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Juan José Herrera de la Muela
Juan José Herrera de la Muela - ViceVersa Magazine

Jaap Van Zwede ó el arte de programar

 

Programar es un arte

Hace un año la Filarmónica de Nueva York designó a Jaap van Zwede nuevo director de la agrupación. Para celebrarlo, y para lanzar un mensaje claro de quién es, Van Zwede se presentó en Nueva York con un programa de Glass y Mahler. A partir de aquí, una semblanza breve de van Zwede y del concierto que, hace un año, marcó su entrada en la Filarmónica de Nueva York.

Septiembre 2017
Doble Concierto para dos pianos y orquesta (2015, revisado en 2016), primera vez en Nueva York), Philip Glass (1937)
Quinta Sinfonía (1901-1902), Gustav Mahler (1860-1911)

Director designado: Jaap van Zwede
Solistas: Marielle y Katia Labèque, pianos
David Geffen Hall, Lincoln Center, Orquesta Filarmónica de Nueva York.

 

Juan José Herrera de la Muela
Photo Credits: Juan José Herrera de la Muela

 

Este programa reveló mucho más de lo que aparentaba; se trataba de un concierto de transición, el primero que programaba para la Filarmónica de Nueva York su nuevo titular designado, Jaap van Zwede (Amsterdam, 1960), el sucesor de Alan Gilbert (Nueva York, 1967). Programa y concierto tenían por fuerza que ser una señal, un mensaje capaz de aglutinar en dos horas los recursos artísticos y presupuestarios de la orquesta, y de resumir simbólicamente el arco de su extenso y rico legado desde que fuera fundada en 1842. En eso consiste precisamente el arte de programar: en que un concierto no sea solo música sino historia, y casi, casi, activismo,  aunque hay que reconocer que no todos los días se presenten ocasiones tan señaladas.

Alan Gilbert se marchó celebrando al polifacético Leonard Bernstein: una extensa programación de su obra. Pero el mayor homenaje que podía hacérsele a Bernstein –que fue el primer director americano de la NY Philarmonic- ha sido, sin embargo, la elección de Jaap van Zwede para ocupar el podio que quedó libre.

Fue el propio Bernstein quién incitó a Van Zwede a dirigir una orquesta por primera vez; Van Zwede era por entonces, en 1987, el concertino de la orquesta del Concertgebouw, de gira en Berlín bajo la batuta del maestro americano. Durante un ensayo, Bernstein le pidió que dirigiera el primer movimiento de la 1ª sinfonía de Mahler, mientras él comprobaba la acústica de la recientemente renovada Konzerthaus.

Esta anécdota ilustra cómo Van Zwede, con este primer programa en calidad de “director designado”, reiteró de un solo trazo el linaje artístico que le llevó a este podio: una tradición ininterrumpida desde Mahler a él, pasando, entre otros, por su póstumo valedor, el propio Bernstein. Así, Van Zwede hizo valer mediante estas dos obras de Glass y Mahler la idea de que su elección como director titular era óptima, que es un heredero natural de Bernstein y de Mahler, y que -podría decirse- la orquesta lo estaba esperando. No solo se es maestro de la Filarmónica de NY porque se sepa dirigir una orquesta, es necesario poseer un sentido cuando se programa, esto también lo ha dejado claro.

 

Juan José Herrera de la Muela
Photo Credits: Juan José Herrera de la Muela

 

Muchas cosas pueden decirse de este programa. La primera, como avancé en el encabezado de este artículo, tiene que ver con la apreciación de lo contemporáneo por el público. Recordemos que la Filarmónica nunca tocó una obra de Mahler en vida de éste. Y, tras su muerte, solo interpretó la marcha fúnebre de la Quinta,  y solo porque era en el funeral que se le rindió en Nueva York, en 1911. La colosal Quinta Sinfonía no se estrenaría en USA hasta 1926. Por asombroso que parezca, Mahler jamás pudo programar su música mientras ostentaba la dirección de la Filarmónica de Nueva York. Hoy, sin embargo, su música parece un requisito para ser su director.

Imaginemos por un instante que Philip Glass es director de orquesta además de compositor, ¿cabe imaginar que no hubiera podido programar ni una sola de sus obras con la Filarmónica? Evitar esta ceguera hacia el arte contemporáneo es, a todas luces, el mensaje más relevante del programa de Van Zwede. Un mensaje que se repetirá el próximo día 24 de septiembre de este año con la obra encargada a la compositora Ashley Fure para celebrar su aterrizaje en la orquesta. Y dicho esto, no puedo evitar decir aquí que, pese a una leve apariencia de lo contrario, sentí que Glass había escrito la obra que en el programa se tenía por clásica, la que nos llevaría a poder evocar un juico fácil y documentado, y que Mahler aportaba la visión contemporánea, la que nos arroja al presente, y de la cual no es fácil hablar. Otro efecto brillante de este programa.

