Somos una revista independiente que sobrevive gracias a tu apoyo. ¿Quieres ser parte de este proyecto? ¡Bríndanos un café al mes!
Claudia Kerik

JACINTA-FLORENCE, UNA YANQUI JUDÍA, COMO UNA BRASA

I

¿Cómo transcribir el embeleso que un cuerpo nos puede llegar a provocar, el despertar de un deseo que nos ha levantado en la ola más alta de nuestra vida? Jacinta la Pelirroja (1929) es el homenaje poético de José Moreno Villa a Florence Ruth Louchheim, la joven judía neoyorquina con la que el poeta vivió en el año de 1926 una pasión consumada, cuyo desenlace, previsible quizás, no mitigó la fuerza de la vivencia original que quedaría felizmente alojada en los versos que le dedicó (éstos y otros más). Usando un estilo que él mismo calificaría como «deportivo», e inspirado en la cadencia zigzagueante de la música de foxtrot que se bailaba en los centros nocturnos de Harlem, el poeta malagueño compuso una obra original en la que combinó espacios cruzados de ambos continentes (Central Park y Toledo), intersecciones que tenían lugar en su memoria, de coplas gitanas y de jazz, de sabor local (Machado) y gusto por la chispeante novedad (Apollinaire), fruto del choque cultural que tuvo lugar en su consciencia, entre «un amor español y un amorzuelo anglo-sajón». «¿Ha sido pura sensualidad este amor?», se preguntará Moreno Villa en el barco que lo llevaría de regreso a su patria. La respuesta la obtendría más de una década después, tras un inesperado reencuentro en México y el consecuente encierro de los antiguos amantes, después de lo cual escribirá:

Estás aquí, de nuevo

y otra vez yo

me sumo en ti

sin mirar nada

sin oír nada,

tal como un niño,

tal como un pájaro,

lo mismo que un cometa

en un cielo sin fin, desmelenado.

Y la implacable sumisión al cuerpo de Florence, «dictadora siempre del mundo de sus líneas», volvería a revelarse entonces en la atención focalizada del amante hacia uno de sus tantos atributos: su cabellera, esa misma en la que acabaría hundiéndose al adentrarse en ella como «en un cielo sin fin, desmelenado». La plenitud experimentada en el acto sexual quedará de ese modo transferida al libre movimiento del cabello, como una propiedad del espacio (estelar) sin límites, del deseo. Era el botín de la liberación que producía su encuentro, resultado del impacto que la melena fulgurante de Florence desencadenaba en el poeta. Jacinta la Pelirroja da cuenta de esta obsesión desde el título, pues más que una puntualización acerca del color del pelo de la mujer a la que se le rinde tributo, es una rendición de cuentas anticipada acerca del motivo que origina el poema. Y como ofrenda destinada a alabar la sensualidad femenina que una roja cabellera acentúa, nos conduce, de paso, hacia poemas eróticos previos, actualizando de golpe reminiscencias que llegan arrastradas por el oleaje de otros versos. El eco de El Cantar de los Cantares resuena desde el comienzo al coronar, al poemario, con el subtítulo que define al libro como un Poema en poemas. Aunque, Moreno Villa, a diferencia del rey Salomón, no intenta resaltar el carácter superlativo de su «Canto de cánticos», sino más bien indicar la sucesión escalonada de su «Poema» que deviene en poemas como partes de un todo. Aún así, éste no parece estar ausente en sus reflejos literarios, como lo sugieren las alabanzas al cuerpo femenino que su Jacinta comparte con el modelo bíblico, donde la belleza de cada parte, y la sensualidad que conlleva, aparecen resaltadas por su comparación con animales, aves, y flores del paisaje que le sirve de marco, haciendo además una recurrente alusión al vino como fuente de placer superada tan sólo por los deleites físicos (en Jacinta, su cuerpo es descrito como «copa sin pie, puro equilibrio»; en el Cantar, son «los besos de su boca» [los que] «hacen más placentero el amor que el vino»). Si en el primero se comienza exaltando a la atractiva «pelirrojiza» entre mirlos, borriquillos, recuerdos de vendimiadoras y racimos, gaviotas, nueces, naranjas y flores, allá se compara a la morena (entre las hijas de Jerusalén) con yeguas, palomas, viñas, huertos y especias, colocándose ella misma en el lugar de una rosa o una azucena. Y en ambos casos se distingue a la destinataria de esa pasión por un color particular que la singulariza como excepción y le agrega algo exclusivo a su belleza (pelo rojo / piel morena). Pero quizás lo más notorio que ambas poesías amorosas comparten, entre lo mucho que las diferencia, es la expresión directa al cuerpo de la amada para destacar su poder de atracción a través de metáforas que, sin dilaciones, lo develan en su desnudez, como ocurre con las alusiones que en el más antiguo de los dos resaltan, por ejemplo, los pechos femeninos: «Tus dos pechos como dos cabritos mellizos, que pacen entre violetas».

