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Jesus Avila Granados

Irving, un viajero de Nueva York que descubrió la España más exótica

Washington Irving fue, sin proponérselo, uno de los grandes viajeros que, en el siglo XIX, recorrió la geografía española, y quedó extasiado ante las bellezas de la ciudad de Granada, y de su palacio real de la Alhambra.

La primera infancia de Irving transcurrió en Nueva York, la ciudad que le viera nacer –el 3 de abril de 1783-, y él quedaba embelesado contemplando el sereno curso del Hudson, y su desembocadura en el Atlántico, mientras oía el silbato de los barcos que hacían su entrada, o salían del puerto, con el incesante grito de las gaviotas. Él era el menor de once hermanos, y el padre, William Irving, decidió hacer de su pequeño benjamín un hombre, enviándole a estudiar Derecho; durante un tiempo estuvo trabajando como pasante en el bufete de abogado amigo de la familia, Masterton; pero aquella actividad le aburría profundamente; en cambio, no cesaba de leer historias de aventuras pasadas y novelas caballerescas; entre las cuales, los episodios de la historia medieval del reino de Granada, donde se enfrentaron las dos grandes corrientes dominantes en la Alhambra: los Cegríes y los Abencerrajes, terminando dramáticamente éstos últimos. También, a escondidas, el joven Irving asistía a representaciones teatrales, a pesar de las prohibiciones de su padre; teniendo que evadirse del hogar familiar por el tejado los domingos, y regresar luego, antes de las nueve de la noche, hora establecida por el padre para las oraciones familiares, antes de dormir.

La extrema humedad de Nueva York, y el pesado trabajo en el bufete de abogado, producirían en Washington Irving algunos síntomas de una de las enfermedades que más le aterrorizaban a los padres de éste: la terrible tuberculosis; a consecuencia de ello, la familia decide un cambio inmediato de ambiente en el joven Washington. Y su hermano Williams, que tenía medios, hizo posible que Washington hiciera un viaje por Europa (Inglaterra y Francia). Poco tiempo después de regresar a Nueva York, el joven Irving contrajo matrimonio con Matilda, el amor de su vida, hija de Hoffman, un abogado estrechamente relacionado con su familia; sin embargo, tres años después, en la primavera de 1809, su joven esposa (18 años) fallecía víctima de tuberculosis. Este duro golpe le llevaría a Washington a un acercamiento más fuerte con su sensibilidad hacia las letras.

El 25 de mayo de 1815, Irving se embarca para viajar a Inglaterra y visitar a sus hermanos Peter y Sarah, residentes en Liverpool y Birmingham; pero además hizo realidad ver con sus propios ojos la cuna de Shakespeare, en Strattford; fruto de ello fue su obra “The Sketch Book”. Poniendo con ello las bases de su anhelado mundo. La caída en desgracia de la empresa familiar, en Nueva York, tras la independencia de Estados Unidos, incrementó aún más su deseo de vivir el mundo que tanto había soñado; y más, todavía, al recibir noticias de los éxitos de su obra, a la que le siguió “Rip Van Winkle”, que no tardarían en convertirse en clásicos de la lengua inglesa.

Ya como escritor, Washington no duda en programar nuevos viajes por Europa. Primero se estableció en la capital francesa; desde París fue a Checoslovaquia, entonces de lengua alemana; después llegó a Alemania, en cuyo país se extasió contemplando los castillos del Rhin; en Dresde pasó una larga temporada. Y desde allí nuestro viajero regresó a Francia, pero ahora a Burdeos, donde entonces residía su hermano Peter. Estando en la capital de Aquitania, y soñando con descubrir España, Washington decide escribir a su buen amigo Alexander Everett, embajador de los Estados Unidos en Madrid, pidiéndole que le nombrara attaché en la legación, además de un pasaporte diplomático que le facilitara su viaje por España, país en donde, en aquellos tiempos, la inseguridad era preocupante. Everett no tuvo reparos para concederle tales peticiones, nuestro viajero era ya un escritor notable; a cambio le pidió que Washington se ocupara de hacer la traducción al inglés del manuscrito “Los viajes de Colón”, del historiador Fernández Navarrete.

Con la mayor alegría del mundo, Irving recibió en Burdeos por valija diplomática tales documentos, con los cuales procedió de inmediato a organizar el viaje a España, y en compañía de su hermano Peter, Washington partió de Burdeos hacia Madrid en febrero de 1826. Después de atravesar las provincias de Vizcaya y Álava, en cuatro jornadas, Irving llegó a Madrid. La capital de España estaba bajo una ola de frío intenso; y Peter, el hermano, por su débil salud, prefirió regresar a Burdeos. Washington se instaló primero en la fonda del Ángel y, a los pocos días, en un apartamento que le facilitó Obadiah Rich, secretario de la legación norteamericana en la capital de España, todo un bibliófilo, en cuya inmensa biblioteca Irving pasaba jornadas enteras leyendo, al tiempo que desarrollaba la traducción pedida por Everett. Pero su instinto le empujaba hacia la escritura, y comenzó a escribir su propio libro: “La vida y viajes de Cristóbal Colón”. El 30 de diciembre anotaba en su diario: “…Y así acaba el año de 1826, que ha sido el año de más aplicación y trabajo de pluma que he pasado en mi vida. Sin embargo, me siento más satisfecho con la manera en que lo he pasado que con los años de más diversiones y cierro este año de mi vida de mayor humor conmigo mismo que sentido en muchos otros años”.