En segundo lugar, el formato del Doble Concierto de Glass no puede ser más clásico -tres movimientos- pero están colocados en un orden que no es habitual: el primero parece el último, algo así como una coda in stretta que nos lleva hacia un gran final… y el movimiento lento se escucha en el último lugar en vez de en el central, sirviendo así de un emocionante puente tendido hacia la sinfonía de Mahler. En los tres movimientos abundan las características combinaciones de medidas irregulares que Glass emplea para que aflore un ritmo que parece patentado por él, a veces aparentemente sincopado aunque sin síncopas; un ritmo que evoca muy, muy de lejos, como en una obra impresionista, ecos imposibles del Caribe, o, con otras palabras, un delgado velo de latinidad. Cualquier oscilación de cadera es, por supuesto, un espejismo en la obra de Glass aunque no absolutamente, pues en su formación musical hay un hilo europeo que lleva a otros ritmos diferentes.

 

Juan José Herrera de la Muela
Photo Credits: Juan José Herrera de la Muela. «Joie de Vivre» by Mark di Suvero

 

En tercer lugar, el mal llamado minimalismo de Glass. Se diría que, en este Doble Concierto, el compositor intenta ir más allá de la mecánica reiterativa de lo que se llama, para disgusto de Glass cuando se refieren a su obra, “minimalismo”; como si aquí Glass quisiera ir más allá de la exactitud del reloj, del mapa o del radar, de la red, del espejo, de la topografía… más allá de la cuadrícula o de las formaciones de puntos y líneas de, por ejemplo, un artista como Sol Lewitt, el artista plástico conceptual a cuya obra, salvando todas las distancias, tanto se asemeja la música de Glass; como si en la repetición casi exacta pero desigual, de juegos de acentos y partes de compás, de puntos y líneas o de sombras y módulos dispuestos en redes ilimitadas, se ocultara una receta para la emoción, una receta que en realidad Glass nunca llegará a cocinar aunque creamos percibir el aroma de algún plato; la receta de una emoción que es, en realidad, un espejismo generado por la tensión del concepto.

Naturalmente, en la obra de Glass no es la emoción lo que importa (no hay). Eso es más mi asunto que el suyo…lo confieso. Sin embargo, actúa como un ingrediente in absentia: la emoción máxima del Doble Concierto consistiría quizás en la espera de una emoción que nunca llega, de una emoción que se retrasa permanentemente pero que, a cambio, deja una estela intensa, penetrante, que en algunos momentos brillantes se convierte en una meditación, o, para los menos afortunados, en una suerte de auto-hipnosis, que es uno de los logros más poderosos e indiscutibles del arte de Glass.

Volviendo al orden de los tres movimientos de su Doble concierto para dos pianos, ya he dicho, que el tercer y último movimiento parece ser el segundo, el movimiento “lento”. En este final de la obra de Glass resuenan sin duda varias herencias europeas que tienen su peso en la obra del compositor de Baltimore: vaharadas de Cesar Franck (especialmente de sus Variaciones Sinfónicas para piano), brevísimos reflejos de Ravel y de su concierto para piano en Sol Mayor (el que Van Zwede nos trae ahora en su segundo concierto la semana que viene) y, finalmente, destellos de jazz y, por supuesto, de Gershwin, aunque pasado todo por el tamiz de sus años de aprendizaje con Nadia Boulanger en la escuela de Fontainebleau.

 

Juan José Herrera de la Muela
Photo Credits: Juan José Herrera de la Muela. Sol Lewitt (MET Museum).

 

En relación con estas improntas europeas en la obra de Glass en el tercer movimiento de su Doble Concierto, hay algo que Jaap van Zwede ha sabido sacar a la luz, y que es exclusivo mérito suyo como programador; algo por lo que, como oyente, le estoy agradecido. Este tercer y último movimiento del Doble Concierto de Glass evoca, igual que lo hará la Quinta de Mahler nada más empezar, la pompa de una marcha fúnebre. Cierto es que cada compositor lo hace a su manera, pero ambas obras parecen estar unidas en este programa por el eco de un ritual funerario.

Por desgracia, el intermedio lo interrumpe todo y ambas obras no pueden interpretarse sin el característico descanso, y nos quedamos sin escuchar cómo Glass “transicionaría” hacia ese “dolor centroeuropeo” con el que Mahler inicia su Quinta sinfonía. Si en Mahler la evocación de la muerte es, sin ambages, una marcha fúnebre, Trauermarsch, que acompaña al cortejo fúnebre (“wie ein Konduckt”) con la característica fanfarria sobre la que Theodor Adorno escribiría páginas magistrales, en Glass la traza es algo más evanescente: tal vez la difunta era una infanta y, acaso Glass quería hacernos escuchar restos de una pavana: la suya no es una marcha fúnebre realista como la de Mahler sino intima, impresionista, como las de Ravel; en ella Glass casi, casi sin darnos cuenta abandona la estricta y ordenada reiteración de Sol Lewitt, y entra en una atmósfera tétrica pero más seductora, tal vez digna de un pintor como Vuillard… Sin embargo, la marcha fúnebre de la Quinta de Mahler, decididamente, sería más comparable a un gran lienzo de Chagall, dónde se arremolina el color intenso de un siglo entero.

 

Juan José Herrera de la Muela
Photo Credits: Juan José Herrera de la Muela. Sol Lewitt (MET Museum).