Es probable que Moreno Villa hubiera entrado en contacto con este poema canónico de la poesía pasional, no inicialmente a través de su lectura directa, sino a partir de la recreación que del mismo hiciera el poeta judío francés André Spire, quien fuera popular en Francia durante la primera década del siglo XX y cuyos poemas excepcionalmente circularan en España gracias a las traducciones que Fernando Fortún y Enrique Díez-Canedo (amigo del autor de Jacinta y malagueño como él) incluyeran en su antología La Poesía Francesa Moderna de 1913. En ella aparece un poema titulado «Desnudeces», del sugerente autor de los Poèmes juifs, que se inspira en «la concepción feroz y austera de la carne apasionada que forma parte de la herencia espiritual judía», y que contiene ya algunos de los motivos que Moreno Villa desarrollará en su poemario, como la mirada selectiva hacia los cabellos o los senos, y hasta la mención de «copa» para retratar al objeto del deseo. Pero lo más notable es que el poema desliza entre sus versos una paráfrasis moderna de uno de los famosos versículos de El Cantar de los Cantares, al que Spire le añadirá una instrucción personal que dejará al descubierto el carácter ingobernable del instinto que, ciertamente, la fascinación por el pelo puede desencadenar: «Tus crenchas son lascivas como tropel de cabras… / córtate los cabellos».

La lectura de «Nudités» pudo haberle descubierto a Moreno Villa la novedad de esta forma de expresión antigua y moderna a la vez, pero no sólo eso, también le pudo haber significado el hallazgo de otro poeta con el que compartía su particular apego, aunque el artífice de Jacinta optará por llevar todavía más lejos su obsesión. Prueba de ello es su Poema en poemas, dedicado a encarnar, en imágenes atrevidamente explícitas, la intensidad de su atracción por la «pelirrojiza», al igual que las confesiones que años después dejaría escritas sobre el origen de sus fetiches sexuales, en los que el recuerdo del vello púbico abundante y el del aroma a hembra quedarían legitimados —para el poeta español ya marcado por la apertura hacia el influjo judío— por un dicho del Talmud que el mismo André Spire usara como epígrafe de su citado poema: «El pelo es desnudez», aquella que sólo es posible conseguir al asumir «nuestro corazón de carne». Jacinta la Pelirroja es la valerosa constatación de esta verdad que se nos regala y que dio pie a la historia de la que nació el poema.