Fue el 1 de marzo de 1828, cuando nuestro protagonista decidiera hacer el viaje que más anhelaba de su vida: descubrir el sur hispano, Andalucía. En este arriesgado viaje no iría solo, le acompañaban el cónsul general de Rusia, Gessler, y Stoffregen, secretario de la delegación norteamericana en España, quienes ya estaban contagiados con el entusiasmo de Irving. Lo primero que hicieron fue alquilar unas caballerías y contratar a un mozo de origen vizcaíno, a quien llamaron cariñosamente “Sancho”. Washington estaba loco de contento, porque iniciaba un viaje que añoraba de muy pequeño: “Ese es el verdadero modo de viajar por España. Con tal disposición y determinación, ¡qué país es éste para el viajero, donde la más mísera posada está tan llena de aventuras como un castillo encantado y cada comida es en sí un logro! ¡Que se quejen otros de la falta de buenos caminos y hoteles suntuosos y de todas las complicadas comodidades de un país culto y civilizado en la mansedumbre y el lugar común, pero a mí que me den el trepar por las ásperas montañas, el andar por ahí errante y las costumbres medio salvajes, pero francas y hospitalarias, que le dan un sabor tan exquisito a la querida, vieja y romántica España!”.

Al atravesar la Mancha, a Irving le sorprendió no oír el trinar de los pájaros cantores durante el viaje, también de la falta de arbolitos y setos en el paisaje; los pueblos encaramados en lo más alto de las colinas y las almenas de los castillos desmoronadas y molinos de agua y norias en ruinas. Además, se respiraba una enorme inseguridad en el ambiente, pocos se atrevían a emprender un viaje en solitario, y sólo con grandes caravanas bien protegidas. Por aquellos entonces, cabalgaban a sus anchas por Despeñaperros los Siete Niños de Écija, esos legendarios bandoleros que causaban pavor en los relatos de otros viajeros, pero que, para Irving, suponía toda una aventura encontrarse con ellos, puesto que ya había leído algunas de sus sobrecogedoras hazañas. A pesar de la latente peligrosidad del viaje y, sobre todo, de la incomodidad de tener que descansar en infames y míseras posadas, Irving llegó a Andalucía sin perder la mayor ilusión, como se desprende de la carta que, desde Granada, envió a Mmlle. Antoinette Bolviller, sobrina de la esposa de Pierre d’Orbril, ministro de Rusia en España, describiendo la belleza de Sierra Morena y los afilados riscos de Despeñaperros: “…en los montes de las sierras andaluzas cada cumbre guarda celosamente una masa de historia, llena de lugares conocidos por alguna hazaña fantástica y heroica”.

Córdoba fue la primera ciudad andaluza que descubrió Irving, a donde llegó el 4 de marzo de aquel año, acompañado de su escolta y del escudero “Sancho”. Pero en ella sólo permaneció el tiempo preciso para hacer el cambio de caballos y reponer fuerzas, partiendo de inmediato hacia Granada, lugar a donde deseaba llegar con todas sus fuerzas. Con estas palabras, Washington describió la Ciudad de los Cármenes, tan pronto la divisó en el horizonte: “Ante nosotros se extendía la magnífica vega. A lo lejos se encontraba la romántica Granada, coronada por las rojizas torres de la Alhambra, mientras por encima de ella, las nevadas cumbres de Sierra Nevada brillaban como plata”.

El palacio de la Alhambra fue, como es fácil suponer la primera visita que nuestro viajero realizara en la ciudad de Granada, culminando con ello, uno de sus grandes deseos de la infancia; después el Generalife, la Catedral y su Capilla Real y los demás monumentos granadinos. Después de unos días, Irving decidió proseguir el viaje. Se dirigió a la Alpujarra, a través del mismo sendero utilizado por Boabdil cuando, tras la entrega de las llaves a los Reyes Católicos, lloró amargamente la pérdida de la perla de su reino. Granada, y Aixa, su madre no dudó en reprocharle: “Llora como mujer lo que no has sabido defender como hombre”. Por el Suspiro del Moro, cerca de La Malahá, llegaron a Lanjarón y de allí remontaron los caminos que atravesaban la Alpujarra. Después, por la Costa Tropical, se dirigieron a Málaga.