 

En otro orden de cosas, un doble concierto para dos pianos es siempre, potencialmente, muy vistoso; mucho más si sienta al piano a dos intérpretes brillantes y tan paralelas entre sí como las hermanas Katia y Marielle Labèque. El efecto deseado del programa en este punto es el de una repetición hipnótica que funge más de un mar de los sargazos dónde incluso los solistas pueden enredarse y naufragar porque todo es parecido sin ser igual. Pero el nuevo director designado de la Filarmónica sabe que las hermanas Labèque concitan interés por sí mismas, al margen de las obras y de los compositores que interpreten: el público las adora y su simple presencia en el escenario predispone a escuchar. No en vano, aún sin ser propiamente un arte escénico, la música sinfónica requiere cada vez más en el escenario a intérpretes cuya aureola atice la atención y concentre la escucha del público.

La importancia de dos solistas como las Labèque se sustenta no solo en su virtuosismo sino, también, en el entusiasmo que generan y, en su caso particular, en el hecho de que sean tan parecidas aunque no iguales: repeticiones de un modelo, y lo mismo podría decirse de la partitura del Doble Concierto para dos pianos que, como solistas, tuvieron que interpretar. Aglutinadoras de la atención del público, aportaron un brillo que fue crucial para el éxito del programa, de la orquesta y del director. Además, son contemporáneas de la obra, compuesta para ellas. En una manera más chusca de hablar, al programar este concierto, Van Zwede mató varios pájaros de un tiro: dos artistas cuya marca por sí misma constituye una obra de arte, y más si consiste en un desafío al piano una enfrente de la otra, interpretando la obra de un compositor americano contemporáneo que se levantó de su asiento para saludar, nacido en Baltimore pero plenamente neoyorquino… lo que vino después, la Quinta de Mahler, no necesita ya de crítica: dirigirla es toda una declaración de intenciones…como he dicho, es la marca de un linaje profesional. Reflexionar, sentir el contraste que guardan estas dos obras tan dispares, yuxtapuestas y unidas mediante un ritual funerario, ambas vinculadas a la orquesta desde ángulos diferentes, causa un gran placer: es el verdadero arte de programar.

 

Juan José Herrera de la Muela
Photo Credits: Juan José Herrera de la Muela. «Joie de Vivre» by Mark di Suvero

 

Pese a todo, no me cabe duda de que la 5ª de Mahler era el plato fuerte al que se enfrentaba este director, con el que muchos profesores de la orquesta respiran ya, por fin, tranquilos. Meses después de este concierto pude escucharla de nuevo en el Carnegie Hall a cargo de la orquesta de la Metropolitan Opera, en uno de los escasos conciertos que esta agrupación da fuera del foso. El contraste entre ambas versiones me pareció espectacular, aunque su comentario sea digno de otro lugar. Si diré que el gusto exquisito, y lógico, de la orquesta del Metropolitan por la narración operística conviene a esta sinfonía de Mahler y que escuchar a esta orquesta interpretar repertorio sinfónico es, como ocurre con las hermanas Labèque, un gusto en sí mismo independiente de la obra, porque desgrana con generosidad sugerencias, gestos y veladuras dramáticas de la música sinfónica que son un auténtico deleite. También añadiré que si la acústica del Carnegie Hall es como la de una iglesia, pero sin reverberación, profunda, algo sombría pero clara como el agua, no ocurre lo mismo, como es sabido, con la del David Geffen Hall. Puede que la reforma total del edificio esté lejos de haber sido asegurada con el cambio de su nombre original por el del magnate David Geffen que aportó cien millones de dólares, pero Van Zwede ha tenido el coraje de, por fin, hacer otros cambios menores -y sin coste- para mejorarla.

De entrada, hay que celebrar que Van Zwede haya colocado de nuevo sobre el escenario los entarimados a diferentes alturas. Kurt Masur fue el último que los empleó; Lorin Maazel los mandó guardar; Alan Gilbert, con cierta pusilanimidad, no se atrevió a recuperarlos y continuó dirigiendo la orquesta en un cubo plano, lo que añadía confusión en vez de quitarla, además de algún que otro dolor de oídos. Viento, madera y metal, contrabajos y percusión, han dejado de ensordecerse unos a otros (unos más que otros según su posición), y ya no será necesario que el otorrino de la orquesta diseñe tapones a medida para los oídos de los fagots, de los clarinetes, de los oboes o de las flautas. Es difícil “vender” bien la imagen de una orquesta cuyos músicos tocan con tapones de oídos para poder escuchar sin oír. Pero esto es Nueva York, la ciudad más ruidosa del planeta… Lo importante es que el sonido fluye mucho más equilibrado que antes, y que la música no es sistemáticamente ofendida con tapones de cera para no oír lo que se escuchaba. ¡Enhorabuena por dejar atrás los quince años de un escenario pelado y plano! ¡Y bienvenido Jaap van Zwede!

 

Juan José Herrera de la Muela
Photo Credits: Juan José Herrera de la Muela. «Joie de Vivre» by Mark di Suvero

 

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