Somos una revista independiente que sobrevive gracias a tu apoyo. ¿Quieres ser parte de este proyecto? ¡Bríndanos un café al mes!
Karla Casas

INSEPARABLES

Cuando niños, los hermanos Alex y Gil se distinguían por estar siempre juntos, uno al lado del otro. Y hoy, a pesar del tiempo, la distancia, la muerte y la vida, los hermanos siguen unidos, inseparables. 

Fue un verano a finales de los noventa, cuando la familia N -nadie recuerda bien su apellido- fue a pasar unos días a un hotel en las afueras de la ciudad. Los padres, Gilberto y Alejandro, dos niños bulliciosos y risueños que en ese entonces tendrían unos diez y once años, estaban emocionados y felices. 

Sofía, la madre,  era una mujer introvertida y callada que guardaba un secreto: Detestaba las albercas. Cuando era niña había estado a punto de ahogarse y nunca había olvidado ese momento, esa sensación de caer en un abismo negro sin poder respirar, el momento cuando el agua entraba por su boca y nariz, la desesperación por querer salir a la superficie y no lograrlo. Por eso se había asegurado de que sus hijos supieran nadar desde pequeños. Había deseado superar ese miedo perpetuo al agua a través de sus hijos.  A pesar del paso de los años siempre recordó ese incidente con vergüenza y enojo. Se veía a sí misma como una niña de cinco años que iba con sus padres a un rancho donde había una pileta de cemento, de esas que se construyen rudimentariamente para juntar agua de lluvia.  Su padre, brusco y frío como siempre, la metió allí en el agua helada y grisácea, con olor a tierra, sin constatar si ella quería estar allí.  Él se dio la media vuelta y se fue a emborrachar con sus amigos. Sofía, quien era la única niña en ese cuerpo de agua, permaneció aferrada a la orilla de la pila, temblando de frío y miedo sin que nadie le prestara atención.  Con mucha cautela intentó nadar, perdió el control, y comenzó a hundirse. Un amigo de su padre la vio patalear, se lanzó al agua, y pudo salvarla.  Sus padres reaccionaron con una inexplicable irritación.  El padre furioso y la madre avergonzada de su hija. Después de un tiempo sus padres olvidaron el incidente, dejaron de mencionarlo y nunca hicieron nada para que la niña pudiera nadar.  A diferencia de ella, sus hijos Alejandro y Gilberto tomaron clases de natación desde bebés, aprendieron a moverse en el agua y a flotar, aunque ninguno se distinguía por ser mejor nadador.  

Los hermanos, como los niños vivaces y alegres que eran, se entregaban al agua con arrojo, sin siquiera voltear a ver a su madre. En el balneario del hotel jugaban con un grupo de niños de diferentes edades. Los mayores organizaban concursos para aguantar la respiración bajo el agua, los retaban a saltar o tirarse clavados.  A Gilberto el mayor, le gustaba competir y con esfuerzo hacía lo imposible por ganar.  Alejandro en cambio evitaba esos juegos, pero terminaba por seguir a su hermano.   Gilberto siempre fue el líder, el que llevaba la batuta de los dos hermanos y Alex lo seguía amorosamente. 

El último día de las vacaciones el hotel estaba a reventar. Sofía se sentía mal, le faltaba un poco el aire. Pensó que era el calor.  Ella y Luis, su esposo, se sentaron lejos de la alberca infantil, porque no había sombrillas suficientes y el sol era abrasador.

Los niños estaban en la alberca infantil, pero en algún momento decidieron ir a la alberca de adultos para saltar desde el trampolín. Alejandro se rehusaba a dejar el área de niños, tenía miedo e intentó escabullirse de su hermano, pero Gilberto, lo tomó por el hombro y tratando de convencerlo: “Alex, si no saltas del trampolín grande, yo voy a perder, vamos a ser los perdedores, porfa hermano, hazlo.” Le dijo Gil con un tono de súplica, al que Alejandro respondió con un suspiro de resignación. 