II

Como escritor español que se forjó entre dos siglos, a lo largo de su vida Moreno Villa se percibiría a sí mismo «oscurecido, entre dos generaciones luminosas» de poetas, a ninguna de las cuales pertenecía. Tenía razón, pero no todos aquellos que escribieron al margen de las mismas corrieron su suerte. Y aunque su presencia en la Residencia de Estudiantes de Madrid hizo de él una figura apreciada por algunos de los miembros de la Generación del 27, nada de la admiración que Federico García Lorca sintiera por él sobrevive hoy como destello en la figura del autor de Jacinta. Su posterior clasificación como «poeta del exilio» una vez arraigado en México, tampoco abonaría a hacerle un sitio en ninguna parte. México no lo hizo suyo pese a haber hecho él a México suyo. Octavio Paz reclamó su estatuto de «olvidado por sus compatriotas» en su epílogo de Laurel, y aunque reconoció la precocidad de Jacinta la Pelirroja, no se detuvo a hacer énfasis en sus alcances. Es probable que la propia timidez y la exigua convicción que Moreno Villa tenía de su personal valor, le hayan permitido renunciar en vida a gloria alguna. Sin embargo, tuvo claro que sin aspirar a ser un triunfador, su camino era el de la poesía. «Yo he sido el menos aventurero de los hombres; a no ser que se tome como aventura el lanzarse a la existencia con la poesía como único salvavidas». Y aunque la naturaleza huraña, flemática y reflexiva del malagueño lo había mantenido distante y suspicaz, incluso durante la irrupción excitante de las vanguardias artísticas cuando éstas se asomaron en España de la mano de Ramón Gómez de la Serna, algo cambió en él tras su aventura americana cuando «en las crestas de las ondas internas se [entrelazaron] las luces de Nueva York con las madrileñas». El resultado de ese fracaso amoroso fue un triunfo poético más allá de la proyección que el poemario haya alcanzado a tener. Su creador sabía que había logrado algo que lo diferenciaría por siempre de los poetas españoles de su tiempo. El mérito, como bien lo intuyó, estaba en la entonación conseguida para encarnar su derrota; no la de los poemas jeremíacos (como alguna vez puntualizó) ni la del «lastre romántico», sino una que resultara de adoptar el punto de vista galante de un buen perdedor, fruto del distanciamiento deliberado de sí mismo para poder superar el peso de lo vivido, entre jirones de una música indefinible que surgía desde «el interior embriagante de un cabaret de Harlem». La historia de ese amor será entonces tácitamente reconfigurada en la memoria, como la de aquel que cobra un repentino impulso para salir a bailar. Ir en pos de la mujer amada será como vencer esa resistencia que sólo puede ser superada por un deseo inaplazable que el mismo ritmo genera y ante el cual nos rendimos. El inicio triunfal del poema, cual acorde certero que anuncia el ingreso de la melodía principal, no deja lugar a dudas:

Eso es, bailaré con ella

el ritmo roto y negro

del jazz. Europa por América.

Este preámbulo parece afirmar, tras una presumible cavilación que devino en un enfático «Eso es», la conclusión incuestionable de su proceder. El pasado por el futuro. El camino del movimiento y de la acción: desplazarse… viajar… en el viaje de la vida, que es también un baile cuya pista la mueve el deseo por los pechos de Jacinta que rápidamente asoman (gracias a su elocuente omisión) entre los primeros versos del poema.

Qué bonitos, qué bonitos, oh, qué bonitos

son, sí, son, tus dos, dos, dos, bajo las tiras

de dulce encaje hueso de Malinas.

«Oh, Jacinta, / bien, bien mayor, bien supremo», dirá el poeta, dejándonos sin aliento. El tono desenfadado de esta presentación inaugural de los amantes, y el despliegue sin inhibiciones de la sensualidad en la descripción, son la nota distintiva de este poemario cuya originalidad reside justamente en haber transferido al poema —para conseguir proyectar desde él— lo experimentado físicamente por el autor. El alcance de su atrevimiento impacta aún hoy en que, ya conquistadas estas licencias, sigue siendo inusual una apertura directa hacia la intimidad.

Tus movimientos son impagables

*

Quien sube a los cuarenta, delira.

¡Jacinta, por Dios, un paño embebido de agua fría!

*

¡Jacinta muerde tan bien la cereza!

¿Quién en nuestra lengua, por ese entonces, escribía así? «La palabra sincera es siempre nueva», ha señalado José Moreno Villa, y es justamente allí donde radica la frescura de Jacinta: no se trata de una fórmula literaria, se trata de la vida que consigue expresarse porque se ha elegido expresarla. El poema va a la vanguardia de la vanguardia, en el sentido de que no opta por poner en práctica solamente algunos de los logros formales de la misma, lo cual ya tendría mérito, sino que también da cumplimiento a su cometido esencial al hacer de la propia vivencia personal una novedosa creación poética, cumpliendo así con el anhelo de fusión entre el arte y la vida que tantos artistas del momento buscaban lograr.

Por otra parte, derivado de un ambiente madrileño que el mismo Moreno Villa reconocería impregnado, a comienzos de siglo, por la osadía de los cubistas, no es difícil presuponer también en este poema las distintas lecciones asimiladas del inagotable influjo de Guillaume Apollinaire. Así lo evidencian las referencias directas que se hacen al cubismo en algunas de las descripciones del cuerpo femenino («carne en pura geometría») y la apropiación del término para retratar, como en un cuadro, a la protagonista, las cuales, además, se suman a la experiencia visual que el texto ofrece como poema ilustrado por el autor, que hace de la lectura una experiencia de registros simultáneos.

