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Adrian Ferrero

Inés Fernández Moreno: una insolencia virtuosa

Me gustaría pasar a realizar una reseña de un destacado libro (no de los primeros) de la reconocida autora argentina contemporánea Inés Fernández Moreno (Buenos Aires, 1947). Me refiero al volumen de cuentos Mármara (2009). La autora ya tenía sobre sus espaldas, cuando lo publicó, una señalada carrera como cuentista editada.

Pero antes me gustaría presentar algunos datos relativos a su trayectoria. Se graduó como bachiller en el Colegio Nacional de Buenos Aires, uno de los de más prestigiosos en Argentina. Realizó estudios como becaria en Francia y España. Se Licenció en Letras por la Universidad de Buenos Aires (UBA). Y, recibió muchos premios, que paso a detallar. En 1992, ganó en Asturias (España) el Premio La Felguera. En 1993, obtuvo el Segundo Premio Municipal de la Ciudad de Buenos Aires, con su libro de cuentos La vida en la cornisa. Un año más tarde, en 1997, ganó el Primer Premio Municipal de la Ciudad de Buenos Aires, categoría cuento con su volumen Un amor de agua. En 1999 publicó La última vez que maté a mi madre. Esta obra recibió el Primer Premio Municipal de la Ciudad de Buenos Aires en la categoría novela y el Premio Letras de Oro 2000 de Honorarte. En 2003 publicó la antología cuentos Hombres como médanos y ganó en España el Premio de Cuentos Max Aub con su cuento “En extinción. En 2005 se publicó La profesora de español, una novela basada en la experiencia de su residencia en Marbella (España) de 2002 a 2005. Dos años más tarde, en 2007, ganó el Premio Hucha de Oro otorgado por FUNCAS, también en España. En 2009 es cuando se publica Mármara y en 2013 edita su novela El cielo no existe con la que obtuvo en 2014 el Premio Sor Juana Inés de la Cruz, que vino a coronar una trayectoria obstinada por explorar en la buena literatura. Su último libro es la novela No te quiero más (2019). También ha publicado el volumen de cuentos Malos sentimientos (2015). Podría decir de su poética que sus personajes suelen ser o bien audaces o estar rodeados de alguien que sí lo es, de modo que ese contrapunto produce una suerte de contraste que señala la capacidad o incapacidad de ambos personajes (por lo general femeninos). Desencuentros amorosos, el absurdo hallado en situaciones de la vida cotidiana, no en el orden de lo extracotidiano, sino en la vida más ordinaria que de pronto cobra una dimensión insostenible o ridícula, cuando no grotesca. La solidaridad entre mujeres bajo la forma (por lo general) de amistades a largo plazos o de una enorme fidelidad sin caer en un feminismo militante sino más bien en un tipo de sujeto mujer que toma las riendas de su vida o de modo resolutivo define las situaciones. Y he allí el poder de determinación que encuentra en la mujer como agente, no paciente. Más bien sus personajes son impacientes. Suele tratarse de personajes por lo general cultos o preparados, pero tampoco ello es una regla, sino simplemente me apresuro a señalar una tendencia. La amistad por identificación de la altura de la vida por la que están atravesando, por similares experiencias desde la vivencia o por el sentimiento de una profunda lealtad, las lleva a experimentar una profunda empatía. Siempre encuentran zonas de contacto con otras, como si hubiera, más que un lazo de amistad, un vínculo de parentesco por la intimidad y los principios inamovibles puestos de manifiesto. Al varón, deseado, no se le permite la dominación sino que se opone resistencia o límites a esa posición de atropello. Y con un habla literaria coloquial, que reconstruye con suma maestría representaciones de la oralidad, en todos sus matices e inflexiones, Inés Fernández Moreno conquista, como escritora, el merecido lugar que tantos premios vienen a corroborar: la magistral escritora con dominio sobre los recursos narrativos para dar cuenta de conflictos pero también del humor o del grotesco. 