Gil sabía que eso significaba un sí, y procedió con su petición: 

“Porque dice Jorge que tu y yo somos un equipo, que somos como una sola persona. No seas malo, voy ganando, solo me falta la prueba del trampolín, saltas tú, y luego en seguida voy yo. Salimos los dos al mismo tiempo.” – Le decía mientras sonreía con esa complicidad tácita que tenían desde que apenas sabían balbucear. “Acuérdate, es como nos han enseñado allí en las clases. Corres, y saltas cerrando los ojos y tapándote la nariz con los dedos para que el agua no te entre, luego te empujas para arriba como si fueras a volar… está fácil.” – respondió Gilberto.

Alejandro lo meditó por algunos segundos, y luego como era de esperarse asintió con la cabeza.  Su hermano lo abrazó, y así con un brazo apoyado en la espalda del otro caminaron juntos hacia donde estaban los demás niños. 

Los hermanos se reunieron en un pequeño jardín con el resto del grupo, se sentaron en el césped bajo la dorada luz de agosto, para hacer el plan. 

“Somos tres equipos, Alex y Gilberto van primero” – dijo un chico que se llamaba Jorge, y que con sus catorce años había logrado ser el líder del grupo.

Gilberto deseoso de ganar e impulsivo abrazó a su hermano, y le dijo: “Tu primero Alex, al cabo si saltas mal, luego salto yo y así ganamos.”

Alejandro sonrió mientras miraba a los ojos a su hermano. “Está bien, solo una vez…salta tú después de mí… no quiero estar solo.”

“No te voy a dejar solo nunca, lo prometo.” dijo Gilberto apresurándose a llegar a la alberca más profunda, evitando ser visto por sus padres. Alejandro, que al igual que su hermano era muy delgado, subió con facilidad al trampolín, pensando tan solo en caer al agua y salir hacia la superficie y  terminar de una vez con ese juego que a él poco le interesaba. Dio unos pasos hacia atrás para correr con más impulso, sin embargo, al atravesar la húmeda plataforma de cemento cayó y se pegó en la nuca quedando inconsciente. Su frágil cuerpo infantil se desplomó en el agua. Fue todo tan repentino, que el salvavidas tardó varios segundos en reaccionar y saltar para tratar de rescatarlo. Algunos de los huéspedes del hotel ni siquiera se dieron cuenta del incidente, pensaron que era un niño más que estaba aprendiendo a saltar del trampolín. 

Gilberto fue el único que vio y registró cada instante del accidente, la caída, la cara de terror de su hermano y su gesto de pronto inerte. De inmediato saltó a la alberca para tratar de ayudarlo, abrió los ojos bajo el agua y vio con angustia como el cuerpecito de Alejandro se hundía hasta el fondo.  Otra que vio todo fue Sofía. Desde su asiento, a la sombra, no pudo ver con claridad lo que estaba pasando, pero supo que uno de sus hijos se ahogaba. Sin una explicación aparente entendió lo que sucedía. Treinta años después el agua le cobraba la vida que ella no había entregado en esa oscura y fría pila a los cinco años cuando era niña.  En ese momento no supo cuál de los dos niños era, tenía el sol de frente en la cara y un dolor que la partía en dos. Cómo pudo se abrió paso entre los mirones que rodeaban la alberca y vio a Gilberto salir a la superficie, Simultáneamente sintió alivio y un odio intenso e irracional hacia esa criatura que sobrevivía a su hermano pequeño Alejandro. Su aversión era igual al amor que había sentido por ambos hijos durante esos diez y once años.  