Pero es tal vez la reverberación que podría oírse en Jacinta la Pelirroja de «La linda pelirroja», el poema de Apollinaire dedicado a la relampagueante aparición de una mujer vista desde los ojos de un hombre entrado en años, de la que «diríase que sus cabellos son de oro», lo que podría confirmar su presencia. Sin embargo, es probable que tanto uno como otro le debieran algo también a la jovenzuela de «cabellos rojos» que había sido celebrada por Baudelaire en su homenaje «A una mendiga pelirroja », tras cuyos harapos se ponían al descubierto sus «pechos, tan radiantes y bellos como unos ojos». En todo caso, y al igual que Apollinaire en su poema precursor, Moreno Villa se sentía para entonces un hombre mayor hipnotizado por un cuerpo más joven, que lo atraería también «como el imán al hierro», y al que finalmente perseguiría como su fin. También él en su homenaje personal a su jolie rousse nos dejaría una prueba testimonial de su debilidad por la sensualidad femenina, y el precio que pagaría por ella, no obstante presentir, como su par, que su «juventud ha muerto como la primavera». Y tampoco es improbable que de otro poema del mismo autor se entretejiera, en los versos iniciales de Jacinta, la contraposición que se establece entre «Europa y América», convertidos ambos continentes en una «desmesurada pareja» que se une en un «Desposorio Atlántico» cuando «nuevas verdades son reveladas a los que están cansados de las antiguas», mientras «el barco prosigue su viaje fecundador».

III

Pero es de suponer que atendiendo a las licencias obtenidas de la poética de Apollinaire, y en especial al homenaje contenido en su poema «La linda pelirroja», sólo nos desviaríamos de la génesis auténtica del poemario que nos ocupa, pues la sinceridad de la expresión que su autor conseguirá en este caso, fue provocada por el ímpetu de la voluptuosidad que emanaba de la misma Florence, cuya independencia y apertura sexual subyugaron al hombre desde un comienzo, como algo diferente de lo que estaba acostumbrado, e incluso en contra de sí mismo. Proviniendo de una España que aún pujaba por mantener vigentes los rancios modelos de castidad y la consiguiente concepción católica de la vergüenza y del pecado (como valores que, transferidos a la poesía, impedían nombrar el cuerpo en toda su verdad), y de una sociedad incapaz de integrar aún la noción de una mujer tan libre para autoafirmarse en su sexualidad —como lo fue el caso de Florence—, un mesurado José Moreno Villa se vería desbordado por lo que en América ya se establecía como una nueva manera de asumir el cuerpo femenino,  algo que en paralelo habría de sorprender también a García Lorca cuando poco después descubriera en la ciudad neoyorquina otras escalas de exposición física al transitar por el East River, donde «los judíos vendían al fauno del río la rosa de la circuncisión». La mención a lo judío no parece banal en ninguno de los dos. Abordaré sólo algunas de las razones posibles para ello que tienen que ver con el perfil judío de la propia Florence, musa del escritor español.

El color del cabello, para empezar. Es el motivo que elige, por encima de todos, para identificarla desde el título como también lo hicieron Baudelaire y Apollinaire, y que en adelante se convertirá en una idea fija cada vez que se refiera a ella, pues concentra el atractivo que toda su figura genera. «¿De dónde has sacado ese cabello tan único?», recordará haberle preguntado; «Del bigote de mi padre», sería la respuesta que agregaría todavía más contenidos a la connotación sexual, ya de por sí dada por el poeta a la melena rojiza de su prometida, al informarnos que también ella le atribuía a su pelo una fuerza de seducción, intencionalmente desplazada sobre la figura erotizada de (otro hombre): su padre. Además, de Jacinta no sólo se nos dirá que es pelirroja, sino también «algo rusa». Los judíos ashkenazíes, es decir, aquella rama del pueblo judío proveniente de Europa Central, y de cuyo árbol genealógico procedía la familia de Florence por ambas partes, suelen tener el pelo rubio o pelirrojo o con tintes cobrizos. Es un hecho poco controvertible que casi siempre hay un pelirrojo en la cadena familiar de un judío ashkenazí. Al parecer, esto se debe a mutaciones genéticas que tuvieron origen en su proceso de mestizaje, al margen de las uniones (con el afán de procrear) entre ellos mismos. Y a esto habría también que añadir toda una cadena asociativa que vincula negativamente dicho color de pelo con un estereotipo judío de diabólicas dimensiones, pues si bien no en el poemario, pero sí en el tema, hay una línea subyacente que ha estado gravitando en el inconsciente colectivo europeo: la satanización de la imagen del judío como procedente de Judas, en la que su coloración rojiza es indicativa de la sangre sucia derramada por traición, o en resultas, de las llamas del infierno, y cuya «cualidad demoníaca» está presente como un hecho de facto en el sospechoso retrato que registran los anales de la Inquisición Española, según lo cual «el cabello rojo es judío por defecto». Por otra parte, hay quienes asocian dicho color a Lilith, la mujer transgresora anterior a Eva, la seductora por excelencia. En todo caso, la pelirrojiza de Moreno Villa cumplía con todos los atributos de los estereotipos activos en el color de su pelo judío, los de la peligrosa y pecaminosa ascendencia de la que era un ejemplo.