Estos potentes cuentos de Mármara sorprenden por el filoso y punzante modo en que apuntan a los detalles más cotidianos e irrisorios de la vida, enrareciendo, precisamente, aquello que permanecía naturalizado por la mirada congelada de la costumbre o la tontería. También les hace pronunciar a sus personajes banalidades que una vez que las han dicho, se arrepienten de haberlas expresado. Inés Fernández Moreno, mediante una estrategia lateral, nos conduce hacia una resignificación de la experiencia vital a partir de reparar en ciertos puntos clave relativos a la cotidianidad. Cunde entonces cierto matiz que abarca la particular captación del absurdo pero también puede sumar la ternura y hasta la piedad. Tampoco podemos apartar la crítica, en ocasiones severa, contra instituciones sociales o la sociocultura. En efecto, Fernández Moreno escribe textos breves pero cuya intensidad (tanto en lo relativo a la tensión como en lo relativo a los conflictos) vuelven extensos en su emoción, una suerte de porosa cartografía de la clase media, la mayoría de las veces profesional.  

Los personajes que deambulan por ellos son expatriados, exiliados, outsiders, militantes de antaño, pero también amas de casa ahítas de sus tareas domésticas, víctimas de una circularidad paralizante y con necesidad tanto como deseos de habitar otros espacios más agitados en acción mediante viajes, literales o figurados, ancianos condenados a sus padecimientos e hijas que a su vez deben atajar con malabarismos los caprichos de los adultos mayores. Profesionales tanto casadas como solteras o divorciadas bajo las más diversas búsquedas. En este sentido, Mármara traza solidaridades, consolida amistades que se recuperan o que se han desatendido, funda otras que no existían, desdramatiza mediante un humor implacable pero, como decíamos, lleno de conmiseración a la vez, no un humor negro, sino situaciones desopilantes con una dimensión que puede ser, a la vez, trágica. Hay momentos de una enorme nostalgia, de decepción (al conocer un lugar anhelado, una persona que seducía). Inés Fernández Moreno no se burla de la condición humana. Más bien pone en evidencia sus notas, por un lado, en el orden de lo material, más domésticas o habituales. Por otro, sin embargo, las de más trascendente naturaleza a partir de detalles que parecen minúsculos o microscópicos. En efecto, en este punto me quería detener. Llama la atención la capacidad de esta autora para concebir detalles que sean significativos indicios de otras cosas, cosas importantes aunque esos datos menores parezcan insignificantes. Pues en verdad son la llave para inferir, para conferir, para referir, para introducir la malicia, el pensamiento veloz que conduce al humor, a la sensación de que esa microscópica realidad en verdad, bien pensada, es la punta de un iceberg que, sumergido, encubre una realidad (objetiva o subjetiva), mucho más grave o más seria. Esos detalles comprometen datos de las personalidades de ambos, de los narradores/protagonistas y de quienes son sus interlocutores. También son capaces de reconocer sus defectos delante de un extraño, confesar anécdotas importantes a alguien a quien verán una sola vez en la vida y de quien no conocen nada, salvo alguna información reveladora hacia el final del cuento, lo que termina por resultar crucial para de ese modo frente al lector regresar para revelar su contenido previo bajo otra luz. Pero se trata de personajes que en un rapto necesitan pensar y luego pronunciar esa ocurrencia con premura y con total sinceridad. De inmediato, en ocasiones, se arrepienten de lo que consideran un desatino. O algo inoportuno. Ello demuestra que a veces somos más capaces de ser francos con extraños que con nuestros seres queridos en lo relativo a anécdotas de nuestro pasado o de nuestras emociones. Pero, también, que somos seres falibles. El resultado suele ser o el arrepentimiento automático por la comprensión del desatino que, en verdad, se les impuso como algo espontáneo.

Demostrativos pero celosos de las expansiones, extrovertidos pero reflexivos a la vez, los narradores de este libro dejan entrever un tipo de textualidad que se desliza, de modo impertinente, por sobre la superficie de las cosas pero, lo sabemos, tras su envés se agazapan instancias tan hondas como reflexivas. Se trata de narradores que encubren un conocimiento profundo de las psicologías. Y en este conocimiento que la autora ha urdido, esos narradores le sirven, son estratégicos para la comprensión y para la intervención en el orden de la acción y en el modo de referirla. El lector tendrá acceso mediante esas construcciones narratológicas a una cierta clase de información (pero también de retórica) que lo sitúa en un espacio en ocasiones de desconcierto o en otros de perplejidad, de consternación, o risueños. 

