El treinta y uno de diciembre la playa de Jacó estaba invadida por tiendas de campañas, fogatas y vehículos policiales que cruzaban con las sirenas encendidas para recordar las buenas costumbres. Conforme se acercaba la nochevieja, los campistas empezaron a formar lo que parecía una microciudad sobre la arena. Instalaron patios comunes con asadores de carbón, hileras de sillas plásticas para ver la pirotecnia de los grandes hoteles y parqueos improvisados justo antes de la zona marítimo terrestre. Los negocios locales se defendieron de la pleamar humana con cintas amarillas como de zona de desastre.
Se percibía la libertad recuperada de nuevo después de años de distanciamiento social por la pandemia y la gente por fin se podía ver la cara. Los niños pateaban balones, las zonas de piscina de las grandes cadenas tenían sus propios equipos de música y luces estroboscópicas y, cuando por fin fue la cuenta regresiva para el 2023, un bombardeo de pólvora estalló sin tregua por lo menos treinta minutos completos.
Al día siguiente, cuando me asomé por la ventana, encontré las dunas de arenas grises tan desiertas como si no siguiera siendo año nuevo y más encima domingo. Después del pequeño desastre ambiental, ya los funcionarios municipales y también algunos turistas nobles estaban recogiendo la basura, que según vi incluía desde confeti hasta condones usados. La fauna de litoral regresó después de huir despavorida por las detonaciones, y encontré de nuevo lapas en los almendros, cangrejos en su madrigueras arenosas y garzas blancas en los escollos.
Los noticieros solo hablaban de dos cosas. Primero, del caos vial en la autopista de quienes regresaban a la ciudad, convirtiendo viajes de hora y media en torturas de tres horas. Lo segundo, la muerte del Papa emérito Benedicto XVI y de cómo sería el primer funeral papal presidido por otro Papa. Conforme la gente se relajó, empecé a notar que muchos (más de lo que esperaba, más de lo que indican las estadísticas y promedios) traían libros.
Una pareja, acostada en tumbonas contiguas, estaban absorbidos en la lectura. Bordeando la piscina me fijé en las portadas que se me hacían conocidas. El tipo leía Museo animal de Carlos Fonseca y ella Formas de volver a casa de Zambra. Me causó gracias que los tres coincidimos en la editorial Anagrama porque yo cargaba el volumen final de Mi lucha de Knausgård.
Un asiático en el restaurante frente a la playa tenía, acostados juntos a sus camarones fritos, dos volúmenes de pasta gruesa en la mesa. Solo logré ver el más grande que era un estudio sobre Spinoza. Cuando le comenté por mensaje de texto a mi editor sobre la calidad de lecturas de verano que me topaba, me preguntó si es que acaso andaba en Marienbad, donde vacacionaban los Mann y los intelectuales de su época.
Cuando llegaba el atardecer y todos nos sentamos sobre mantas playeras a ver el atardecer, ya nadie lleva libros. Pasan los coperos con su cascabeles y recuas de caballos con turistas cabalgando. La palabra Jacó, no proviene de una palabra precolombina como creía, ni de jaco que es un caballo débil, sino del hebreo que significa Dios protege o bien el que sostiene del talón, es decir, el hijo de Isaac, Jacobo.