Es probable que sin estas particularidades en su persona no habría sido posible que la joven condujera al poeta español a vivir semejante rotura de cadenas, pues «lo judío» de la mujer de la que se enamoró fue un dato sustancial para la vivencia que experimentó a su lado y, lejos de ser el discutible impedimento de su unión definitiva, fue uno de los indudables motivos de su liberación, pues además de significarle a un nivel no tan inconsciente una transgresión a esa idiosincrasia «catolicista» de la España en la que le tocó crecer —en la que la figura de una judía aún atentaba, in absentia, contra la moral pública—, Florence representó, también por ser americana, el nuevo mundo al que el poeta anheló acceder. Fue la encarnación más asequible de la América moderna, pues como una prototípica neoyorquina traía consigo (para el colmo) la impulsividad de una mujer de amplios alcances, cuyo descaro estaba siendo legitimado por la atmósfera estimulante que la ciudad de Nueva York propiciaba, y que le otorgaría un sello distintivo a su conducta como mujer, herencia de aquellas que en la Viena de Arthur Schnitzler y Gustav Klimt, algunas décadas antes que ella, habrían tomado al pie de la letra el rol activo de la sexualidad femenina dictaminado por Freud, como su camino de realización y autodescubrimiento personal. Desnudarse en un tren, por ejemplo, expresaría una espontaneidad desacostumbrada que dejaría perplejo a José Moreno Villa, quien resueltamente exclamaría: «¡[Qué] maravilla de cuerpo!».

Florence era una de esas chicas que durante la década de los veinte bailaban al ritmo del jazz y se vestían de un modo provocador y diferenciado para marcar su negativa a llevar sobre sus hombros la maternidad como único destino, una flapper «en cuya psicología [podía] patinar desconcertada el alma de un europeo». Su glamurosa ropa atrajo la atención de Moreno Villa desde un comienzo, así como el corte de cabello al estilo «Bob». Ambos hacían visible su pertenencia a una nueva generación de mujeres que, obligadas a sobrevivir sin sus hombres tras el fin de la Primera Guerra Mundial, habían aprendido a valerse por sí mismas. Tampoco ella anhelaba cumplir con el rol de ser madre ni esposa, y eso fue quizás lo que resultó más atractivo y a la vez amenazante para el poeta español quien, una vez desengañado respecto a la posibilidad de consolidar su enlace, consideró que había hecho bien en «arrancarse» de su vida a esa «muchacha fantástica» que lo había puesto a bailar a los cuarenta y que, enamorado, lo arrastró como «un remolino» hasta el Nuevo Continente.

IV

Junto con la tumultuosa experiencia que significó para el poeta conocer y amar a una mujer tan desenvuelta como Florence, el impacto que le produjo el imprevisto encuentro con la ciudad de Nueva York no fue menos decisivo para su persona, pues en adelante ambas aparecerían siempre entrelazadas en su memoria. Y por detrás de esta evidente asociación típica de un enamorado, entre el recuerdo de su amada y su ubicación en un punto del mapa, había algo más. Pues Florence no era solamente un reflejo de aquella urbe que en ese mismo momento se erigía como la capital de la modernidad, sino que también era un signo revelador del estatus y la libertad que la comunidad judía había alcanzado en aquella metrópoli (ya entonces símbolo de América). Nueva York se había establecido como el espacio de realización para los más acariciados anhelos de progreso y prosperidad de los inmigrantes que provenían principalmente de Europa —como los Louchheim—, en un ambiente único de respeto e igualdad.