Hay una pluma veloz, fugaz, indetenible a la hora de narrar, que evidencia el verdadero pulso y el carácter que alienta estos cuentos. Una pluma que aletea en torno de la acción narrativa acelerándola. Activando mecanismos de avance y retroceso de la progresión del relato que Fernández Moreno construye como una estratega. No se trata de que sean leves y etéreos, fluidos y francos, eludan su dimensión por momentos casi filosófica (sin caer jamás en el tono metafísico enunciado como grandilocuente), sino que consideran innecesario, enunciarla. Implícita en ellos, dichos enunciados, si fueran aseverados, funcionarían como un pleonasmo o, acaso, un estorbo a la hora de leer. Se trata, como es habitual en Inés Fernández Moreno, de una suerte de amabilidad, de urbanidad con los lectores que no está dispuesta a resignar en aras de ser considerada una narradora “filosófica”, “especulativa” o acaso “profunda”, como quiere el socorrido lugar común. Pero daría un paso más aún: el de una narradora que se agazapa para formular ciertas verdades narrando episodios, capítulos, compases. No obstante, nada más lejano que una pedagogía aquí. En todo caso sí se enuncia una ética de la escritura (en este punto Fernández Moreno es innegociable), en el sentido de que no está dispuesta a hacer concesiones al mercado. Tampoco está dispuesta a sesudas moralejas. Aspira, por el contrario, simplemente a dejarse llevar por su oficio más puro: el narrativo. Ella es una escritora. No una escritora a la que se adosan los adjetivos de “filosófica” o “especulativa” o, antes bien, “realista”, “mimética”. Es una narradora ante todo temeraria, desafiante, que con atrevimiento deja por detrás mandatos hasta haber conquistado una voz y un tono propios. Desenfadado, que incluso se permite el desparpajo. De su identidad, sus antepasados, su genealogía si bien están allí, Inés Fernández Moreno tiene la suficiente madurez identitaria en directa relación con la creación y su poética que le confieren la autonomía indudable de quienes la precedieron. Suelo evitar esta consideración cuando escribo sobre Inés Fernández Moreno, pero como estoy escribiendo para una publicación extranjera sobre una autora argentina, bueno es informar que ella pertenece a una estirpe de destacados escritores de nuestro país. Hija y nieta de autores, ya su “imagen de autora”, la configuración de su poética de modo consolidado y un trabajo sostenido a partir de otra zona de la experiencia psíquica y social, más corrosiva de los signos, la vuelven una escritora ineludible en el campo literario argentino.

Si en estos cuentos las acciones, como dije, siguen un curso, como sus personajes, audaz, y sin estorbos de ninguna índole, Fernández Moreno una vez más confirma la singularidad de oficiar su rito de narradora: inclemente, nunca fatua, jamás aburrida ni abrumadora. Sus personajes pueden ser tan pronto crueles como piadosos, aún en una misma frase. No se trata de que sean tornadizos. Se trata de plasmar o de retratar la condición humana en toda su complejidad y en todos sus matices con recursos también elaborados. No simplistas. De modo que esa levedad, como quería Italo Calvino, propuesta para este milenio postulada poco antes de morir, se cumple de modo ejemplar en los cuentos de Inés Fernández Moreno, como en los anteriores. Levedad, ironía, atrevimiento, complicidades, insolencia. Pero no altanería, salvo que algún personaje, a partir de un doble filo que lo manipule, busque ser delatado en esa impostura o defecto. Cabe agregar a este sumario pero incompleto inventario en qué espacio de la sociedad está puesta la mira de la autora: como dije, el universo de la clase media profesional o incluso ilustrada, secundada por servidores o servidoras, por subordinados sobre los que se ejerce o bien poder o bien una voluntad caprichosa que puede llegar al desastre o a la violencia. Esta opción social faculta a la autora para entreverarse con asuntos amplios y con diversidad y amplitud temática. Sin perder jamás la condensación. Tal vez la excepción sea el cuento “Mármara”, precisamente, bastante extenso por cierto.

En ese intermedio que ocupa la clase media argentina, acontecen los avatares de los estudios universitarios, la pauperización según los vaivenes de la economía argentina, los debates familiares, las discusiones en torno de “lo social” amanecidas en lo mediático, en fin, todo aquello que supone el “habitar entre” dos extremos y que, por supuesto, detona todo tipo de conflictividades, por más que no sean acuciantes o estén desdramatizadas por su abordaje, que no es el trágico. Se impone un tratamiento de los argumentos que distan mucho de ser inexorables. La vida de estos personajes es contemplada a la luz de su condición de agentes de su destino, de hacedores de sus propias vidas.

