/abejas cruzan su condición sémica de insectos muchas veces agresivos. Comenzamos a hablar de colonias de insectos en ambos casos desde las primeras páginas. Este es, entonces, un buen comienzo. Areta construye su novela según un principio de coherencia. Carlos coloca veneno, barre a las hormigas muertas, se ocupa de prevenciones. Manifiesta otra obsesión: todo aquello que puede amenazarlo pese a que sea una hipótesis improbable, como la policía caminera aun teniendo los papeles en orden. Cuida de los baños que se da su madre, de la ropa que se pondrá, del jabón tocador con el que lo hará, del lugar donde será vestida. Pasa un trapo al piso de ese lugar y otro a la mesa con un producto preparado para eliminar malos olores. Ya vemos, no deja intersticio según el cual el azar o el más ínfimo contratiempo o contaminación pueda tener lugar.

Comprende, a partir de una conversación, de la importancia de practicar un deporte. Duda. Reflexiona. Cavila pero, sobre todo, no se decide. Uno no sabe si está frente a una resistencia o frente a una inseguridad. Finalmente el ciclismo (que será un letimotiv a lo largo de toda la novela en contextos muy dispares, incluso adoptando la forma de titulares periodísticos), se termina imponiendo como la opción a sus ojos más atractiva (o acaso la única posible para sus posibilidades en virtud de su estado y de su edad). Comienza a salir, entrena, dentro de los límites que un profano de cierta edad podría hacerlo. De modo que toda esta parte de la trama estaría señalada a mi juicio por un sujeto obsesivo. Un sujeto que deposita en ciertos seres (incluso personas), en ciertos objetos también, aquello que lo incomoda, que lo afecta, lo irrita, lo atemoriza, lo perturba, pero que por extensión también perturba a quienes lo rodean y sobre lo que toma medidas en ocasiones drásticas o incluso exageradas o insensatas.

La segunda parte, “Rutas negras”, ya nos sitúa frente a otro escenario y frente a otra clase de personajes diría que de orden casi antagónico al precedente. Si bien la situación distópica es común a ambas. Chicos que hacen travesuras que pueden llegar incluso al delito, sin ser ellos necesariamente marginales, sino perteneciendo a familias (digamos) de clase media baja, habitantes suburbanos. Conforman una suerte de pequeño grupo de cómplices (no llegan a ser una patota), que desde haber construido una pequeña casita o choza en la que ocultar sus objetos más preciados (y esconderse ellos mismos de la mirada ajena, sobre todo adulta) hasta robar, responden a hábitos vinculados a escasas obligaciones. No encajan en el estereotipo de chico que mantiene rutinas ordenadas, pautadas, reguladas según hábitos, como las escolares. Tampoco parecieran tener padres exigentes, atentos a su crianza, a hacer tareas para el colegio, colaborar con el hogar de modo activo, sino más bien, al menos la parte descripta en la novela los muestra en actividades en ocasiones que alcanzan la clandestinidad. Vagabundean, juegan, observan el mundo que los rodea.

En la trama la existencia de puntas de flecha con las que fueron exterminados los indios son, por un lado, piezas codiciadas. Por el otro, contundentes objetos históricos, con una fuerte carga electrizante, de naturaleza preciosa por su valor arqueológico irreemplazable, que denotan simultáneamente una masacre. Es aquí cuando la emoción axiológicamente connotada de modo negativo de la codicia se cruza con el orden de lo testimonial. Si a ello sumamos una mención no demasiado extensa ni explícita ni insistente sino más bien administrada con mesura al referente de la dictadura militar y a los desaparecidos, apreciarse puede que se trata de un momento narrativo culminante en el que de las obsesiones nos vemos transidos por la Historia. Y por la violencia de la Historia. Y por el poder de un aparato del Estado en el seno de esa Historia que se ha criminalizado, de modo éticamente sancionable. Pero también nuevamente el ciclismo irrumpe como una práctica recurrente, esta vez bajo la forma del espectáculo, por un lado, para Bairon, el protagonista. Como, torpe aprendizaje, en el caso del protagonista, por el otro lado, porque le regalan una bicicleta. Ahora bien: ¿por qué el subtítulo de esta parte de la novela tiene esas resonancias, esas reverberaciones a su vez tan concretas? Está claro que esas rutas son el lugar al que Bairon, el niño de los suburbios va a contemplar e incluso a correr a esos rodados. ¿Qué secreta fascinación, qué misterioso magnetismo le ofrecen a él ese deporte y estos deportistas, quienes van vestidos, entre otros colores, de negro, con apretadas mallas? Se habla de la ropa, del jugo que beben, de sus edades, de los colores vistosos de algunas prendas, llamativos en algunos casos, de los múltiples bolsillos de sus vestimentas. Pero el ciclismo en su insularidad (convengamos en que se trata de un deporte solitario, aún practicado en equipo, salvo en las competencias) tal vez sea la soledad a la que está confinado el propio Bairon, metaforizada en una práctica social de ejercicio físico. O quizás también ese movimiento que quisiera que su vida tuviera (además de la habilidad para manejar ese medio de transporte y el lujo de disponer de una bicicleta nueva y deportiva, no la usada que le regalaron).