Enorme fue la sorpresa que se llevó José Moreno Villa al descubrir, a su llegada, que estaba en lo que él mismo definiría como una «metrópoli judía», por la cantidad de comercios y de rótulos que indicaban la presencia dominante de este grupo particular entre la población del lugar. «Para un español», dirá el poeta, «nada tan extraño como una ciudad judía y negociante». Y el arraigado prejuicio antijudío, acumulado por siglos en una España que hizo del mismo una parte consustancial de su identidad (basada en un ideal cuestionable de pureza católica), no tardará en asomarse en la voz de este hombre enamorado, empero, de una mujer de esta misma religión, por la que (todo parece indicar) no sentía ninguna animadversión. «Como el español tiende todavía a creerse en su patria esté donde esté», continuará diciendo, «no comprende tales rótulos al primer momento. Se restriega los ojos y se pregunta cómo ha podido salir a la superficie este poderío israelita». Acostumbrado a vivir en «una España sin judíos», Moreno Villa nos dejará claro que su sorpresa ha de estar proporcionalmente ligada a su condición de español. Su perplejidad ante el fenómeno lo llevará a deducir también los rasgos de la propia ciudad como derivados de aquellos que, en su opinión, serían característicos del pueblo judío, para concluir que Nueva York es «el prototipo de la ciudad hebrea» por llevar la marca de la inquietud y la angustia como su principal signo. La ambivalencia que una recién descubierta dimensión judía de la ciudad americana le provocará, se vería reforzada una vez que el padre de Florence, un próspero banquero de Wall Street, pusiera en duda la capacidad del escritor para mantener a su hija y provocase con ello el rompimiento de la pareja. Pero no era sino él mismo quien se veía incapaz de sobrellevar una vida en común con su enamorada, dado el lujo al que la tenía acostumbrada su padre, y más aún dada la percepción que tenía de sí como «un hombre sin talento para lo que se llama ganarse la vida», como habría de referirse a su persona muchos años después al pensar en los motivos por los cuales la familia de Consuelo Nieto —la que sería su esposa en México— podría rechazarlo. Tristemente José Moreno Villa nunca superaría esta imagen desalentadora de su propia capacidad para procurarse el sustento, y a pesar de su magnífica trayectoria como artista completo que llegó a ser (pintor, poeta, crítico, ensayista y articulista, de la más alta calidad), terminaría sus últimos días guardando debajo de la almohada de su cama en el hospital, el escaso dinero que le pagaban por sus artículos.

El conflicto que representó para el poeta la visión que de sí mismo le devolviera el padre de Florence, se verá reflejado en el resentimiento con el que lo caracterizará en la sección final de Jacinta la Pelirroja, que lleva por título «Israel, Jacinta». Allí, dando rienda suelta a su enojo, nos presentará una caricatura casi antisemita de un mundo dominado por un tipo de judío («magnates judíos de Nueva York negados para entender a cualquier poeta », dirá en otro poema) que ya poco tendría que ver con la sabiduría ancestral del pueblo hebreo, representada por las figuras bíblicas del rey Salomón o del rey David:

Davides surcan los mares de petróleo

sin arpa, ni cetro de sol;

con arcas que no son de alianza

y leyes que no son de amor.

Hay un eterno Abraham de ojos gordos

que mata y no mata por orden de Dios

y un Moisés que cruza el mar océano

hacia la tierra de promisión.

Al sentirse exhibido por el padre de Florence en su temor por considerarse incapaz de mantener a su hija, Moreno Villa elegiría señalarlo por judío y degradarlo por su posición económica, como si se tratara de un defecto de la comunidad judía de Norteamérica y no de un logro que reflejaba el progreso de un grupo particular. Al desplazar sobre un credo la razón de la conducta del padre, Moreno Villa también volvería a activar un tópico muy en boga: el del judío como millonario, otra distorsión más que en la ciudad de Nueva York, «tierra de promisión», parecía haberse cumplido como realidad, dada la próspera carrera de muchos que, siendo humildes en su origen, colaboraron en las múltiples facetas de la construcción de esa ciudad moderna, la Gran Cosmópolis del poema de Rubén Darío (1914) que ya había aparecido en son de reproche retratada por sus «millones de circuncisos», y que en 1924 José Juan Tablada sintetizaría graciosamente en un verso que sentenciaba: «Unánimes dialogan— los Bancos y las Sinagogas ». Pero otra había sido la visión que Juan Ramón Jiménez plasmaría en su Diario, cuando furtivamente consiguiera observar la pobreza conjunta de las comunidades de inmigrantes como «el sueño extraviado de los miserables» que cohabitaban en una zona de la ciudad: «chinos, irlandeses, judíos, negros» unidos por «sus pesadillas de hambre, harapo y desprecio», cuadros urbanos, tanto más reales como complejos, que todavía perviven en la Nueva York multicultural de hoy.