Dos rasgos, o acaso dos metáforas regresan como un leitmotivs por estos textos breves: el encierro, literal (en ascensores, en terrazas, en camionetas) y la enfermedad. Metáforas ambas del confinamiento, hacia algo que supera la fortaleza humana y su poder. También que obliga a conductas, pensamientos, comportamientos, ideologías y reflexiones atípicas. La desesperación, en algunos casos, producto de lo que ha tenido lugar de modo irremediable y se ignora cómo remediar. La protesta, entonces, adviene por la vía de los extremos. La inmovilidad por dentro de un perímetro que no se puede exceder, del cual resulta imposible escapar sin auxilio, y también la enfermedad, esa forma de la captura en la que la naturaleza nos ha sumido por violencia de condición demuestra nuestros rasgos materiales más temidos y menos culturales, más materiales, si así se quiere, por más que, como es sabido, la cultura y, sobre todo, los discursos sociales quedan inscriptos en los cuerpos. Había olvidado otro punto fundamental por dentro de la narrativa de Inés Fernández Moreno, que es el de las pérdidas. Los fallecimientos por distintas razones que dejan una huella producto del inevitable dolor.  

Si sobre las acciones se ciernen los dos rasgos arriba apuntados, hay un marco sobre el que se recortan estas escenas. Buena parte de los acontecimientos de este libro suceden en el seno del uso de las nuevas tecnologías que, inevitables, se han abatido sobre la especie humana, literalmente aplastándonos, avasallando nuestras libertades y nuestra vida privada, empujándonos incluso hacia lo indeseable. Haciéndonos perder la mesura. En efecto, las tecnologías, la realidad virtual (pero no virtuosa) articulan espacios imaginarios (o en los cuales la imaginación se potencia producto de la intervención por lo general de lo visual o bien lo audiovisual) a partir de los cuales la amenaza, los temores, los terrores, se sitúan como sobre un ámbito modular, esencialmente intangible pero letal. También el diálogo bajo la forma del anonimato, el engaño o el fingimiento.

Pero también en estos cuentos es posible morir de amor. Desear, dejarse desear y temer el deseo que arrastre hacia la perdición, el riesgo, hacia zonas de que hagan derretirse hielos seguros o bien tambalear certezas dejando irrumpir en escena los zumos. Máscaras, en especial brindadas por la tecnología virtual, que nos permiten, en una teatralización perversa, simular identidades pero también usurparlas.

Las identidades de los expatriados, los viajes de turismo internos por parajes nuevos, las casas de los antepasados mediadas por la lectura y la veneración de sus libros como un mapa previo escrito en el plasma de los vasos sanguíneos, son el otro núcleo que Mármara toma por asalto. La experiencia del desarraigo, de la documentación que no está en regla, el sujeto que se encuentra fuera de lugar porque se encuentra fuera de sus señas de identidad, los matices de una lengua española compartida pero ajena a la vez en sus variantes, no hacen sino apuntar a la alteridad en la propia identidad, trazar disonancias en la supuesta solidaridad.

Ya con un rico y avezado camino trazado en el terreno literario, particularmente en el género cuento (si bien ha cultivado la novela), Inés Fernández Moreno prosigue un derrotero: el de la contravención, sin eufemismos y sin concesiones. Dice lo que piensa, con claridad y formula lo que quiere decir con una dicción en la que no aspira a ser complaciente. No admite ser la cortesana de ningún monarca. Esa radicalidad sincera es uno de sus mayores encantos, además de la amenidad de estos cuentos que en la vida cotidiana encuentran verdaderos continentes inexplorados, verdaderos agujeros negros donde la vida vuelve (y nos envuelve, y nos arrastra, como una ola poderosa) una vez más, a crearse y recrearse merced a una escritura impecable. Una radicalidad que estriba prismáticamente si bien mencioné en su humor, en una maldad o una malicia virtuosa cuidadosamente administrada en la dosis justa porque existe en el mundo y es de naturaleza ineludible.

Inés Fernández Moreno se ha incorporado al corpus de nuestra literatura nacional con una marca fuerte. Deja un sello que ni siquiera poéticas más antiguas o de prestigio habían alcanzado ¿azar? ¿fatalidad? ¿destino? No: talento.

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