Ya en su octava década estrenada hace unos meses, Isabel Allende sigue escribiendo incansablemente y participando en las marchas en pro de las mujeres, la democracia chilena y los derechos humanos, entre muchas otras causas. Películas basadas en sus libros, una serie de Amazon en 2020 sobre Inés del alma mía (2006), entrevistas; y presentaciones en ferias, simposios, homenajes y actividades académicas, conforman su cuaderno de vida. Un cuaderno que se abrió varias décadas atrás cuando, como tantos otros exilados durante los años duros de la Guerra Sucia, arribó a Venezuela con su familia para iniciar una nueva existencia y dar inicio a su carrera literaria.
En una entrevista de entonces esta autora agradecía a Venezuela por haberla acogido; haciéndose ahí a sí misma y a su literatura desde la contraposición de la casa —donde había abandonado todos sus “espíritus”— y el paisaje, cual prueba sensible de su doble exilio: “Yo amo mucho a este país. Llegué a Venezuela con una mano por delante y sin conocer a nadie… Mis hijos son venezolanos y mi marido se hizo venezolano… tú sabes esta es mi patria… a veces siento nostalgia de mi paisaje, del paisaje de mi tierra que es un paisaje frío, de cordillera nevada… los cielos son distintos… pero me siento muy bien con la gente de aquí”. (José Pulido. “Isabel Allende en todas partes”. El Nacional. [28 de noviembre 1985]: C2).
Un exilio exterior, contado desde la nostalgia por una realidad que la distancia hizo mucho más clara y certera; y un exilio interior vivido en una casa venezolana, donde la domesticidad de las cosas y los seres amados, le permitieron decantar la experiencia agazapada tras la cordillera chilena, que el Ávila caraqueño transformó en memoria y volvió “sombra”, y “luna” desde “la casa”, “Eva” y “el amor”.
Todo ello, partiendo de ese despedazamiento inicial que convierte lo vivido en un asunto de escritura, como quería Maurice Blanchot, y deslinda la obra de creación de lo autobiográfico, pues de lo contrario ello podría llegar a confundirse con el diario íntimo y volverse impublicable como novela. Proceso entonces de desmembramiento inicial del sujeto y del objeto del texto hasta llevar a su artífice a, en palabras de Roberto Juarroz, “desgarrar el papel al escribir/ para que desde el comienzo/ asome por debajo el deterioro/ el desgaste, el hundimiento/ al que se debe someter toda escritura”.
Y quizás lo más interesante del proceso creativo de Allende haya sido así su capacidad para profundizar en la naturaleza de la casa y el exilio, pero sin perder nunca el asombro ante la materia con que se hace su literatura; lo cual la ha llevado a elaborar una escritura festiva, lúdica, de juego y celebración dentro de lo mágico, pero no exenta de ironía bajo un penetrante sentido del humor.
Ya antes de la aparición de su primera novela, Isabel Allende, ejercitada en la escuela rápida, violenta y “de agarre” del periodismo en la prensa y televisión chilenas, había acostumbrado al público venezolano a sus crónicas semanales dentro del suplemento dominical del diario El Nacional donde, partiendo de un detalle en la cotidianeidad de la familia, describía el ritmo y la vida de la casa con presteza y de un tirón, “atrapando al lector en las seis primeras líneas”, pues sabía que “es un lector impaciente”, tal cual a ella le gustaba entonces repetir. Paralelamente a esa calistenia periódica, en una habitación secreta crecía, rodeada de helechos interiores, La casa de los espíritus (1982) donde los personajes, trabajados independientemente en carpetas individuales, fueron surgiendo de la noche de la escritora.
Como en los cuentos de Katherine Mansfield donde las mujeres siempre parecen girar movidas por la costumbre de la casa, desde el instante de la muerte de Rosa —nacida un ángel con los colores de una sirena, y quien como la Remedios de Gabriel García Márquez fue siempre “la bella”— hasta la certeza de Estaban Trueba, patriarca de la estirpe, la primera novela de Allende se arma como ritual de la casa que el hombre construye pero la mujer conduce y administra. Y es que mediante la crónica de esta familia, lo que Allende hace es recorrer la vida de la mujer; ellas observan, se detienen, escrutan, pasan desde la inmediatez de sus historias. Por eso lo más interesante de La casa de los espíritus es, quizás, el modo cómo se manifiesta el movimiento del poder dentro de la familia, y cómo ese poder se transmite y pasa de una generación a otra pero permanece siempre en manos de las mujeres de la casa.