Junto con el motivo del judío adinerado como parte de la identidad de la ciudad, la imagen de la chica judía que luce su belleza por sus principales calles suele aparecer en la misma cadena de asociaciones. Por la «Quinta Avenida» de Tablada también transitan «judías ojos de lámpara», y el mismo José Moreno Villa, en su reclamo final, agrega que «Hay una Sara y una Ruth y una Ester / en Hollywood, Minesota, Nueva York», para indicarnos la presencia femenina de dicha comunidad en América, de la que su yanqui judía sería la versión más querida.

V

Pero la atención que José Moreno Villa había puesto en el origen judío de la belleza de una mujer tenía más precedentes. Podríamos incluso trazar una línea que partiera desde su vida en la Málaga natal, donde el poeta afirmaría haber conocido mujeres provenientes de familias que acusaban rasgos hebreos y que por el cruce de sangre lograban ser «ejemplares femeninos de extraordinaria belleza», hasta llegar a sus últimos años en México, donde elegiría traducir e ilustrar él mismo un estremecedor relato del escritor judeo-vienés Arthur Schnitzler, tomando como modelo, para personificar a la heroína de la historia, la imagen reconocible, evocadora y sensual de su Jacinta-Florence. Por las páginas de su versión de La señorita Elisa (1945) desfila el rostro de su flapper de «pelillos rizados», con ese corte inconfundible de «cabello alzado sobre la oreja», ese porte desenfadado y aristocrático a la vez, y esa desnudez tendida de espaldas sobre la cama que lo dejara «boquiabierto» y «bobo de amor». La trama del relato debió haber ejercido una atracción especial sobre el poeta español, pues la historia trata de una joven judía, hija de un banquero en bancarrota, que se ve exigida por las circunstancias económicas familiares a entregarse sexualmente, y en contra de su voluntad, a los brazos de un repulsivo magnate entrado en años, que de ese modo salvaría a la familia de una desgracia una vez satisfecho su deseo. El desenlace fatal de la chica, que elige suicidarse tras corresponder a la voluntad del potentado para cumplir con el mandato paterno, implicará una renuncia a su autonomía para elegir el amor. Quizás inconscientemente (o con plena consciencia), José Moreno Villa, al traducir esta novela de Schnitzler, estaría castigando al padre de Florence con ese destino imaginado como consecuencia de la imposibilidad aparente que tuvieron los amantes para elegirse el uno al otro por tener que dejar a salvo el estatus de la familia.

Mucho antes aun, en el año de 1921, cuando todavía se consideraba un «novato en las letras», pese a la destreza que revelaría en la traducción de un texto de difíciles procedimientos estilísticos, ya resultaría llamativo el hecho de que hubiera elegido a un autor alemán, Friedrich Schlegel, ligado sentimentalmente también a una mujer judía liberal y sumamente rebelde para la época, Dorothea [Veit] Mendelsohn, de cuyo perfil saldría el retrato de Lucinda, el personaje femenino que le da nombre a la novela. Las palabras que José Moreno Villa empleara entonces, en las páginas iniciales, para expresar el atrevimiento de la conducta femenina descrita en el libro, parecen prefigurar al propio poeta y la vigencia de su Jacinta, pues también sobre el poemario podríamos afirmar que:

[…] es un libro raro, […] irreverente, ingenuo, divertido, intolerable, simpático, barroco; pero nunca vulgar. Tan extraño es en su conjunto como en sus detalles, en el sesgo ideal como en el estilo. Cuenta con [casi] cien años y sigue con la rebeldía lozana de ayer. Como fruto de un romanticismo delirante, es el más típico y ejemplar, asumiendo todos los extravíos de los productos extremados.

[…] Parece [la obra] de un guerrillero literario actual. Su actitud rebelde, siendo de ayer, es de hoy.