Al pasar por Salobreña, en su castillo, Irving se inspiró para escribir el cuento: “Las tres hermosas princesas”, en cuyas páginas el viajero norteamericano narra el cautiverio que padecieron las tres hijas del monarca nazarí Muhammad IX. Luego pasaron por la monumental Almuñécar, y, por Nerja, alcanzaron la ciudad de Málaga, donde permanecieron unos días, siguiendo hacia Ronda, por la Serranía, al tiempo que desafiaban a los bandoleros en uno de sus marcos naturales, como es la legendaria “Cueva del Abanico”. Seguidamente se dirigieron hacia Gibraltar y de allí a Cádiz, otra de sus metas soñadas: “Cádiz es la ciudad más hermosa que he visto”. Seguidamente, en el Puerto de Santamaría, dejó a sus compañeros de viaje, mientras él, en un vapor, remontaba el curso del Guadalquivir, para visitar Sevilla.

En la capital andaluza, Irving tuvo oportunidad de recorrer el mágico barrio de Triana, codearse con los mejores cantaores de flamenco, consultar los fondos documentales del Archivo de Indias, la Catedral hispalense, la ópera y los teatros, y participar en las festivas jornadas de la Feria de Abril. A finales de diciembre de aquel año de 1828, Irving recibió una grata noticia, del cónsul norteamericano en Londres, quien le comunicaba que el editor Murray no sólo se había mostrado interesado por su libro “Crónica de la conquista de Granada”, sino que le adelantaba en calidad de derechos de autor la respetable suma de 2.000 guineas, cantidad que superaba de largo sus previsiones, y le garantizaba su mayor calidad de vida. De inmediato se puso a trabajar en dos nuevos libros: “Don Rodrigo” y “Vasco de Gama”; sin darse cuenta, Washington Irving se estaba convirtiendo en un gran hispanista.

En la primavera de 1829, Irving decide regresar a Granada, acompañado de su amigo el príncipe Dolgouroki, ministro de Rusia en España. Pasaron por Alcalá de Guadaira, el pueblo de los panaderos, El Arahal, donde, estando alojados en un mesón, tuvieron oportunidad de escuchar los acordes de una guitarra y el resonar de unas castañuelas con el coro que rompía el misterio de la noche. Irving anotó en su cuaderno de viaje: “Queda claro que el andaluz, y especialmente el sevillano, aunque amante de la música, el baile, la juerga, el vino y las castañuelas, siempre sabe dónde están sus límites, y en pocas ocasiones se sobrepasa”.

Luego pasaron por Osuna, Antequera, Archidona, Loja y, finalmente, Granada. En la Ciudad de los Cármenes, Irving y su acompañante ruso se alojaron en la “Posada de la Espada”; un antro que no estaba a la altura de las circunstancias. Pero al día siguiente, Irving visitó al gobernador de la Alhambra; éste le dijo a nuestro viajero que si tanto les gustaba la Alhambra no habría ningún problema para que se trasladen a vivir en su residencia; los cuartos estaban algo descuidados, pero que con un poco de arreglo, estarían bien; Irving no se lo creía, pensaba que se trataba simplemente de una cortesía hispana; pero no, aquel buen hombre volvió a insistir, e incluso le facilitó el nombre de la mujer que vigilaba la fortaleza, una tal tía Antonia, con quien podrían coordinar todos los detalles.

Washington Irving y su amigo el ruso salieron de allí dando saltos de alegría; minutos después se despedían de la inmunda posada y, cargados con los bártulos, subieron a la Alhambra sin más dilación; la tía Antonia ya les esperaba, ofreciéndoles sus servicios; no tardaron en instalarse en el antiguo palacio del rey Boabdil. A los pocos días, su compañero y amigo el ministro ruso, por razones oficiales, tuvo que marcharse a Madrid, y Washington Irving se quedó solo como nuevo monarca nazarí: “En cuanto a mí, como soy, en cierto modo, un errante vagabundo que marcha por el mundo propenso a detenerme en lugares agradables, consentí en pasar aquí inadvertido, día tras día, hechizado, creo yo, en este viejo y encantado edificio”.

El 15 de julio de 1829, Irving escribió a su amigo ruso, el príncipe Dolgorouki: “La Alhambra requiere el clima de verano para darle a uno idea de sus encantos especiales, de sus bellos paisajes”. Y tras recorrer todos los salones del palacio de Carlos V, exclamó: “Nunca tuve una residencia tan deliciosa. Una de las ventanas da al jardín de Lindaraja; desde el otro lado se ve el salón de las dos Hermanas y el patio de los Leones. Hay otra ventana que se asoma a la vega del Darro y el Generalife”.

En este paraíso en la tierra, Irving escribió obras del prestigio de: “Cuentos de la Alhambra”; “La vida y viajes de Colón”; “La crónica de la conquista de Granada”… Por todo ello, el historiador Fernández Navarrete recomendó a Washington Irving para ser elegido miembro de la Real Academia de la Historia. Irving convirtió la historia en una aventura llena de fantasía, de humor y valores socio-culturales; consiguió que ingleses y franceses reconocieran a un escritor norteamericano como uno de los grandes de la época. Los “Cuentos de la Alhambra” se vendieron por todas partes, y dieron nombre a un hotel que más tarde se construyó cerca de la fortaleza-palacio; la Alhambra provocaba en el viajero unos sentimientos históricos y poéticos tan unidos a los anales de la España romántica como Jerusalén lo era para los judíos, es decir, objeto de absoluta devoción.

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