De Nívea a Clara, de Clara a Blanca y de esta a Alba se traspasa el resplandor que ilumina las habitaciones, permitiendo así a todos los personajes moverse y avanzar entre las paredes de la casa. Un resplandor que, siguiendo a Gaston Bachelard, es “imagen sólida y vigorosa expresión de un dinamismo unitario”. Ellas estarán, pues, continuamente solas y alumbrando, no en vano sus nombres son alegoría de esa luz interior que cada una, al gestar, transmite a su hija, a través del gesto de devolverse hacia adentro para envolverse en quien es parte de sí, “volcándose hacia su interior en un silencioso e ininterrumpido diálogo”.
Es así entonces como, con cada gran caída masculina, se clausuran ventanas, se bajan persianas y se cierran cortinas; para que la casa sea el útero donde las mujeres puedan encerrarse, protegidas de una realidad que en cierto modo ellas eluden, pues aceptarla las obligaría a enfrentarse con “el mundo de afuera” en que los hombres dominan, controlan e imponen. Por eso el exterior será siempre inútil, plano y sin relieves; atizador de disturbios ajenos a las mujeres, y adormecedor incluso de su sensualidad generada en las habitaciones, es decir, vinculada estrechamente al paisaje interior, porque las aventuras ocurrirán siempre dentro de la casa: “Su sensualidad estaba adormecida (…). Llegó a pensar que había perdido para siempre la capacidad de amar y que el ardor de su carne se había acallado definitivamente. Pasaba interminables horas contemplando el paisaje que se extendía delante de su ventana. La casa quedaba en el límite de la ciudad, rodeada por algunos árboles raquíticos que resistían el acoso implacable del desierto”.
Pero será igualmente el mundo de afuera, bajo las imágenes de la tierra y los trastornos naturales (“Nunca hay que vender la tierra. Es lo único que queda cuando todo lo demás se acaba”) sobre la que se asienta la morada y, como el jardín de los Finzi Contini, la rodea protegiéndola de la ferocidad y violencia exteriores, lo que definitivamente las devolverá a ellas a la veracidad de sus vidas y de las casas mismas; porque solamente ante los desastres cobra sentido ese proceso de incubación y maduración que tuvo lugar dentro de las habitaciones cuando “la magia, el espiritismo y la mesa de tres patas” eran lo único real que ellas podían admitir y tolerar.
La muerte de Férula, por ejemplo, desencadenará por primera vez en Clara el monólogo interior, donde la soledad y carencias afectivas se materializarán entre las paredes del hogar familiar. “Porque la verdad es que desde que te fuiste de mi lado nunca más nadie me ha dado amor”, afirmará ella, uniéndose así a la realidad de las mujeres dables de manifestarse desde un feminismo presente de Nívea hasta Alba, a fin de neutralizar el mito de la pasividad femenina que ellas rechazarán tanto dentro como fuera de la casa: “Nívea salía en la noche a pegar pancartas sufragistas en los muros de la ciudad y era capaz de pasear por el centro a plena luz del mediodía de un domingo, con una escoba en la mano y un birrete en la cabeza, pidiendo que las mujeres tuvieran los derechos de los hombres”.
La costumbre de la casa que mueve la vida de la familia Trueba a través de sus mujeres, tiene en Allende la particularidad de no estatizarse en un punto del pasado, y el desgaste natural de aquella se contrasta siempre con el progreso hacia la liberación de las heroínas que la administran; únicamente cuando ellas desaparezcan y Esteban Trueba se quede solo las paredes empezarán a desmoronarse. Tal progreso se confronta con el incremento de la represión exterior, contra la cual la casa es el último reducto; de ahí que Alba, como el eslabón final de los Trueba, a punto de ser raptada y casi asesinada por la policía del dictador no tenga más remedio que pensar en cerrarla y exilarse. Y de ahí también que, al contarle al abuelo de las torturas y los desaparecidos, este sugiera como única reacción el “arreglar un poco la casa”.
La morada, sin embargo, cuando se erosiona es igual a un barco encallado donde únicamente el polvo recogerá la veracidad de todas las historias contenidas en “los libros de anotar la vida”, y contadas dentro de un tiempo que pareciera estar pasando para poder luego recobrarlo mediante la evocación y la cuartilla. Polvo no obstante dable de sacudir rápidamente para dejar ver el espejismo que significa pensar en un avance, evolución o tránsito real hacia delante pues, como asienta Virginia Woolf, “las cosas siguen como están por dos o tres siglos, salvo unos granos más de polvo y unas telarañas que una vieja puede barrer en media hora”. He aquí una lección que nos deja Isabel Allende: la del tiempo y el retorno a la realidad de la casa que no pasa y se repite, pues es propia y en el recuerdo siempre nos pertenece. Ello a pesar de que la memoria “es frágil y el transcurso de la vida muy breve y sucede todo tan deprisa, y no alcanzamos a ver la relación entre los acontecimientos, del tiempo, en el presente, el pasado y el futuro, pero puede ser también que todo ocurra simultáneamente”.