Aun habiendo estado presente, en su trayectoria como escritor y traductor, la atención recurrente hacia figuras judías o vinculadas con una mujer judía, donde es posible advertir y hasta anticipar el eco de su propia historia, sería en México y tras los sinsabores que le habría dejado su experiencia como exiliado en nuestro país, que José Moreno Villa daría señales de una reconciliación inesperada con el destino del pueblo judío. En sus «Monólogos Migratorios», agrupados bajo el título de El trasplante humano, que fueron publicados por entregas en el periódico El Nacional, llegaría a protestar por el maltrato recibido como exiliado en tierras mexicanas, debido al arraigado prejuicio en contra de lo español, ligado indefectiblemente a la Conquista. «Somos los vástagos de Cortés, y esto es suficiente para vernos como indeseables». Y es justamente el impacto recibido al descubrir esa condición de pueblo indeseable, en la que sorpresivamente se vería incluido, la que habría de modificar su percepción anterior: «Yo no digo que este odio se manifieste agresivamente a toda hora y en todo lugar, pero asoma de mil modos, asoma lo suficiente para que el español se sienta como el judío en la Alemania pre-nazi». Pese a lo excesivo de la comparación, la formulación conseguirá poner de manifiesto, y con elocuencia, la manera de sentir de José Moreno Villa in extremis, como presencia non grata en nuestro país, y permite inferir su consecuente identificación con una condición como la judía que, aunque había estado presente como referencia cultural desde el comienzo en su vida y en su obra, no estuvo exenta de ambivalencia, como lo prueban sus trabajos neoyorquinos. Sus memorias escritas en México, donde recupera su romance con Florence, también darán muestras de una actitud más conciliatoria, la que resulta de un cierto ajuste de cuentas con el pasado al admitir que fue él quien consideró como definitivos los obstáculos que se le presentaron para consumar su unión, una unión destinada quizás a fracasar por la naturaleza de cada uno.

VI

«Como la cara no se termina hasta la muerte», a medida que iba creciendo en Moreno Villa la consciencia de una derrota personal de la que su poesía daba cuenta en versos encadenados como «un monólogo con [su propio] destino», la imagen de la mujer que alguna vez lo llevara al paroxismo de su deseo resistía el paso del tiempo. Y entonces, en medio de una trayectoria poética que le devolvía una escalofriante visión de su «cara completa»: esa fría y serena anticipación de la suya muerta, destacaba la silueta nunca atenuada de la mujer que continuaba alzándose y resurgiendo en su pintura y en sus escritos, la figura vital de Florence Louchheim y su incesante actividad femenina en la memoria del poeta, confirmando que ella no solamente había sido el objeto de su deseo, sino la representación terrenal de un hallazgo definitivo en el que había descubierto, como un sentido revelado, su fin último.

Sí, después de todo eras tú la búsqueda.

Y aquí declino ya todo examen y toda crítica.

Tú, con tus faltas y tus sobras;

tú, con tu maravilloso complemento rubio a mi color de bronce.

Nunca ausente, la huella de su pelo habría de aflorar como garantía de su presencia. Es probablemente esa imagen establecida la que destaca por encima de todas, simbolizando la plenitud cumplida «en la paz de [su] lecho». ¿Qué nos quedaría de esta historia sin el poema que la encarnó? «Nada nunca se vuelve real hasta que no se experimenta», ha dicho John Keats, pero las regresiones y revisiones de todo lo ocurrido, o los apuntes y los registros hechos por el autor, no bastarían para transmitir y resguardar su secreto. El poema tomó entonces el lugar de lo vivido para convertirse así en su posibilidad de permanencia, tal como el color del cabello de la joven pelirroja que, por obra de la poesía, continúa resplandeciendo sin desvanecerse en cada nueva lectura de Jacinta.

¿Acaso no parece que la muerte se apiade? Todo lo corrompe, pero deja intactos los cabellos. Los ojos, los labios, todo se echa a perder y se hunde. Pero los cabellos ni siquiera pierden su color. ¡Sólo se pervive en ellos!

La vida de los cabellos en la poesía ha producido no pocos frutos inquietantes. Éste es uno de los nuestros, gracias al cual nos fue permitido conocer su poder de encantamiento, aquel que desató Jacinta la Pelirroja y puso a bailar a un hombre y una mujer, como diría Leonard Cohen, hasta el fin del amor.

Hey you,
¿nos brindas un café?