Y ya en la tercera de las partes del libro, Iñigo, un ingeniero, debe resolver el problema de una invasión de abejas agresivas. Es él quien termina por dibujar esta galaxia de historias interconectadas. Se trata de abejas peligrosas. Todo es peligroso en esta parte de la novela, titulada “Revólver”. El significante, en su acepción más obvia, remite indudablemente a un arma de fuego. Empecemos por aquí. En segundo lugar, tomando como punto de partida la narración, unas sesiones de tiro al blanco a las que su padre los llevaba a Iñigo y a su hermano de adolescentes o niños (en ocasiones a un amigo suyo también), para disparar contra unas botellas u otros objetivos similares. El semema del peligro, derivado de forma natural de un arma, remite también a otros peligros que aparecen en la novela. Por otra parte, los revólveres han dejado de emplearse suplantados por las pistolas en la actualidad, como es sabido. Él con su padre usaban al disparar al blanco en ocasiones un revólver. El anacronismo resulta evidente en este presente histórico en el que él vive pero retrospectivamente se remonta al pasado de las actividades de supuesto esparcimiento o instructivas que su padre consideraba debían realizar con su hermano. A este marco subyace la violencia. Una violencia que no era agresiva (no estaba orientada a seres vivos, a personas o al deporte de la caza), pero sí era un simulacro de ataque. A un ensayo que también podía entrenar para la muerte. El otro peligro está metaforizado en el hospital en el que trabaja su padre, de cirujano, ámbito de la muerte por excelencia (si bien, en otro sentido, lo puede ser de la sanación, el significante resulta ser ambiguo o ambivalente). Las palomas que en ocasiones son atropelladas son un semema que remite también a la muerte, si bien las hay que salvan sus vidas, aun siendo atropelladas. Y están los peligros de muerte por asfixia debidos a accidentes narrados por Iñigo, producidos por ingesta de caramelos o de hielo. El padre de uno de los amigos de juventud de Iñigo ha sido condenado a la cárcel, ámbito de los violentos habitado en buena medida por asesinos, que suelen usar, precisamente, revólveres (o pistolas, para estar más a tono con el aire de los tiempos), como es obvio. En esta parte el terror, el conflicto ambiguo y jamás resuelto con el padre (circunstancia dramática sobre todo para un varón), la preocupación, las cavilaciones en torno de su relación, el triángulo que conforman él, su hermano y su padre, la traición y la orfandad serán las notas dominantes que pinten el cuadro de este fresco, pese a que en la actualidad, en este presente histórico Iñigo haya formado una familia feliz. De modo que esta zona de peligro de la novela, delimita una cierta clase de experiencia del mundo en la que eso se vive como una amenaza. También de conflictos. Familiares y de mayor amplitud social. Y en la que se vive la experiencia como el malentendido o la situación irresuelta que ha quedado pendiente. Es demasiado tarde. El repudio contra el padre es un vínculo roto. Evoca evidentemente títulos como la Carta al padre de Kafka. Y la novela El daño de Sealtiel Alatriste. También al narrarse momentos de la infancia o adolescencia en que Iñigo es humillado, rechazado o bien ignorado por su padre, es esa misma desprotección la que impide toda intervención operativa siendo de tan corta edad para responder a esa actitud paterna. Hay momentos en que su padre se muestra impaciente cuando está con él, como si él lo molestara, irrumpiera para afectar negativamente su momento apacible. Hay una falta de correspondencia de la que él siente que su padre lo hace objeto. Pero que él no siente hacia su padre. Él busca aprobación y cariño procurando que sea recíprocos. En tal caso, la tentativa no resulta demasiado exitosa.