Sin dudarlo, corrió gritando el nombre de Alejandro, dispuesta a saltar al agua, pero el salvavidas con la ayuda de algún nadador ya había sacado el cuerpo del niño a la superficie. Alejandrito parecía estar dormido, aunque tenía los labios casi blancos y no abría los ojos a pesar de los estrujones de su madre que lloraba desgarradoramente.  Luis, el padre que dormitaba en una silla cercana al lugar, oyó la conmoción y reconoció el llanto de su esposa, se incorporó de un salto y  se apresuró para llegar al lugar. Desde lejos pudo ver a Sofía hincada junto a Alejandro, y al pequeño Gilberto que, asustado y empapado, temblaba -a pesar de los casi 38 grados centígrados de ese día- y sollozaba sin pausa.  La ambulancia llegó al hotel, se llevaron a Alejandro y  a Sofía.  Luis y Gilberto los siguieron en el auto.  Al llegar al hospital, les informaron que Alex ya había muerto. Según su certificado de defunción, la muerte fue provocada por una severa conmoción cerebral y ahogamiento.  

Los días, las semanas, los meses después de la muerte del niño fueron tan dolorosos que hicieron envejecer a los tres miembros restantes de la familia, incluyendo a Gilberto que, aunque era un niño, parecía tan desdichado y desesperanzado como un viejo enfermo que ha sido desahuciado.  Él estaba condenado a vivir con la culpa de haberle pedido a Alex que saltara.  Sus padres no lo sabían, porque ni siquiera habían preguntado qué había llevado al niño a subirse al trampolín. Sofía algo intuía.  Ella y Luis hablaban poco, con los demás y entre ellos, y mucho menos con Gilberto. Era imposible no pensar en Alejandro cuando ambos habían sido tan parecidos físicamente. A veces ambos padres deseaban disimuladamente no verle, para no pensar en el niño muerto. Y Gilberto lo presentía y hasta entendía, así que tomó la costumbre de volver de la escuela y encerrarse a pasar la tarde en el cuarto de su hermano, acostarse en su cama, aspirar su olor y llorar. Lo echaba mucho de menos.  

Un día nublado y lluvioso, uno de esos días en los que Gilberto sentía que no podía más, una mano pequeña pareció acariciar verticalmente su espalda. Era su hermano. Se estremeció, pero lejos de asustarse se emocionó. Estaba allí.  Y recordó las últimas palabras: “No quiero estar solo…” Gilberto no dijo nada. Se dejó acariciar por la manita muerta de Alex. 

A partir de ese momento, el fantasma de Alejandro se hacía presente cada tarde cuando Gilberto volvía a su cuarto. Los juguetes cambiaban de orden, había libros regados en el suelo, las puertas del armario se abrían repentinamente, se encendía y apagaba la luz.  Ni Sofía, ni Luis entraban jamás a esa habitación, así que los niños podían hacerse compañía. A decir verdad, algunas veces Gilberto tenía miedo, pero la mayor parte del tiempo se sentía contento de estar con su hermano, aunque no lo pudiera ver, allí estaba, no se había ido del todo.  Dudó en decírselo a sus padres, pero prefirió no hacerlo. Ellos le parecían unos desconocidos ahora, eran tan distintos de los que habían sido cuando su hermano vivía. No era que lo trataran mal, pero Gilberto sentía su rechazo, un reclamo implícito en cada palabra. En especial por parte de Sofía, su madre que lo miraba fría y furtivamente, con un aire de rencor. 

Los años pasaron, Gilberto creció junto con el espíritu de su hermano, guardando el secreto de su presencia. Sofía a través de los años había oído a Gilberto discutir, reír y hablar solo mientras estaba en la habitación de Alejandro. Él era ahora su único hijo, era un adolescente que prefería pasar las horas en el cuarto de su hermano muerto, que salir con amigos.  No soportaba esa situación, tampoco soportaba ver cómo Gilberto se transformaba en un adolescente, mientras Alejandro siempre tendría 10 años.  El fallecimiento de Alejandro la había trastornado.  Luis su esposo lo notaba, y decidió alejar a Gilberto de su madre, y enviarlo a estudiar la preparatoria a otra ciudad, donde vivía la hermana de Sofía, Lilia. 