Esta sensación de reiteración, pérdida y naufragio que Alba nos brinda al terminar de leer La casa de los espíritus, de alguna manera es espejo de la evolución de los acontecimientos que en De amor y de sombra (1984) constituirán el núcleo central. Más que un quiebre o fragmentación, este texto resulta ser la extensión natural de la memoria de la casa, pero ya no volcada hacia adentro sino expuesta y abierta ante los sucesos exteriores. Expuesta aunque no frágil sino tan fuerte, libre e independiente como sus dueñas; no en vano ella es lo primero que la autora presenta siempre al inicio de cada historia, signando el ritmo que estas irán tomando. El hogar de la familia Leal, por ejemplo, será el envoltorio de la vida de Francisco que resguarda su infancia y le acoge al descubrir los huesos de los desaparecidos: “Era de noche cuando Irene y Francisco llegaron a la casa de los Leal. Hilda terminaba de preparar una tortilla de papas y el intenso aroma del café recién colado impregnaba la cocina (…). Allí, junto a la máquina de coser, la radio y la televisión, encontraban la luz y el calor de una estufa de querosén, del horno y de la plancha. Para Francisco no existía otro sitio mejor”.
O la casa de Digna, dueña y señora de la humildad del rancho manejado a su ritmo particular, y donde a cada quien le “asignaba un asiento propio, íntimo, inviolable”. Irene, continuamente también en busca de la casa que la perteneciente a Beatriz, su madre, no podía ser, pues esta representa a la mujer que ha abandonado la profundidad de sus paredes para lanzarse a la superficie del mundo exterior; y es así, porque para ella no existe casa, el lugar ocupado es más bien el contorno de una vida en la pared, no hay entonces morada sino techo y muros, un lugar donde encubrirse y aislarse de la violencia que no quiere ver —solo durante el breve intervalo anual con Michel, Beatriz puede en cierta medida cubrirse dentro de una casa. Evangelina, o la mujer dispuesta a destruir la casa y la virilidad de quien desea, ya que el hombre pierde su poder dentro de ella; aquí solo la mujer lo detenta y se hace fuerte mientras él se debilita. Únicamente en la fuerza de la casa la heroína se crece y se consuela; perderla conllevará aceptar el exilio, por eso al verse obligada a deshacerse de sus paredes el alejamiento se volverá siempre intolerable.
Y si en La casa de los espíritus esta era un exceso, en De amor y de sombra resultará más bien una carencia. Aquí la casa es parca, no hay en ella sino lo imprescindible; su fuerza proviene de un elemento específico o una impresión, sin por ello dejar de tener el poder de las bandejas de pavos rellenos, los congrios de agua fría y las langostas gratinadas que continuamente alimentaban al lector en su primera novela. Aquí será únicamente el olor del café o la tortilla de papas; y no podía ser de otro modo pues la autora no hará ficción con el mundo desdibujado de una revolución lejana, sino con la cercanía de una dictadura y del terror militar. Lo intolerable del exilio se volverá una necesidad pues las llamadas “fuerzas del orden” vendrán y arrasarán la casa, para “desaparecer” a sus moradores y dejar sean los miembros más antiguos quienes, como la María Isabel de Eduardo Galeano, queden para “sin ayuda de nadie (ir) metiendo en cajas los añicos de una vida aniquilada”.