¿Qué cómo leo Enjambre? Me provocó al leerla la presencia pálida y secundaria, de las mujeres, frente a los potentes códigos masculinos (incluso entre los niños o adolescentes), gobernados sin embargo por una verosímil rudeza sobre todo en el lenguaje oral cuya representación literaria resulta ser eximia en lo relativo al verosímil sociolectal y, digamos para usar una metáfora sencilla, el fenómeno fingido pero actuado del catch, esa lucha entre varones en la que se finge una pelea que se parece más a una performance que a un deporte o una hostilidad abierta. No obstante, debo oponer a esto una serie de prácticas sociales, en las que hay también sin embargo una masculinidad sensible, en varios casos, que resulta elocuente. Como vemos, con mayor o menor sentido del humor, los atributos que siempre acentúan o atenúan la seriedad o gravedad de los acontecimientos narrados. Se hace hincapié en esta novela en lo vincular asociado a lo generacional sobre todo entre varones, en particular en la tercera de las partes ello resulta particularmente nítido. Leo Enjambre como la novela familiar en la que la desdicha se manifiesta en un nudo sin desatar o un nudo que debería estarlo y no lo está (¿o un nudo en la garganta, estando alojado en el lugar donde lo hace habitualmente la angustia?). Leo Enjambre como esa abigarrada reunión de semejantes que suelen ser tan letales como productores de sustancias benéficas como las abejas. Leo, entonces, a esas abejas, con su aguijón, bajo la reunión de un colectivo, como un núcleo sémico que remite al universo de la hostilidad entre el prójimo que debería ser considerado el semejante, con los atributos éticos que ello supone. Hombres y mujeres capaces de hacer y decir lo mejor y lo peor. Leo Enjambre como el modo según el cual un sujeto varón, bajo la emoción del abandono, entre otras adversas, experimenta la posibilidad de autoconstruirse de una manera exitosa. De hacerlo en sus vínculos (forma secundaria de una familia, ama a esa familia, hay reciprocidad además de perdurabilidad en esa trama de los afectos) y entre esa sensación de pérdida emocional y vincular existe una alternativa superadora de construcción o reconstrucción también a partir de un vacío, de fantasmas que agitan este presente de adulto. A partir de un ayer de ingratitud o dolor, el sujeto autoconstruye un presente de completitud. Un sujeto que conquista la plenitud por más que sepa que hay una parte suya que le ha sido sustraída porque la persona que hubiera debido hacerse cargo de ella a su debido tiempo, no lo hizo. Pero él no puede hacerse cargo de esa omisión. Sino en todo caso de no repetirla. Debe resultar en todo caso aleccionadora. Evitar la repetición para que sus propios hijos no la experimenten en un juego reproductivo que sería catastrófico.

Esta la noción de enjambre, letal, en esta tercera parte de la novela, metaforización de la amenaza, de una reunión destructiva (en función de que se trata de abejas agresivas) queda sin embargo neutralizada por la posición activa del protagonista de asumir el cambio, de actuar el cambio. Y todo este panorama es de tal infinita riqueza en la producción de sentidos que la novela se revela como altamente connotativa en lo relativo a sus sentidos. Porque está este doble filo en el que Joaquín Areta de modo sugestivo nos invita a pensar: en lo cortante pero lo necesario de una escisión para el alimento nutritivo o de ciertos vínculos enfermos de los cuales corresponde tomar distancia. La vida discurre, o conviene que discurra, de modo continuo, aceitado, amoroso. Y en esta novela, al igual que sus partes, nos encontramos con una totalidad atomizada que, en un rol deliberadamente positivo, ubicados allí en un rol certero, debemos recomponer para armar con esos fragmentos un puzzle y una noción identitaria fragmentada. En lo relativo a personajes. En lo relativo a una trama que hubiera debido ser narrativamente una unidad. Y probablemente a algunos de nosotros, que especularmente asistimos a este espectáculo en algunos momentos seguramente de modo identificatorio. Este rasgo plural y unánime a la vez remite al orden de lo polisémico, y pese a su aparente dispersión se ata efectivamente en una totalidad que el lector verá cuál es a partir de recorrer su cartografía. No será la misma para cada lector o lectora. Es allí cuando Joaquín Areta conquista su condición de estratega de la palabra. Y se consolida como un escritor en el sentido más completo, más pleno y más sabio de la palabra: con todas las infinitas inflexiones, resonancias y reverberaciones que es capaz de otorgarle también a su lenguaje literario. Con la sagacidad capaz de detectar núcleos interesantes a partir de los cuales ejecutar una ficción productiva. Acude a ellos a mi juicio de modo acertado. Consolidado como un escritor con un total compromiso creativo, con sentido de la ética, con una estudiada forma y una lengua literaria detallista pero también por momentos muy coloquial, sin adornos. En definitiva, la destreza en el manejo de los recursos expresivos.

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