“¿Por qué me tengo que ir? “’- preguntó Gilberto sorprendido. 

“La escuela es mejor allá y vas a conocer más gente.”- fue la tajante explicación por parte de su padre, que no admitió réplica. 

Gilberto no tuvo más remedio que preparar sus cosas para mudarse. Él también quería alejarse de esa existencia lúgubre en la que alguna vez fue una casa feliz. Antes de irse fue a la habitación de Alex, le explicó lo que sucedía y le prometió volver. 

Al muchacho la vida lejos de su familia le sentó muy bien, su tía era atenta y cariñosa. Sus primos quienes también habían llorado la perdida de Alejandro lo acogieron como a un hermano más.  El cambio de aire y de personas que le rodeaban lo hizo volver a sentirse genuinamente alegre.  Cada día pensaba en sus padres y los imaginaba apesadumbrados, apagados, encerrados en esa casa con el fantasma de Alejandro,  quien vivía atrapado eternamente en esa habitación y sentía culpabilidad que se convertía en un dolor físico, un ardor que le recorría el cuerpo entero. Así que se propuso olvidar a sus padres, pero más importante, se propuso dejar atarás al espíritu que con ellos vivía y que durante tanto tiempo fue inseparable de él.  Con el paso del tiempo inventó más pretextos y excusas para no regresar a la casa familiar. Si llegaba a hacerlo no pasaba más de un par de días allí y bajo ningún motivo entraba en la habitación de Alex. 

Después de varios años el recuerdo de su hermano se transformó en un recuerdo cada vez más tenue. Se preguntaba si había sido real o había sido un fantasma creado por la necesidad de sentirlo a su lado.   

Gilberto se hizo un adulto un tanto extraño y taciturno, que  cargaba perpetuamente la culpa por la muerte de su hermano. Sus padres le parecían cada vez más acabados y opacos, no le inspiraba estar a su lado. Se había convencido de que los había perdido cuando sucedió el accidente.  Ni ellos, ni él hacían un esfuerzo por hablar o verse frecuentemente. Sus encuentros con el fantasma se transformaron en un recuerdo lejano, aunque aún permeado por el miedo. 

Gilberto vivía en la ciudad, y entre la multitud y el bullicio su mente estaba ocupada siempre.  Trabajaba como guardia de seguridad de un edificio. Era muy trabajador y hacía lo posible para mantenerse ocupado y no pensar en el pasado. Un día, recibió una llamada de su tía, que entre lágrimas y con una voz entrecortada, le decía que sus padres se habían volcado y estaban muy graves.  El accidente había sucedido justo en la carretera que llevaba al hotel donde Alex se había ahogado, y que ahora estaba abandonado.  Todo le pareció extraño y siniestro, ese lugar volvía a existir en sus pensamientos.  Se subió  de prisa a su auto y se fue hasta el pueblo donde había crecido. Habían transcurrido más de cinco años desde que él había pisado ese lugar. Le costaba un poco reconocer las calles, los ruidos, las personas. Todo era distinto excepto el hospital en el que su amado hermano Alejandro había muerto. El hospital era exactamente el mismo. Aquella mezcla de olores, del cloro, los medicamentos y un indefinible olor a muerte,  penetró en sus pulmones revolviéndole el estómago. De golpe regresaron a él los recuerdos que creía ya enterrados. Se dio media vuelta en el pasillo, dispuesto a huir de allí, cuando su tía lo detuvo. Tomándole el brazo le dijo: “Tus padres están muriendo.” 