Esas cajas “llenas de pedacitos de vida rota” constituirán el termómetro de la vida chilena cuando Irene y Francisco crucen la “cordillera nevada” que el Ávila caraqueño no podrá borrar nunca. Allende, pese a todo, desde la altura de esta montaña venezolana, generó durante los años de su estancia en el país una literatura feliz irradiando desde el interior de la casa donde cotidianamente se encerraba a escribir. Feliz en lo que al proceso respecta, al enfrentarlo la autora no como desafío sino como celebración: “Cada mañana cuando me encierro allí es mi propia orgía, mi orgía privada… la literatura no es un trabajo para mí. Es como hacer el amor. Cuando veo una página en blanco en mi máquina, es igual que una sábana recién planchada para hacer el amor: es la misma sensación de fiesta, de alegría”. (“Isabel Allende en todas partes”)
Con Eva Luna (1987) la escritora reincidirá en ese placer barthesiano del texto, partiendo de la condición al margen de otra mujer, Eva, quien despierta de madrugada un miércoles, toma “una hoja de papel limpia y blanca, como una sábana recién planchada para hacer el amor”, y la interviene, recogiendo así la antorcha de las mujeres Trueba. Eva, quien por la puerta trasera se introduce en la casa para narrar, desde su condición de sirvienta y acompañante, toda una serie de aventuras acerca de la Venezuela que va del dictador Juan Vicente Gómez en los años veinte del pasado siglo, hasta la subida al poder del social demócrata Rafael Caldera a fines de los años sesenta del pasado siglo.
Si La casa de los espíritus había escrito el hogar interior propio, y De amor y de sombra lo había expuesto y perdido, Eva Luna se arma desde una ausencia de casa. La protagonista nace en casa ajena, se muda con cada cambio de gobierno cual alegoría de la inseguridad política, y ya al final del texto es depositada en casa de los tíos del hombre que pareciera definitivo en su vida; si bien podría no serlo dada la mutación constante de los amantes a lo largo de la novela.
Sin casa no hay espacio para acoger la intimidad que el amor exige, solo intemperie. Eva Luna, huérfana y sin centro no sale ni llega nunca a ninguna parte. Su vida carece de la estabilidad de un techo, y adolece de herencia y de memoria para depositar esa carencia. Su único patrimonio será “la sangre firme” del padre que no conoció, y la discreción natural de la madre “capaz de disimularse entre los muebles, perderse en el dibujo de la alfombra, de no hacer el menor alboroto, como si no existiera”.
La cualidad de lograr hacerse imperceptible le servirá a Eva Luna para colarse en las casas de los otros y empezar a hacer acopio de su herencia. En la del profesor Jones aprendió a cuidar, en la de los solterones descubrió el poder de la palabra para contar y crear, en la de una mujer yugoeslava la “desconfianza por los objetos inanimados”, en la de Riad Halabí el dolor por la pérdida irreparable de quien se ama; pero será en la casa del transexual Mimí donde Eva Luna irá a descubrir su vocación por la escritura. Una escritura que cesa con la desintegración de la guerrilla venezolana: el sueño roto de toda una generación, que en los sesenta masticaría la frustración ante una revolución que no fue, en los ochenta se doblegaría a los esquemas contra los cuales tanto había luchado, en los noventa se aferraría a lo poco que le había quedado tras las crisis económicas y los intentos de golpe de Estado, y en el nuevo milenio se ha arrimado a la revolución chavista o desilusionado con la corrupción, violencia e imposiciones del proceso que amenaza con destruir lo que queda del país.
Paradójicamente, Eva Luna es quien a la larga poseerá el lugar más sólido de entre todas las mujeres de Isabel Allende, pues es la única que se vio en la necesidad de fundar casa. Las mujeres Trueba nacieron en una y la transformaron a su antojo, hasta ver extinguirse al último de los hombres y ser ellas dueñas absolutas de su patrimonio; en tanto que Irene, al perder la casa, la retuvo como memoria, a partir de los contados objetos que trasladó al huir —no en vano la misma Allende tomó, antes de partir, una bolsa con tierra chilena donde, al llegar a Venezuela, plantó un helecho que la acompañó por mucho tiempo. La autora deja entonces a Eva Luna lista para fundar su propia casa y desarrollar la capacidad de formar, instruir y educar que las restantes protagonistas heredarán de sus antecesoras.
Se observa pues cómo, a lo largo de estas tres novelas, Isabel Allende consistentemente traza el itinerario de la casa, ubicándola en el contexto político-social de los países donde ha residido. Pero la casa por hacer será lógicamente la más fuerte, porque acumulará toda la experiencia proveniente de las casas vividas y perdidas. Pero qué les garantiza a estas mujeres que podrán construir su casa definitiva. Esa casa última donde Alba, Irene, Eva Luna, Isabel, se sientan finalmente seguras.
Tal casa llega siempre demasiado tarde, y en el caso de Isabel Allende su escritura es, dada la fragilidad de las democracias latinoamericanas, el mejor modo de preservarla y defenderla. Mantener la casa a salvo de la trasgresión, a fin de que las murallas de la intolerancia y el miedo que la ocultan y asfixian, caigan algún día en todo el continente, y sus habitantes puedan volverla a ver con todo el esplendor que tenían en el tiempo de los espíritus.