Sofía y Luis estaban vendados de pies a cabeza, con el rostro cubierto  de moretones y conectados a maquinas que los mantenían con vida.  Según el diagnóstico, había poco que hacer, solo esperar su muerte, y ambos lo sabían.  Sofía que cuando vio entrar a su hijo borró el rencor que había sentido desde la muerte de Alejandro, hasta trató de esbozar una sonrisa. Gilberto se sentó en la orilla de la cama de su madre, tomó su frágil mano entre las suyas mientras la acariciaba.  Sofía débilmente lo jalaba hacía ella quería decirle algo y apenas pudo emitir algunos sonidos guturales.  Acercó su rostro hacía el pecho de su madre y pudo entender las palabras apenas inteligibles: “Sigue allí, te está esperando, está enojado porque no has vuelto.” No necesitó más para entender de quién se trataba. Sintió frío y los vellos de su cuerpo se erizaron.  

Horas después de que Gilberto llegó, Luis murió. Padre e hijo se despidieron en paz. El pobre viejo tenía las costillas rotas y un pulmón perforado. En el caso de Sofía, ella estaba muy golpeada pero nunca perdió el conocimiento. A pesar de las heridas en la tráquea. hacía el esfuerzo de hablar. Antes de morir dijo con voz quebrada: “El niño se cruzó en la carretera, el niño quería que nos muriéramos.”  Después de esta confesión murió, tomada de la mano de su hijo. 

Gilberto era el único miembro con vida de esa familia que se desbarató aquel día de agosto en aquella alberca. Con resignación, procedió a organizar los funerales de sus padres. Cremó sus cuerpos como ellos lo habían dispuesto. Durante el proceso nunca volvió a casa de sus padres, dejó que su tía fuera y trajera los papeles necesarios para los trámites. Ambos Luis y Sofía querían que sus cenizas permanecieran en la casa donde habían vivido desde que se casaron.  Gilberto no tuvo más remedio que cumplir la última voluntad de sus padres y llevar las urnas allá. Mientras manejaba en esa dirección, el temor que sentía crecía y el corazón le palpitaba aceleradamente. No sabía qué iba a encontrar.  Antes de meter la llave en la cerradura para abrir la puerta sintió que le faltaba la respiración. Ante su asombro, pudo constatar que la casa parecía otra. Irónicamente con las cenizas de sus padres en las manos, él encontraba un espacio renovado.  Sofía y Luis habían comprado muebles nuevos y de colores vivos. La casa era otra muy diferente a la que él había dejado.  Se arrepintió de no haberlos visitado antes, de haberlos dado por muertos cuando aún vivían.  Siguió caminando por la casa sin miedo, hasta que notó que las viejas puertas de madera de las habitaciones habían sido remplazadas por unas puertas corredizas de metal y vidrio, todas, menos la puerta del cuarto de Alejandro. 

La recámara estaba cerrada. Gilberto vaciló al abrirla, pero se dejó llevar por la nostalgia. Encontró una habitación sucia, con una gruesa capa de polvo sobre los muebles, viejos juguetes tirados en el suelo, libros con hojas sueltas, pero sobre todo un olor único que no permeaba otros lugares de la casa. Allí dentro olía humedad, a rancio, a tristeza. Gilberto se sentó en la cama que alguna vez fuese de Alejandro y que aún tenía puestas las sábanas de soldados que ambos habían escogido en un almacén, cuando tenían alrededor de 8 años. Sintió que la angustia le oprimía el pecho y comenzó a sollozar pensando en sus padres, en su hermano muerto al lado de la alberca, en los años lúgubres de soledad que transcurrieron después de la muerte de Alejandro. Desesperado, se llevó las manos a la cara, como si quisiera protegerse del dolor que le consumía.  Las lágrimas rodaban hasta caer al piso. Después de unos minutos intentó tranquilizarse. Respirando hondo fijó su mirada en el suelo. Se sacudió con pavor. En el suelo había unas huellas de un pie pequeño, huellas mojadas. Con una suave mirada siguió el camino de las huellas y notó que terminaban en una esquina donde estaba la puerta del armario. Se puso de pie y temblando caminó hasta allá, abrió la puerta lentamente.  Allí estaba su hermano que era aún un niño.  Estaba semidesnudo, solo llevaba puesto el bañador que vestía cuando había fallecido.  Estaba ojeroso, cadavéricamente delgado, y de piel grisácea. Al sonreír le enseñó los dientes que lejos de ser unos cuadrados aperlados, se habían convertido en unas amarillentas astillas.  El pelo parecía un estropajo.  El fantasma extendió los brazos para abrazarle, Gilberto que de la impresión había quedado paralizado retrocedió con una expresión de pánico.  El niño se acercó a él, hasta que terminó por tocarlo.  La manita se sintió helada y húmeda sobre la piel de Gilberto.  Alejandro no hablaba, solo sonreía y lo abrazaba.  Gilberto no supo qué hacer, y se quedó allí varios minutos en una especie de trance, respirando lentamente, ardiendo de terror. 

Cuando volvió en sí, Gilberto salió corriendo de esa habitación cerró la puerta de golpe, tomó sus cosas para irse. Antes de cerrar el candado de la puerta miró hacía el corredor  y vio a Alejandro, a ese niño que había muerto tantos años atrás, pero por alguna razón estaba allí de pie, flaco y gris, y que caminaba dejando huellas de agua maloliente.  Alejandro lo veía con una especie de ira y rencor. Los años que no pudo vivir, el cuerpo que no creció, los lugares a los que no fue, la vida que se le había ido al tratar de saltar de ese trampolín.  Gilberto, quiso convencerse de que todo esto era parte de su imaginación, del cansancio que sentía después de ver a sus padres agonizar. Se prometió a sí mismo no volver allí jamás.  Se dio cuenta de que Sofía su madre también sabía que Alejandro estaba allí suspendido entre la vida y la muerte, entre la infancia y el inevitable paso del tiempo. Por eso lo habían enviado a otro lugar, lejos. Más allá de esa casa que albergaba el fantasma de su hijo muerto.  

Gilberto condujo poseído por unas ansias locas de volver a la ciudad, a su vida de adulto, y de aniquilar cualquier recuerdo de infancia. Tardó poco tiempo en vender la propiedad con la ayuda de una agencia inmobiliaria que le evitó volver a ese doloroso lugar.  No le interesaba el dinero, solo quería cerrar ese túnel perverso del tiempo que le conectaba con su pasado. 

Los meses pasaron y llegó el verano. Inexplicablemente había dejado de pensar a toda hora en el fantasma de su hermano, en sus padres muertos, en su casa. Recuperaba la calma y se resignaba a su vida. Eso sí, evitaba ver las albercas públicas de la ciudad, siempre en verano, abarrotadas de niños que gritaban y reían.   

Llegó una semana especialmente calurosa en la que tuvo que trabajar el turno de madrugada todos los días. Al final de la semana, se sintió mal. Después de tantos desvelos estaba exhausto. Llegó a su pequeño apartamento y se dispuso a dormir. Su sueño fue pesado, sudaba frío en el aire, que le pareció denso y cerrado. Decidió levantarse para ducharse. Primero se sentó en la orilla de la cama mientras recobraba la respiración, tratando de que todo dejara de dar vueltas.  Cerró los ojos y sostuvo su cabeza entre las manos. De repente, sintió una mano pequeña y helada tocarle el hombro, se estremeció y cayó al piso, sobre un charco de agua hedionda que había aparecido sin explicación al lado de su cama. A pesar de su aletargamiento, Gilberto lo entendió todo. 

Alejandro, su hermano, el niño fallecido, estaba allí con él. Con su agua de muerte, de ahogamiento, de resentimiento.  Su hermano pequeño le había seguido tal y como habían acordado ese día en la alberca del hotel. No importaba que la casa ya no fuera de Gilberto, o que nunca hubiese vuelto. El fantasma le recordaba la promesa que Gilberto le había hecho antes de saltar al agua. No había escape. El espectro de Alejandro llegó para estar al lado de su hermano, siempre. Inseparables. 

Hey you,
¿nos brindas un café?